viernes, 3 de julio de 2020

UN EXTRAÑO EN LA TIERRA




Llegó con el silencio y sigilo de los desconocidos. Pantalón de lona y alpargatas viejas. Un sombrero sudado y deforme como las manos en sarmientos resecos, artríticos y secos. La mirada gacha, agazapada en desuso de amistades y vecindad de hombres.
Tez morena y piel desgajada con el sol salitroso de las viñas. Sediento, se agachó sobre un grifo y bebió con ansias el líquido que fluía a borbotones. Un raro ruido partió de la garganta del hombre. Me pareció un desgarro de animal doliente.
Me tendió la mano y pronunció un saludo. Albano Sosa, para servirle. Me sequé las manos en el delantal, estaba amasando el pan, y le estiré mi mano, que como paloma blanca se perdió entre los cayos de la suya. Sombrero en el pecho con la otra, artrítica hasta el dolor de ser hachero y podador.
Busco trabajo, si lo tiene. Dijo en un masticado decir de castellano de poco uso. ¿Casa y comida como pago? ¡Ah, algo de tabaco para el vicio! Su cabello ralo, hirsuto y graso, se despeñó sobre los hombros y la espalda. Era un hijo de la tierra, nativo auténtico que arrastraba su indefectible pobreza y pena.
¡Eustaquio…! ¡Eustaquio, venga acá, lleve al hombre al cobertizo a ubicar sus petates en un catre! Ingresé en la casa, los fuegos crepitaban en el fogón donde pronto se cocinaría el pan y los pucheros. Cuando sonó el golpe del arado, que cuelga del peral del patio; aparecieron los obreros y se fueron entando en el tablón debajo del parral. Cada uno con su tristeza o alegría incrustada en el rostro o la mirada. Llegó el forastero.
Eustaquio baquiano, les dijo el nombre en un sustituto de presentación pueblera. Se sentó en una punta y alguien le acercó un plato y un tenedor, no había cuchillos a la vista. Un jarro de latón con agua. ¡El vino sólo en sábados de fiesta! ¡Hay que evitar peleas y refriegas!
Se bendijo la comida, costumbre de los campos de mi tierra. Y los platos rebosantes de carne y verduras con sabor a romero y laurel, despertó el hambre agazapada en los trabajadores de las viñas.  El pan caliente y sabroso, hecho recién por mis manos inquietas mejoró los rostros y alguno hizo un chiste y otro le contestó en su lengua. Después una canasta con frutas de la chacra. Y cada hombre se fue a descansar bajo un árbol del huerto o de la parte cercana a las acequias.
Albano, se levantó del banco y comenzó a recoger los restos de pan y pequeños trozos de carne adherida a los huesos. Los guardó en una pequeña bolsa y se fue a su catre. Se quedó dormido, sus ronquidos se escucharon desde mi dormitorio. Igual mi quedé dormida.
Un murmullo de hombres sorprendidos me despertó. Eustaquio hablaba con Albano. Había estado preso. Había encontrado a su mujer en su lecho con su compadre y el cuchillo voló. Una nube de sangre cubrió los cuerpos. Se presentó al comisario con la faca y fue para adentro. ¡Un gaucho no tiene quien lo defienda!
Me quedé perpleja. ¿Qué hago, lo sigo conchabando o lo echo? Lo hablé con mi vecino, Don Mauricio Ojeda. ¡Dele una oportunidad María! Así lo hice.
Han pasado diez años. Eustaquio nos dejó y lo llevamos al camposanto de Villa De La Cruz. Y es Albano el que lleva la chacra y los viñedos. Resultó hombre de pocas palabras pero fiel y sensato. Hoy  mi mano derecha.
    

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