viernes, 29 de noviembre de 2019

YO NUNCA CIERRO LAS PUERTAS




Yo, Marisa Montiel quiero contar lo que me sucedió aquella tarde luego de empujar la puerta azul. Había llegado del teatro. Era casi la media tarde y el clima tan benigno como hacía tiempo no se vivía. Dejé mi abrigo, liviano para la época, sobre el sillón. Allí pude ver la luz por primera vez. Era una pequeña luz, que se filtraba desde la habitación de Juanca. El, hacía  ya varios meses que había partido hacia Calcuta. su búsqueda espiritual, luego del “suceso”, lo había  inquietado al punto de dejar su trabajo , novia y amigos. La puerta estaba entre abierta, pero sólo se alcanzaba a ver desde mi punto de visión, por el pasillo recién iluminado por la luna que ya se vislumbraba, una hendija con una tenue luminosidad rosa pálido. Una música muy suave que provenía de alguna casa de la vecindario, hacía más cálido el círculo de mi emoción. Yo se, que él, está muy lejos con su alto y desgarbado cuerpo. Su cabello largo y apenas ondulado que cae en una coleta trenzada en su espalda; acostumbrada a ser mi respaldo desde la infancia. ¡Lo extraño! Y hoy, después de haber participado de esa obra de teatro tan profunda necesitaría sentarme con él. Hablaría horas. Sus manos cálidas jugarían con mi cabello y me explicaría cada palabra de esa puesta esotérica... la luz se aclara. La puerta se abre lentamente y me ofusco... él, Juanca está aquí. No, físicamente. Es su espíritu, que yo he llamado con mi mente. Viene para acompañarme en este momento de extraña visión, su luz se aquieta. Se detiene. Mueve mis cortinas y mi ropa. Ya ha oscurecido. Siento que se acerca y me toca con sus manos insustanciales; hincada en la alfombra, la luz... su luz, penetra en mí. Entiendo el mensaje... la paz inunda mi corazón. Soy feliz y espero. “Hermano estás acá”. Entonces siempre que te necesite se que vendrás... Saben... aprendí desde entonces a no cerrar las puertas jamás.

EL VIENTO


EL VIENTO

El viento me arroja sobre las dunas calientes de la mar bravía
me deja desprotegida y sorprendida en las ramas de una palmera.
Me distraigo con el bramido de las aves que roban sus presas al mar.
El viento cesa. Aparece una brisa deliciosa y suave, seda amarilla.
Ataja mi cabeza que se desprende de la orilla de mi alma, al viento.
En los tejados se despereza un gato negro y me persigue por las tejas
llevando un rosario de plata entre sus ojos verde azul y su lengua
que intenta limpiar mi piel despoblada de cicatrices, con aspereza;
luego me arrastra con su suave ronroneo de felino ciego. ¿Ciego?
Se abre el laberinto de mis desdichas y atravieso el páramo ocre.
No acaricia mi rostro imperfecto el ábrego rumoroso de la noche
Ni se refleja en el agua la luna dorada con peonías rojas. Sangre.
El remolino de sangre apretuja las manos a mi cuerpo herido y,
una incesante melodía de cuervos se perfila en la noche calma.
Regresa el viento con furor de olvido sobre mi mar bravía, inquieta.
La muerte ronda. La verdad se oculta y me persigue un sueño.
Miro hacia atrás y me convierto en sal. Mi corazón palpita dentro
de la cáscara salobre que mató mi ensueño. El gato se desliza.
Duermo. Sostenida por la música de la cascada de mi corazón herido.
¡Tan herido y tan triste como un pequeño pichón de ave abandonado!
Atrás el viento murmura mi nombre que es olvido, que es desdicha.



BUTTERFLY



            Fueron diecisiete días optimistas. Según los inspectores la encontrarían. Su pueblo pequeño es como el de las películas. Tranquilo, se conocen todos. “Tiene diez años, pronto cumple once y es la abanderada de la escuela. La buscamos mucho, en algunas  horas aparecerá en la casa de alguna amiga.”
         ¿Quién quiere hacerle daño a una nena que ayuda en catequesis, es coqueta pero sana y muy querida? “Sólo es una equivocación”, dice la madre desesperada y la tía: “Un chiste de mal gusto de alguna amiga”. Todo el pueblo la busca. También la policía, que preocupada indaga, recorre con caballos y perros cada rincón y…nada.
         El día dieciocho un transportista pincha un neumático y detiene el camión junto al puente a cuatro kilómetros de la “Ciudad”. Huele feo y vomita cuando encuentra “eso”.
         Está atada, violada y cortado en varias partes su cuerpecito infantil. Nunca  será mujer. Otra Mariposa derribada.

LA COFRADÍA DE LOS ANIMALES.



La comadreja corrió por la orilla del arroyo Piráe y buscó al aguará guazú que se escondía del hombre para sobrevivir. No la veía por ningún lado hasta que se subió a una elevación del terreno. Avistó al oso hormiguero y le gritó la consigna. – ¡Reunión en el claro del monte ¡ - El sonido de su chillido se oyó en toda la zona. Emergieron cabezas de varios animales: el tatú carreta, el lobito de río, vizcachas de varios colores, algunos guasunchos o cervatillos, carpinchos curiosos y hasta una yacaniná ñata. Las aves volaron en todas direcciones para llevar el mensaje. El gato del monte necesitaba urgente una reunión en forma rápida. Los guacamayos ruidosos se elevaron en vuelos veloces entre los altos árboles de la selva. Todos tenían que venir nadie estaba excluido.
Así se reunieron para declarar que nadie tenía que salir de la selva para evitar al hombre. - Ellos, son malos y vienen a destruir nuestro mundo.- dijo el gato manchado, que veía como se estaba achicando la selva. –  Yo les aconsejo que merodeen sólo si no ven gente extraña, el hombre de la zona, sólo caza para comer. El otro, ese que viene de lejos, quema y tala los árboles y mata, por puro placer mata.- Y cada uno de ellos, salió a su madriguera para comentar con otros animales del bosque.
La noche cayó sobre la espesura y los ruidos de monos e insectos, atropellaban los matorrales con su sonido amigo. Todos cuidaban a todos, así se podría seguir viviendo en el bosque

martes, 26 de noviembre de 2019

JARILLAS EN FLOR


La jarilla derrama flores
de amarillos soles quietos.
Entre las setas y los hongos que afloran entre los cielos
el agua pura del cielo, regala viñas de ensueño.

No habrá trigo con luna llena cuando mires el viento

el árbol que se aquieta en la frontera de invierno

llenará de verde y flores, al llegar la primavera.

Hoy los rosales perfuman la memoria de febrero

Y un pedacito de estrella caerá sobre mi cuerpo.

Ven, no reniegues tanto. Las jarillas florecieron

Igual que el año pasado cuando te fuiste sin besos.

Tu estampa se vuelve lluvia cuando miro mi silencio.

Tu piel se nutre de frutos cuando sueño con tenerte

Entre los brazos cansados de sostener el aire quieto.

La jarilla derrama flores de amarillos soles quietos.

LA EVASIÓN




                        La calle es una serpiente rielante, se desplaza por entre las paredes que ahogan. Los balcones envueltos de verdes enredaderas sonríen al paso. Cae una hoja de magnolia agostada sobre las piedras. Un insecto alborota el sopor cansino de la siesta. Tras una celosía desgastada por el uso se escucha un grito. Un súbito silencio, detiene el tiempo para acomodarse el sonido trasgresor. Se entromete una música bulliciosa de escaso valor. Zigzaguea entre los cortinados desflecados de un ventanal. Trae un respiro al rancio calor que envuelve las fachadas. Se silencia.
                        Un nuevo voceo altera la paz. Chasquea un madero que se rompe y atraviesa el empedrado caliente en la calle. Se ha quebrado un encañado que esconde a una muchacha sudorosa. La húmeda piel morena resbala entre las astillas que la golpean. Emerge ágil, descalza, con la cabellera revuelta. Sale por la puerta azul de la vivienda. Corre. La calle la recibe alborozada. Protectora, la estrecha vía de escape, la oculta de los insultos furiosos de la mujer que grita y amaga con un látigo silbando en el aire. Quiere castigar a la canalla. Ésta se pierde en el círculo abierto que dibujan las piedras. Reverberan  los adoquines con lágrimas ardientes. Todo vuelve a quedar quieto. Un silencio opresivo amordaza la canícula. La puerta azul, se entreabre y un rostro rubicundo fisgonea a derecha e izquierda. Un rebenque de cuero se mueve como lengua  bífida de una anaconda mortal entre las rústicas maderas secas del portal. Busca un muslo mórbido para afrentar, pero sólo encuentra ausencia. Surca el vapor la calle desierta. No muy lejos una puerta roja se abre para engullir a la evadida. Una buganvilla primorosa oculta cuerpos abrazados. El ventilador perezoso refresca el alma y dibuja la dicha. La calle se ríe con su imperturbable soledad de tiempo. Logró huir.
                        En la noche la luna cómplice de besos y caricias lujuriosas eleva la dicha a los evadidos en urgencia de cópula. Una sombra atraviesa el pasaje al placer y ciñe a los amantes. Y un silencio escabroso de alimañas los envuelve en un sudario de piel adherente, sudorosa, complaciente, elevándolos a los confines selenita. Son dos pequeños animales que se enajenan a la frescura plateada de la noche. Un amor prohibido exalta la vida en himno de gozo y alegría.



LA CABAÑA





Todos miran con sorpresa hacia el estanque

Fragilidad del sol de terciopelo
que derrama perfume inquieto
hongos     tierra    silencio    rosas     viento

La tarde se instala tras la nieve y
un frío sopor siestero se mezcla con el rumor
de los álamos que caen trashumantes
Otoño   greña ámbar  agridulce    rastro de trigo maduro

Allá    en la cabaña       no cosecho uvas
Quiero estar sola en mi dulce sosiego

DOS LUGARES DONDE HABITA DIOS

 ¡SOBRAN LAS PALABRAS PARA DESCRIBIR EL LUGAR MÁS ESPIRITUAL PARA TRES RELIGIONES!
EN ARGENTINA LOS HIELOS CRECEN Y SE VAN DESPLAZANDO POR LAGOS Y RÍOS HASTA EL MAR. ÉSTO ESTÁ EN LA PATAGONIA.

EL VIEJO...




            Estaba cerca de su muerte. No teníamos una relación muy cálida ni próxima. Casi, por obra de los relatos nada ingenuos de mamá, yo no lo apreciaba. Lo respetaba, por eso de “honrarás a tus mayores” inscripto casi a fuego por mi padre. Y la realidad me obligó a cuidarlo en el sanatorio, donde, desde hacía varios días, estaba internado. Mi madre nunca pudo quedarse a cuidar enfermos en su lecho, exceptuando a papá, a quien amaba por opción.
            La noche había puesto un tul ceniciento entre las camas de los otros internados, que apenas murmuraban algún requerimiento a sus otros veladores. Así, comenzó en voz monótona a decirme algunas cosas.
Sabes, yo vine  muy chiquito de Italia. Mi mamá era pequeñita y con catorce años, la casaron con mi papá, casi sin conocerlo. ¡Pobre, ella era de buena familia! Él, no era un simple peluquero de pueblo. Sufrió mucho. Yo, a los seis años, me dejaron en la casa de un “sarto” (sastre) para que aprendiera el oficio. Como era tan pequeño, me subían sobre la mesa y me sentaban en una banquito para que pudiera coser. Con luz de vela. Otras veces, con luz de kerosene. En realidad, con mis 94 años, he visto todas las formas de luces de la historia. ¿Cómo serán las del futuro?- se quedó callado, como recordando su niñez. Al rato abrió los ojos y me tomó la mano- Durante trece años sólo comí todos los días...garbanzos hervidos. Por eso los odio, nunca le dije a nadie esto, pero me estoy muriendo y alguien tiene que saberlo, qué mejor que vos, que sos mi nieta más chica. Mi mamá nunca lo supo, yo el decía que me daban pollo y carne, pero era para que no llorara. Ella siempre lloraba recordando su “paese” y a su familia que no volvió a ver jamás. No sabía leer ni escribir. Después ya sabiendo coser, me dejaron volver con ella y salía al alba para el taller y volvía de noche. Sin embargo, tengo buena vista.- yo había descubierto que no sabía leer. Se sentaba con el diario, pero sólo miraba las figuras y comentaba, por experiencia y por lo que decían en la radio, lo que pasaba. Seguro que le daba vergüenza que supiéramos que no sabía leer ni escribir. Pero tenía manos de oro para la costura. Era un verdadero Sastre Italiano, un caballero. Hacía los mejores chaqués y frac de todo Rosario, en Santa fe. Era famoso porque hacía los ojales con seda y pelo de mujer, que nunca se desarmaban por el uso. ¡Era otra época!
Sabes nena, yo cuando era chico, nunca tuve un juguete. Me hacía con los carozos de cereza o durazno, unos silbatitos que daban un sonido agudo y así me comunicaba con mis siete hermanos. Además con maderitas me armaba carritos. Cuando era pequeño, viajábamos de a pie, cuando los domingos, después de misa algún conocido siciliano, lo invitaban a mi papá a comer la pasta. Era una fiesta y volvíamos tan cansados. Un día mi papá, que era alto, se cayó con un ataque y a los dos días se murió. Fue terrible. Mi mamá no sabía qué hacer. Debe haber sufrido mucho la viejita.  Al final, conocí todos los medios de transporte. Desde el burro y el caballo, hasta el automóvil, el tren, el avión y por la televisión, vine a ver la llegada del hombre a la Luna. ¡Qué cosa! Todo por tener 94 años. Ya estoy llegando al final de mi vida y no tengo a nadie; bueno, sí, a tu madre que no me quiere y a ustedes. Tus hermanas son cariñosas, pero siempre están ocupadas. Es la vida de ahora, yo entiendo. ¿De qué me habrá servido vivir tanto, no? Al final, nunca voy a saber qué hubiera sido de mi vida si mi papá no se moría tan joven. Me casé con la Juana...buena mujer, me aguantó muchas. Tuve tres hijos. Una murió chiquitita. Tu tío y tu madre fueron buenos hijos, nunca me hicieron rabiar. Y ahora que estoy llegando a mi muerte, me doy cuenta que siempre estuve muy solo.- Cerró los ojos y se quedó dormido. A la madrugada, sentí que me tomaba la mano. Una lágrima le corría por la mejilla y se perdía entre la comisura de los labios. Me pidió que me agachara. Me dijo:- Gracias, trata de ser feliz. Dame un beso.- y cerrando los ojos expiró. S

Nunca voy a saber si era bueno o malo. Siento mucha pena por él. Tal vez si alguna vez nos reencontramos pueda decirle que lo quería un poco. Que lo respetaba y que admiraba su don, el de coser tan bien.

DE UN LIBRO INÉDITO


Llegando a una cima de la vida arrastro
una enorme red con ternura  elaborada
- sacrificio de horas  de  almanaques-
van prendida en ella como anzuelos
herrumbradas  penas, añoranzas mohosas
algunos agujeros, provocando la risa
tal vez color de sol o extraña maravilla
aquella flor marchita, un cuchillo de azúcar
un peso infinito que atropella los besos




DE UN LIBRO INÉDITO


Por cierto       pasó algo
un  día despertamos al amor dormido
descubrimos el dulce sabor de la arena tibia.
Fue un sordo sabor perdido  desplegando las alas
sobre el agua del lago con 
pétalos de  flores flotando de colores muy suaves
acunando la nave.

Sabes     a veces       te descubro entre la maleza que te esconde.
Brillas con la lluvia y el cielo aclara la mirada
que propone sin saberlo
un amor que edita a cada beso el recuerdo
verdadero del sentimiento que siento.
Amor    esto es amor.

Y vuelvo a reencontrar la materia de mis sueños.

DE TRENES, HOMBRES CON HISTORIA Y OTRAS COSAS. (INÉDITO)


1-      EL MILAGRO
                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain
                                                                                                       
            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.
            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.
            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.
            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.
            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.
¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?
            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.
            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

COMO SI ME OLVIDARAS CADA NOCHE




Para recordarme en la mañana que estamos vivos.

 Recuérdame que aun late mi corazón herido

Recuérdame que sale el sol y brilla en sus ojos la vida plena

Recuérdame que hay un solsticio de invierno donde duermen las hadas

Recuérdame, que he vivido esperando con la mirada puesta al este

Recuérdame que no me despertaré con alguien sin conocer su nombre

Porque si me olvido de ser yo misma

Porque si huelo al viento y no penetra el perfume de las retamas

Porque si me siento sobre una roca cerca del mar y no te veo

Porque si tus brazos escapan de mi cintura profusa de enrona

No seré yo. Será mi cuerpo perdido en la penumbra de la muerte.

No serás tú, mi consejero y amigo de milagros esperados.

No será la vida, ni el sol, ni los tulipanes, ni las dunas…

Ya seré un recuerdo en la fachada desdibujada del calendario

Que ha perdido su color y su hermosura. Entonces me olvidarás.

Cada noche me olvidarás y en la neblina seré aire, humo y nada.

CONTRABANDO DE ESCLAVOS




Los habían arrastrado de la zona donde ellos habitualmente cazaban o iban a pescar. Tenían sólo cerbatanas y arco y flecha. Los hombres unos palos que echaban fuego como leños hirvientes. Los ataron unos con otros y los llevaron a la orilla del mar para subirlos, a los azotes, a un enorme barco de madera y humo. Su mundo derrumbado. No hablaban las mismas lenguas y peor era no entender lo que decían los blancos de pelo rojo como el monstruo del que les había hablado el anciano de la tribu en la infancia.
Y el barco se deslizaba entre un mar negro, invadiendo entre una paz fría y quieta de los seres de su profundidad animal y ellos, ellos contemplando asombrados al gigante que trataba de hendir su dichosa paz. Así era la nueva barca y un tumulto de olas que arremetían contra el barco con furia y codicia los sacudía.
Los hombres se apretaban en las hamacas en la profundidad donde se escondía lo poco que quedaba de agua y comida. Nadie tenía fuerza para atropellar a los que con un látigo estallaban en sus espaldas dejando marcas rojas, ira y fuego. Las miradas como carbones crepitaban odio, pero los hierros a los que estaban amarrados les impedían alzarse. Los negreros comían y fumaban sus pipas de cerámica sin mirarlos siquiera. ¿Adónde llegarían y cuántos? Si se iban muriendo lentamente de hambre y frío, de sed y miedo.
Ômorobo sentía asco por estar mezclado con otro infeliz que lo miraba suplicando piedad. Él, era un rey en su comarca. Tenía esposas que lo cuidaban y muchos hijos. Los animales que poseía eran compartidos por su gente. Allí, en cambio, se arrebataban los mendrugos de una comida hecha con fécula de mandioca y agua y el agua olía a orines. Él, tenía los labios rotos por la sed, pero no bebía ese líquido ambarino. El que lo hacía comenzaba a vomitar y se deshacía por los cólicos internos. Al poco tiempo moría envuelto en excrementos. Los hombres de pies de cuero, los tiraban con fuerza al agua y desaparecían. Los sacaba, una vez cada tanto y podía respirar, robaba un poco de agua limpia de una bolsa de cuero que usaba el más viejo de los blancos. Por la ubicación de las estrellas se daba cuenta que iban hacia el oeste y el sur. Estaba flaco y débil. Pero el orgullo lo mantenía alerta. Quedaban pocos, menos de la mitad que iniciaron la travesía. Algunas noches de tormenta los soltaban de los aros de metal que los ataba a los postes.
Una semana más y negros nubarrones y un viento helado, comenzó a zarandear el barco de tal manera que no hubo manera de sostenerse. Bajaron y los soltaron. Pero el maderamen chirriaba con el brusco movimiento de las olas enormes que los sacudía. Un estruendo enorme destempló la noche y la quilla se partió en mil pedazos. Volaban fardos, hombres y maderos. Ômorobo se abrazó a un madero que le permitió flotar. Hábil nadador, logró soportar la tormenta y se quedó dormido, pensando que moriría en ese mar maldito. Despertó con un ruido de tambores y se vio rodeado por gente de raro aspecto. No eran los blancos malditos ni eran los hombres negros de su tierra. Eran diferentes, pero amables, lo ayudaron con agua y en hojas de palmera le dieron un trozo de carne que devoró. Luego, su estómago lo devolvió sin vergüenza.
Pasaron unos días. No entendía el idioma de esa gente. ¿Adónde estaba? Un hombre vestido con una ropa blanca, de larga barba trató de hablarle en varios idiomas que no entendía hasta que vio que una palabra se la había escuchado a su anciano abuelo. “No eres esclavo aquí”. Esa palabra… esclavo, le retumbó en la cabeza. Vio que la gente vivía como en su tierra, en grandes cabañas de palma y barro, con su hoguera al centro. Había niños que corrían y jugaban con el hombre de barba. Cuando pudo caminar bien, se acercó a la casa del hombre. Lo vio rodeado de otros que compartían una calabaza con una bebida que sorbían con una caña fina. Un perro se acercó y le lamió una herida, lo apartaron y se reían.
¡Esta gente es pacífica, pensó! Podré vivir con ellos hasta que regrese a mi tierra. Ômorobo, no sabía que había llegado a América, a un país cerca del río más largo de la tierra americana y que nunca más podría regresar al África.


CANTIGAS ANTIGUAS


                 


Con penosa obviedad he perdido los destellos de tus ojos
Compartí la neblina que atraviesa tu cuerpo con la luna.

Amasé, entonces, la pared del silencio
Tus latidos abiertos al color azul grana del alma.
Atropellan los brazos de mi cuerpo inerte. Vida.
Cálmala con cantigas antiguas.
Verás que el sol vuelve en el horizonte arrebolando.
encontrarás tus pies en la pradera jugueteando con el verde
pasto debajo de los sauces y ceibos florecidos.
y una música antigua se infiltrará en las venas,
y una ráfaga de paz animará tu vida. Tu vida y la mía.

BRINDO





Brindo por la palabra que embriaga mis sentidos
Las que arrebatan mis sombras y las llevan al espacio
Brindo por los poemas que como fuego me encienden
Un fuego que juega limpio entre las manos hambrientas
Esas poetas que viajan al extremo, al paraíso esperado
Fuerza de diálogos vivos atravesando la vida
Reto a la magia del viento desparramando belleza
Brindo por ojos lejanos, por labios que dicen poemas
Por pasos de duendes que engarzan, melodías azules
Cascabeles celestiales, arpegios que crepitan en las calles.
Brindo por los que sueñan, los que trafican palabras,
Los que construyen montañas con versos y mariposas.
Por toda la poesía que vuela entre nubes blancas. Brindo.



AFUERA HACE MUCHO FRÍO


.                                                     

                                                        Hacia fierros, hasta sus músculos parecían bronce o piedra. Sabía que era súper “macho”, un metro ochenta y seis, con su cuerpo bien formado. Rostro armónico, cabello oscuro, ojos verdes. Estaba seguro que si lo hubieran invitado para ser modelo lograría ser famoso,  pero él era muy hombre para ese tipo de cosas. Sus compañeras de oficina le hacían todo tipo de invitaciones. Incluso las casadas. ¡Que minas locas!  Él era el que conquistaba.
                                                        Un día que cambió de horario en el gimnasio, conoció a  Regina, una mujer poco agraciada pero de un espíritu maravilloso y pasó lo inusitado: se enamoró. Ella era solitaria, inteligente y alegre.
                                                                   La vida comenzó a ser un privilegio: viajes, cenas en lugares mágicos, paseos a lugares novedosos. Pero un día pasó lo inesperado. Apareció el ex marido de Regina que sacó un arma y desrajó un balazo en el rostro bellísimo del muchacho.
                                                                   Ella lo amó hasta hacer que el hombre se transformara en un niño, el amor estrechó su vida hasta ahogar la esperanza.

EL PROFESOR DE ARPA




            Y sí, lo tuve entre mis brazos varias veces. Me dejó una sonrisa angelical como cualquier niño. Pero nunca imaginé su destino. La pequeña Raquel, era como una princesa para sus padres. Los mejores vestidos, las comidas más ricas, el amor con mayúscula. Siempre mostrando su forma de declamar poesías hermosas desde niña. En la escuela era ejemplo de respeto y calidez con sus maestros y compañeras de clase.
            Aprendió a tocar el arpa. ¡Ese fue el problema! Trajeron un maestro extranjero desde un país vecino. Era joven pero nunca preguntaron su origen ni su historia. Él, era un verdadero artista con el arpa. Y ella aprendió. Cuando cumplió trece años, ya era experta en el arte.
            El día que desapareció, los padres y la servidumbre se volvieron locos buscando e indagando por Raquel. ¡Nadie la había visto! Fueron a buscarla por los pueblos cercanos, nada. Se había volatilizado. Esa mañana llegó el profesor a dar su clase. Sorprendido, dijo esperar un rato por si regresaba. Y luego formal y compuesto, saludó y se fue. Antes pidió que le pagaran el mes completo.
            Al Tata Viejo le llamó la atención que pidiera dinero por adelantado. Pero con la ofuscación, no dijo nada. A Petronila le llamó mucho la atención que la niña, su niña, no le hubiera dicho nada. Ella pensaba que estaba enamorada de algún muchacho del pueblo que conoció en la plaza. ¡Pero nunca se imaginó la verdad! Raquelita era una chica tímida y callada, pero inteligente y formal.
            Pasaron los meses y una noche de tormenta, lloviendo a cántaros, sintieron un llanto en la puerta de la casa. Ágil, Petronila abrió con una lámpara encendida, la hoja del cancel y allí estaba. Raquel con un bebé, encinta. El cabello empapado y sucio de barro. Delgada hasta el delirio. Sollozaba. Se abalanzó a los brazos de su Tata y lloró y lloró hasta quedar dormida. Pasó un par de meses y nació el niño. Era un bebé sano y bello como su madre. Cabello oscuro como el del maestro de arpa.
            A Petronila no le pudo ocultar su verdad. Enamorada se había fugado con él. La hizo vivir en un lugar horrible. Pasó hambre y frío. Cuando se le terminó el dieron que le dieron, se fue. Ya era tarde, ella espera un hijo del maestro que recién descubrió que era casado con cinco hijos en otra ciudad lejana. Esa casa cálida y piadosa, la recibió con alegría y amor. Ella en su lecho amamantaba al niño que se prendía al pecho goloso y feliz. Desde la ventana de su habitación, miraba la luna en las largas noches de dolor y espera. Esperar un amor inexistente.
            Una noche bajó las escaleras y rompió el arpa en mil pedazos. Se abrazó al pequeño y corrió hacia el dintel de la ventana. Una mano fuerte la arrancó por la fuerza y la obligó a regresar a su cama. Y se quedó dormida. Soñó. Que una suave luz iluminaba en la noche cálida la cuna de su bebé que dormía plácidamente sin saber que su madre estaba desesperada. Soñó que él, volvía. Pero sacaba al niño de la cuna y lo tiraba como un bulto por la ventana. Soñó que se transformaba en un ángel y volaba.
            Raquel despertó y el bebé ahí estaba, retozando feliz en brazos amorosos de Petronila y su Tata.



miércoles, 20 de noviembre de 2019

LUZ




Armonía de estambres en la fiesta
Colores que aproximan los milagros
Voces y murmullos de sirenas en las aguas quietas
Amores sueltos, besos a la deriva por el viento
La piel, deslizándose en la bruma con perfume de violetas
Luz de luna. Luz de estrellas.
Caminantes solitarios en la orilla del mar
Encrucijada de manos sin espinas
Un abrazo de hilachas vegetales que emigran
Ilumina el camino de la tierra herrumbrada y ciega
Teme perderse en la arena pegajosa de la playa
Sombra de pájaros en la tarde azul roja del invierno
Las plumas vuelan como mariposas olvidadas
No me inquieten, dice, la mujer descalza que camina
Y la luz, atraviesa una figura de marmórea herida
La luz acomete en la fragua de los labios secos.
Silencio. El poeta duerme. La glorieta se adormece.
La luz, la luz, da vida a la mirada que se pierde.


MUJERES DE LA TIERRA


Las mentiras os han transformado en peregrinas.
Mujeres de arena
Mujeres de barro
Mujeres de piedra.
¡No se vistan de verde que es color de tropelía!
Vístanse de blanco que es color de Paz.
El color de la arena es el sol en las venas,
es color de esperanza
 persistencia
de espera.
Son cuarenta los años que robaron sus tierras,
son cuarenta los sueños escondidos en guerra,
son cuarenta millones de lágrimas derramadas, pero
con la fuerza de la sangre “Bere Bere” y beduina;
lograrán ser oídas, observadas, creídas.
En las noches del desierto junto al fuego hogareño
volverán las historias del latrocinio vivido.
Mujeres Saharaui, extranjeras en sus tierras
El mundo las contempla con la misma creencia de otros pueblos
sufrientes, sometidos, probos, oprimidos.
Mujeres Saharaui sean inquebrantables
sus ancestros las guían.


MUJERES DEL PUEBLO SAHARAUI




Bellas, sensibles, luchadoras
Atareadas en su lucha desigual, por la arena que cubre sus hogares.
Con las manos escaldadas con el fuego de su fragua elemental.
Tras sus velos, sus tiendas y sus hogares
como flores del desierto caminando juntas van,
de la mano de sus hijos y El Corán orando silenciosas.
Las valientes mujeres del desierto nunca huyen del deber,
son como el sol que cada día cae a pleno en la tierra,
como el viento que murmura entre las dunas,
como palmas de acero, de vertientes que arrecian con la luna.
Son mujeres que defienden su palabra, su cultura y su hogar.
Las vi en las Medinas cual palomas asombradas,
compartiendo sus tejidos hechos al telar, presumiendo
la bondad de los colores, recelando por la bella calidad.
¡AY, mujeres, libertarias en sus sueños de igualdad!
No se alejen de la historia de su pueblo, el valor y la virtud
que trasciende en otras tierras, tan lejanas como ésta tierra mía.
Sus plegarias son murmullos que escuchamos desde el orbe estelar.


LA TIERRA GIME




Pasa el agua entre el cieno
Abandona el oro
La calma del fulgor se apaga.
Ya no es la misma tierra
Se ha desgarrado
Tiembla la muchedumbre con su vibrato
Muerte. Muerte han gritado.
Se abalanza el barro sobre las calles.
Los pájaros huyeron. Asedian los cuervos
Todo es espanto.
Se ha cobrado venganza por el maltrato.
Tierra no mueras aun.


LOCURA



En la zona de mi locura hay una mariposa transparente que juega con mi alegría.
Tiene alas de seda y gemas multicolores.
Y una sonrisa de ocaso azul y de estrellas.
Vuelo cabalgando en el fuego esmeralda de la vida,
soy una amiga de la aurora. De los sueños.
Mariposa celeste, tú, que me llevas a la región planetaria de mis sueños
esquiva ese dragón de papel y oro que  impide que te siga,
que impide que me crezcan alas para que vuele  al cielo,
al mar, a la campiña.
Busco la libertad de mi esperanza.
Quiero merodear en el jardín de jazmines y peonías.
Quiero  jugar con las hadas, mis amigas imaginarias
mis fantasmas, pequeños genios buenos que atesoro.
Mariposa no te acerques a mi luz que puedes perder el brillo de las alas.
      Volvamos al infinito

EL VIEJO CAFÉ DE QUILMES.


   

                               Es mejor poner el corazón, sin encontrar palabras, que encontrarlas...sin que el corazón participe.

Pablo se quedó sentado en la misma silla del mismo café de siempre. Su corazón estaba quieto. Un rumor envolvía el lugar, los parroquianos lo miraban con displicencia. ¿Todos sabían? O a él le parecía que cada uno de esos hombres y mujeres conocían los profundos horrores por los que había pasado. Lucrecia. Pensó en la lejana imagen de esa mujer que pasó por su vida con el fuego incontrolable de la pasión prohibida. ¿Adónde  estaría hoy? Será una mujer anodina, gris y amargada como está Tatiana, llena d rencor y encerrada por los miedos a la vida.
Tal vez, si la viera pasar cerca no la reconocería. Recordó el color de su piel, el perfume de lavanda de su ropa interior, las uñas esmaltadas color ciruela, sus tacones. La había amado. En la oficina disimulaban su frenesí amatorio. El jefe los observaba y con sus pequeños lentes de fisgón, parecía un búho nocturno al acecho. La codiciaba. Pero era mía, entonces era mía.
Un maldito día lo trasladaron a otra sucursal. A los pocos días la fue a buscar y la vio del brazo del jefe. Salió en un coche nuevo, brillante como el zorro blanco que envolvía su cuello. ¡Se vendió! La rabia le hizo cometer aquella locura. Lo pagó bien. Siete años adentro entre rejas. Después, lo natural. Buscar un trabajo digno en otra parte.
Se fue de la zona y se conchavó en un almacén enorme de los suburbios. Allí conoció a Tatiana. Era tímida y callada. Una fémina sin instrucción ni clase, pero le tenía la covacha y la ropa bien. Le dio tres hijos, rubios como ella, insulsos como ella y necios como él.
Ahora, que ella estaba al borde de la muerte, con una enfermedad sin cura, se daba cuenta que nunca la quiso, pero la respetaba. La cuidaba. Y los muchachos, que habían partido de la casa, ya tenían su vida lejos y mejor que la de ellos.
Terminó el cigarrillo y el café. Dejó dos billetes junto al azucarero. Cerró el periódico y lo dejó junto a otros en un revistero. Tomó el sombrero y se lo caló hasta las cejas. Luego apretando la gabardina miró a los comensales y se fue derechito a la calle. Bajaron, todos, la mirada. ¡Ahí, estaba su foto! En la portada a todo color.
“Una vez más, el “Chacal” de Quilmes, degolló a su mujer”. La pobre, estaba desahuciada por la ciencia y él, haciendo gala de su experiencia, le cortó la garganta.
Caminó calle arriba, llegó al distrito 66 y se entregó. Pablo Rinocenti, se había condolido de su mujer enferma y del sufrimiento que padecía. No tenía dinero para pagar sus drogas y solo, no tuvo el corazón para dejarla seguir padeciendo…total, ya conocía la oscuridad de la celda cuando mató al fulano que le arrebató a su amor. 

LAS FLORES DE MI JARDÍN EN LA MONTAÑA

 PEONÍAS ROJAS QUE CULTIVO EN VARIOS COLORES: BLANCO, ROSA, MORADO, FUXIA Y QUE HE HEREDADO DE MIS ABUELOS PATERNOS.
 FLOR DE bRUCUYÀ O PASIONARIA, QUE POR EL CALOR Y FALTA DE AGUA MUERE RÁPIDO.
 PEONÍAS COLOR ROSA FUERTE QUE ESTÁ BAJO EL SOL DE LA MAÑANA.
MIS POBRES TLIPANES TERMINANDO SU VIDA HERMOSA.

AQUELLA JOVEN DEL ABRIGO COLOR VIOLETA



            ¡Conocer por el periódico o el noticiero la muerte de una joven de no más de veintisiete años, en medio de un parque, con signos de haber sido duramente golpeada; no es ninguna novedad! Casi se puede decir que es algo corriente.  Atados al alcohol, pelean sin ton ni son.
Unos mueren en accidentes, otros con ingesta de vino o Fernet hasta caer en coma y casi todos entran perdidos por las drogas en las guardias médicas. Los pobres periodistas ya no saben qué agregar para darle un tono diferente y llamativo a la noticia. El locutor más asombroso, fue el que se secó una lágrima en público, diciendo que podía ser su hija. Le respondieron airados, cientos de personas, llenando el Facebook del canal, que eran padres o madres de hijas o hijos muertos, en forma semejante. Por lo que nunca más recurrió a tal artimaña para atraer a la audiencia.
            El tema de la mañana, me pegó un golpe bajo, cuando hicieron un paneo y vi el abrigo color violeta de la infeliz chica. Reconocí el que vendí la semana pasada en la pequeña boutique donde trabajo. Era de buena calidad y tenía un detalle, que inevitablemente, me hizo sentir como parte de la historia.
 Ni loca me presentaría a la policía a contar que, una simple empleada de “Madame Rouge”, sabía el nombre y domicilio de la víctima. ¿Y si la habían matado rufianes a sueldo de la mafia o algún oscuro asesino, de esos que matan en serie? Me iba a ver innecesariamente involucrada y capaz que, por hacerme callar, sería  la próxima víctima.
Cuando vi la foto me sorprendí. No era la mujer a la que le vendí el modelo. La otra era rubia con mechitas color cobre, ojos verdes y nariz súper operada, colágeno en los labios y pechos de cirugía. Altísima, los pies  y manos muy cuidadas. Y un tono de voz indescriptible. La mujer que vi en el periódico era morena, de rostro anguloso, ojos marrones y cabello oscuro.
Pensé que era imposible. Mi jefa jamás hubiera comprado dos abrigos iguales para vender y menos, a ese tipo de muchacha vulgar, que mostraban las fotografías. Guardé la hoja del diario en el bolso, cuando llegué esa mañana al negocio la dueña del local estaba allí. Me sorprendí. ¡Nunca llegaba tan temprano! Se veía ojerosa y muy nerviosa.
Me cambié. Calcé tacones como ella exige, me maquillé más y perfumé con loción Madame Rouge, que tiene mucha canela y vainilla, difícil para mi nariz. No es de mi gusto. Me quedan bien las frescas y cítricas. ¡Pero este trabajo es muy bueno y no lo quiero perder!
            Cuando me acerqué a su escritorio, la vi rodeada por dos hombres más o menos jóvenes. Uno era rudo y con un vozarrón que atravesaba el cerebro. El otro, un poco más joven. Gentil, delicado sin exageración y muy educado. Hablaban a media voz. Al acercarme más, me clavaron la vista. Sentí frío en la espalda y, como si fuera un mono enjaulado, quedé prisionera del momento.
             Me sentaron junto a ellos. El mayor comenzó a interrogarme. Miraba con ojos de metal hiriente derechito a mis pupilas. Que si  conocía a la víctima. Qué si tenía su filiación. Qué si la acompañaba alguien. Y mil interrogantes más. Expresé: “¡Sólo había vendido la prenda al contado, no recogió la factura, que tiré luego de unos días! ¡Que la mujer estaba muy apurada y ni se había probado el abrigo! ¡Ah, y estaba sola¡”. Eso dije. No era verdad.
            El miedo me impide imaginar por qué callé detalles. Le temo a los hombres y más aún si son de investigaciones. A esos les huyo. Sobreviví a uno —mi papá— que me hizo escapar del pueblo donde nací, de la familia y de todo lo que amaba.
            Sara, mi jefa, me observaba sorprendida e inquisitiva, ya que soy amable y graciosa, vivo haciendo chanzas. Estaba seria y en silencio. Sólo me levanté de la silla para atender a una clienta que viene muy seguido, lo que hice rápidamente. Ella, la jefa, escrutaba mi rostro y yo, indiferente, evitaba confrontar con aquellos hombres.
            Salieron del negocio dejándonos un papel con los teléfonos anotados por si recordábamos algo. Ni loca les llamaría. Imaginé ser perseguida por una horda de delincuentes capaces de asesinarme. Los que matan en serie como en el cine.
            Traté de evitar a la señora Sara, inútilmente. Se sentó con su consabida taza de café con un chorrito de gin, encendió su pipa — fuma en pipa— y comenzó a indagarme.
            Intenté no abrir la boca. Sabía muy poco de mi vida y odio andar por ahí contando mi dura existencia. Pero fue imposible. Hablé de un solo tirón. Me explayé. Exigí, eso sí, que me guardara el secreto.
Le mostré la factura con el nombre de quien compró el “abrigo violeta”, su dirección y teléfono. Le aseguré que no era la misma persona. Esa que mostraba la tele. Quedó sorprendida y molesta. Conmigo no, sino que para ella había algo raro, como decía mi mamá: “Gato encerrado”.
Tomó el teléfono y marcó el número que había en la factura. Atendió una voz femenina, con el mismo timbre que yo le oyera en el probador, cuando vino a la boutique. Sara le pidió, si podía venir a la tienda porque había encontrado una falla en la prenda de ese modisto. “Le encargo que traiga la que le vendí”, aclaró. La mujer, muy ofuscada, dijo que se le había perdido. Que alguien se lo arrebató en el playón del supermercado y que no tenía tiempo, viajaba esa misma tarde a Miami. Cortó la comunicación. Eso molestó mucho, intrigó a la señora y se tentó de avisar a los investigadores.
Sucedió, igual, algo inesperado. A minutos de esa llamada, llegaron dos encapuchados. Armados hasta los dientes. Rompieron todo el negocio buscando lo que tenía escondido en el lugar menos accesible de la boutique. Ni pienso decir donde oculté el talonario con las facturas y datos de los clientes. Golpearon a Sara, a mí no porque sé escabullirme, no por cualquier cosa salí del pueblo.
Luego de romper todo, a uno de ellos se le deslizó algo, inadvertidamente levitó detrás del maniquí. Me moví como un gusano cubriéndolo con el cuerpo. La energía negativa de esos tipos me alteró mucho. Quedamos deshechas, pero vivas. ¡Era una advertencia, si hablábamos nos matarían! ¿Así son esos malvados?
Cuando pude erguirme, atrapé lo que se le cayó al tipo, vi que era una foto. Era la mujer rubia, la del abrigo violeta, pero estaba tal cual debe ser en realidad… ¡Un travestido en sus ropas de entre casa! Ahí pude comprender lo que había pasado por alto. Yo había atendido a un hombre y probablemente era quien mató a la mujer morena. ¿Sería mujer u otro travestido?
Mejor fue que, tanto Sara como yo, nos metiéramos la idea de ser justicieras, en un cajón de la boutique. Y a los policías no decirles un ápice. ¡Tal vez, ellos estuvieran involucrados! Rompí los papeles que había guardado,  uno por uno, y los tiré por el desagüe del baño.
            Me mudé a otra ciudad y la señora Sara se fue a vivir a Miami. A veces recibo una llamada suya para consolarme. Nos enterábamos por Internet de los pasos que seguían a los grupos activistas que trataban de imponer un límite a la muerte de travestis y gay en la gran ciudad. ¡Nada lograban!
Un día, en el metro, me enfrenté al personaje del abrigo violeta de la vieja historia. Me miró asombrado. Pretendió detenerme tomándome del brazo, aplicando una fuerza brutal en mi muñeca. Aún no recuerdo cómo logré zafar y desaparecí entre la multitud en la estación. Pero huí al oeste en busca de otra oportunidad. 
            Estoy cansada de evadirme de este grotesco infierno de violencia gratuita que me rodea. Mi infancia fue un mundo de mentiras y maldad que oculté. ¡Apariencias!. Mi juventud que recién comienza y a la que tengo derecho es el futuro. ¡Por eso me dispongo a otro cambio más! Quiero ser libre.

EL BERRETÍN DEL “GALLO” LEIVA EN EL REÑIDERO




            Diga, Don —dice el Enano, mirándose en el espejo de agua de los charcos en la calle—. Diga la verdad, anímese de una vez.
          Su rostro surcado por una antigua cicatriz de facón malevo, le regala una expresión oscura. Oscura como el alma. No atina a quitarse el chambergo para evitar la mirada aviesa de las minas. Son curiosas las mujeres y él les tiene ojeriza. ¡Claro, si siempre se tenía que subir al tablao del cabaret o a la barra del bar donde se deslizaban las copas de Fernet, de vino tinto o de grapa, para mirar y que lo vieran! Nació normal. Nunca creció más del metro. 
Su padrastro le gritaba palabrotas cuando era apenas un gurrumín de seis o siete años. Lo hubiera matado, al infeliz, si hubiera alcanzado el tamaño suficiente. “¡Ya va a crecer!”, decía la madre. “Crecer. ¿Cuándo, cómo? ¡Destino de hijo “chimbo”!, masculló el padrastro. Nadie creyó en el futuro. Tampoco quiso irse con un circo de mala muerte que pasó por Avellaneda, justo, justo cuando cumplió quince años. “Si se une a la tropa, le damos casa en un carromato, sueldo, comida y la ropa para que ayude al Minguito, el payaso”. No quiso. No podía aceptar ser un idiota jugando a ser el hazmerreír de todos. Después sucedió eso.

            “¡Dele, si el Jefe sabe, tal vez haya otra oportunidad! Si vos hablás, digo, Disculpe Don, tal vez si habla la cosa se aclare y el Jefe acepte. Nunca vienen mal los morlacos de una nueva riña. La cana está untada por su mano generosa”. La voz aflautada llena de risa el ancho rostro hostil. Es burlesco. De mentón pronunciado y robusto como todo él. Piernas tan cortas y gruesas, que se bambolea al caminar.
            Con saltitos de gorrión herido sobre los adoquines húmedos es el modo de atraer la mirada del hombre. Leiva duda. Ese Enano sin nombre no es tipo de fiar. No le gusta su modo. Es un truhán. Algo le huele mal.
Duda y desconfía. Los ojos se achican para poder observar cada gesto, cada pequeña señal imperceptible para otros, pero no para él, acostumbrado a tratar con esos rufianes. Todos perros de cuenta con prontuario. Hábiles y abusivos. Eso son, mafiosos de pacotilla. Él conoce a otra gente maleva, pero malevos de verdad. Tipos que arrastran su historia de burdel y garito. De traficante y contrabando entre las dos orillas del Plata. Río lleno de fabulosas historias.
Río que desliza la sangre de tanto fulano vendido al fangal de la ciudad. ¡Tan bello! Ese río que algunas veces atravesó hacia Montevideo, para apaciguar memorias.
Leiva conoce el lugar exacto donde está enterrado el tal Rearte, junto a los gallos de riña. No se imaginan el sitio.
            ¡Cante, Don! Diga que el dueño del reñidero está donde está y tal vez nos perdonen la vida”. La cintura, apretada de sudor oloroso a miedo, le ofrece un retortijón de tripas. “¡Vamos, usted sabe!”.
           Recordó...
La llovizna comenzó a torturar los cortos huesos del alfeñique. El vapor que se levantó de las piedras envolvió a los hombres apretujados. Una luz agazapada desdibujó los cuerpos que se avecinaron bajo el alero del galpón del Jefe. Un olor a pluma mojada y el griterío de los bichos comenzó a trepar por las paredes del sucucho. Los gallos de riña han llegado de Montevideo en jaulas prolijamente custodiadas. Ese galpón fue un frigorífico inglés, ahora es un aguantadero del patrón. Ya se armó el círculo con los ponchos de obreros que vienen a jugarse la quincena en la pelea.
El tufo a tabaco negro, a sudor, hediondo a macho y a mugre; mitiga el olor del plumerío húmedo de los animales. Están con los picos adornados con metal o atados con ligaduras de cuero. La cabeza tapada, para que ciegos, ataquen sin piedad. El batifondo impone un tiempo de espera. Un injurioso tiempo negro.
            El Enano ingresa al reñidero. Lo hace como si fuera un gigante, un rey, un triunfador. Ha logrado el consentimiento del Jefe para manejar la riña. Un tipazo, el Don. Dueño de medio Montevideo. Eso se murmura aunque no está comprobado. El empresario aceptó el entrevero por diez mil pesos fuertes.
            En medio del rugir de los hombres se produce una señal conocida. Causa un silencio feroz, y la pequeña figura empinada en el elevado taburete de madera reluciente, les habla:
       —¡Hoy pueden apostar, la suerte está echada. Don Leiva, pone diez mil pesos fuertes a sus gallos de Uruguay!   
      Desciende y atrapa billetes en sus robustas manos regordetas. La cicatriz brilla con la tenue luz que proporciona un farolito sobre el círculo vital.
        Entra un tal Rearte, custodiado por un puñado de holgazanes violentos. Viene derechito hacia el Enano, pero una mano lo detiene. Don Leiva, le muestra su cintura, donde brilla el facón. Señalando al mequetrefe le indica que allí hay mucha guita. Igual pone mucha mosca contra las aves del otro. La puja es a muerte.
      Comienzan a soltar los animales, que ebrios de odio, se tiran picotazos a los ojos. Empieza, la arena del reñidero, a cubrirse con sangre negruzca. Entre los espolonazos, que en cada salto se dan los pequeños demonios plumados y el sordo sonido de las gargantas ebrias de codicia escondida, no advierten que una atroz tormenta comienza a azotar los techos metálicos con un silbido confuso.
   La noche avanza en un tráfico de risotadas y dinero que pasa de mano en mano. Van cayendo los más débiles. Los gallitos menos famosos. Plumas. La negra nevisca azulada queda danzando una melancolía agónica. Desde las pequeñas gargantas de las aves que boquean en la tierra ya no sale sonido alguno. Heridas, muy heridas, agonizan. Va ganando Rearte. Sin escrúpulo llegan otras. Son rivales de colores tornasol. De pronto, se abre la puerta y se dibuja a contra luz, la figura del Jefe. A su espalda, la lluvia cubre las pisadas.
            Corto y ancho. Con los ojos pequeños rodeados de bolsas rojizas y magulladas por el alcohol. Los labios son finas cuerdas apretadas, la nariz afilada cae sobre los breves bigotes con un gancho agudo y húmedo, que gotea sin vergüenza. Grasoso, su pelo desmechado, es un penacho abundante y dislocado, semejante a plumas, elevado hacia atrás por el unto de Glostora. Es una cresta negra y aguda que desconcierta a quien osa mirarlo de frente.
 Tiene las manos de dedos agarrotados y articulaciones artríticas. Están enfundadas en cabritilla negra. Son armas letales. Se saca parsimoniosamente los guantes. Las uñas largas, cubiertas por cápsulas de oro, refulgen con la tenue luz.
Detrás una feligresía mafiosa, a la que impone fuerza con la simple presencia, retrocede. De un salto, el Enano, baja del alto taburete. Servil, se acerca al Jefe y le muestra el chambergo donde ha estirado cada billete de la apuesta. Ni mira. El Jefe no pierde el tiempo en pequeñeces. Camina con la displicencia propia de los poderosos.
            Hace un ademán y sacan de sus jaulas los mejores. Los campeones.
Sus pequeñas cabecitas cubiertas con un ínfimo capuchón de terciopelo rojo. Parados en tierra, con sus garras aguzadas, espolones cubiertos con regatones de plata que brillan en tiniebla y humo, que lo envuelve todo, se agitan. Apenas le arrancan sus mascarillas de terciopelo, ya despabilados, se enfrentan. Un extraño cloqueo furioso y una pirueta sincrónica de dos gallitos quiebran la infortunada tranquilidad, cuando las uñas de metal abren el cuello desplumado de los animales. Una masa sanguinolenta cae revuelta en la arena.
¡Ha perdido los mejores ejemplares! Y la plata. El Jefe saca su cuchillo y, sin más, lo clava en la frente de Rearte. La punta y el filo continúan su camino destrozando el cerebro. Cae de rodillas, apenas sostenido por uno de sus secuaces. En una suave oleada de sangre se desliza el cuerpo flácido. De inmediato, cada hombre sale en completa mudez.
El Jefe toma tranquilamente los billetes, lamiendo su mirada burlona, a los atónitos jugadores oponentes. Se acomoda el chambergo. Sale pausado y se sube en el automóvil que lo espera. Desaparece por donde vino.
Huyendo de lo que allí se avecina, los obreros, cautelosos, escapan por entre las aberturas de las paredes. La noche tormentosa envuelve a cada uno con una bruma en capa de bondad. Se obliga silencio a los testigos. Nadie vio nada.
           
Apenas despunta el día el galpón está limpio. Nada muestra lo sucedido. El sol calienta las chapas y adentro de la zahúrda, se vende parte de la cosecha de patatas que, en varios carros, ha entrado desde las cuatro de la mañana. Se han desembarazado de gallos y despojos. Un auto policial da una vuelta por los alrededores sin mayor convulsión. Es seguro, los mandaderos de Rearte han hablado.
 Acá no pasa nada. La calle transitada como siempre. El tranvía, indiferente, hace sonar su timbre avisando a los chiquilines que se tiran delante de la parrilla para susto de los transeúntes. Las mujeres compran magros pucheros. Los muchachos siguen con juegos de la vagancia. Nadie vigila los movimientos por un pacto gregario. Todo es terror al Jefe. A sus secuaces.
            El Enano, ahora vestido de paisano, se ha acodado en la puerta y observa astuto a cada tipo que camina por allí. El paisaje es de una bella estampa familiar.
           
            Llega un furgón de la comisaría del oeste. No es la gente sobornada por su patrón. Son de otro cuartel. Apremian. Obligan a mostrar las papeletas. Dar nombres y domicilios. Preguntan por Leiva y por el Jefe. Hablan de Rearte y de sus importantes contactos con los diputados. Revisan palmo a palmo cada rincón del cuchitril, sin encontrar nada. Nada. Ni sombra de sangre. Ni olor a gallo, ni a humanos avinagrados por la ira.
            De pronto aparecen dos coches negros con cuatro fulanos bien trajeados, zapatos de charol lustroso, sombrero de fino tope. Descienden y caminan ansiosos por el lugar. Uno se para junto al Enano, que indiferente, secunda a los carreros. Disimula su miedo. Anota ágil, cada pila de bolsa que descargan.
Los diputados esgrimen sus fueros opulentos. Son los que dominan el otro lado de la ciudad. Parecen sabuesos. Con pasos felinos atraviesan tratando de tropezar con algún indicio de Rearte. El suceso es una trampa mortal. Nada. Nadie. Todo está en su lugar. Inocente, un gato se lava la pelambre negra sobre el taburete del Enano. Se acercan con suavidad deslizando al chaparro un sobre. Queda en la mano reducida. Hacen un gesto y salen. No se vuelven a mirar.
            Cuando logra sobreponerse a la sorpresa, abre la nota. Encuentra mucho dinero. ¡Nunca volverá a ver tanto en su vida! En silencio guarda bajo el poncho el unto. Pero conoce bien al Jefe. Ni soñar la traición. Hombre muerto seré. Pero siempre hay un pero y se pone a imaginar. Deja pasar los días. Le manda un mensaje a Don Leiva. Quiere hablar con él.
            Al principio el Gallo Leiva se resiste. Tiene miedo. Es buen consejero el terror. Pero se afloja lentamente. Sueña con rehacer su puñado de gallitos bravíos. Hay mucha guita de por medio. Hay poder.
            El berretín de don Leiva son los gallos de riña y le hicieron una mala jugada. Perdió a sus mejores emplumados de pelea con los uruguayitos. Aprieta el facón a la espalda, se cubre con una gabardina enorme. Se sube al tranvía que va para el oeste.
            Cuando pasa por Valentín Alsina, desde la ventanilla, ve pasar un cortejo fúnebre y se toca los güevos como le enseñó su abuela.  ¡”Trae suerte muchacho. ¡Aleja la mufa!”. Pero un frío letal le atraviesa la espalda.
 Nunca traicionó a nadie y es muy macho para eso, pero tiene entre ceja y ceja, la mala racha de esa noche. Agranda el odio. Los gallos. Sus adorados gallitos. Y ese hijo de mil putas que le hizo esa cabronada. Tiene que hacer algo y él lo va a hacer.
            Suena la campanilla y se detiene el bondi, dejándole el espacio mínimo para descender en la avenida donde viven los bacanes. Camina apurado las dos calles que lo separan de la casona del Diputado. La magnífica mansión es enorme. Tiene rejas españolas. Un parque parecido al de un rey. Dos hombres custodian una enorme puerta con herraje dorado. Igual, detrás de esos ventanales no ve a nadie. Se esconde y observa. Algo le comienza a subir por las piernas como una hiedra venenosa, el miedo helado, se enrosca en sus pantorrillas. Sube y sube. El corazón está por estallar. Ve el auto negro. Él conoce bien el nuevo Mercury negro. Está apoyado en el brillo espejado un chofer.
 De pronto, lo inexplicable. Él conoce bien al Rengo Millán. Es cómplice del Jefe. Pero es a quien ve salir, restregándose las manos, junto al Enano” que corre tras de él asustado y arisco. Suben rápido al espléndido automóvil que se aleja.
 Luego, aparece un furgón con el escudo de la gobernación. Descienden dos hombres vestidos con traje oscuro. Parecen empleados de funeraria. Se toca otra vez. Abren la portezuela de atrás y sacan siete jaulas con gallos de riña. El Gallo Leiva comprende.  No va a caer en la trampa. Su berretín se va desdibujando en un frío que lo ahoga.
            Sale el diputado sin siquiera amagar pararse; sus hombres de confianza miran hacia todos lados. Lo cuidan. No le teme a nadie. ¡Así son los negocios!
Leiva se achica tras el gran plátano que se descascara como él.  Se cubre bien con el piloto y camina rápido desandando la calle que atraviesa urgido por el terror. Se aleja. En otra avenida paralela, que le parece eterna, sube casi sin aliento a un taxi. No se detiene. ¡Cuánto más lejos mejor! “¡Al puerto, a la Boca!”. Allí están sus amigos.
Llega y se baja sin aliento. Corre por la dársena empedrada. El Cholo Quisque lo ve tan desalentado que sin preguntar siquiera, pone en marcha el motor de su lanchón herrumbrado y apunta la proa a Montevideo. El agua negra del Río de la Plata, lo esconde con un vapor sediento de misterio. Allá en la otra orilla estará un tiempo tranquilo. ¿Tranquilo? Tal vez en la otra orilla logre estar por un tiempo sin el pesar que lo ahoga.
Una ráfaga helada le vuela el chambergo. El rostro ceniciento está deformado y en silencio. Flota un minuto el sombrero en los remolinos del río y se pierde en la bravura del agua.
Puta con el enano de mierda. ¡Cholo, traeme un vino tinto para no pensar!
Bebe en silencio.