jueves, 16 de julio de 2020

ESE GRAN ODIO



            La conocí a los quince años. Y ya la odiaba. A ésa, la que me trajo al mundo. A él, mi padre, a ese animal alcohólico y maloliente, nací odiándolo. No se asuste, comprenda, fui un niño anónimo hasta los trece años, ahí supe que tenía nombre. No era el Turco o el Demonio… algunos decían que era El padre del demonio. Y tenía siete años. ¿Ahora me entiende?
            Una mueca de dolor se agigantó, mientras refirió ese tramo de su vida. Omar, se apoyó en los codos, como buscando amparo a tanta pena. El rostro contraído y una mueca irónica, parecía la máscara del hombre intentando esconder los sentimientos. Ahora, como un rescatado de la muerte, vive haciendo tareas solidarias. “Tal vez, tal vez su verdadera madre trató de salvarlo de otro infierno peor al que vivió de niño. ¿Quién sabe?”, le dije. Se produjo un silencio, interrumpido por la intervención del teléfono que distrajo ese instante tan duro.
            Cuando me mostraron a mi vieja, sentí que tenía enfrente a un monstruo. ¡Era tan desagradable que no permití que me tocara! Su rostro era la imagen del vicio. ¿Alcohólica? Es probable. Dicen que vivía entre botellas. Vaya a saber, cuentan cada cosa por ahí. Fue prostituta y de las peores. Me abandonó apenas nací y pasé por cuanto instituto de huérfanos existió. Algunas veces recibí cariño. Otras, las más, golpes, desprecio y maltrato.
 Estoy acostumbrado a golpear, a insultar y me sorprende cuando las personas son atentas y respetuosas conmigo. Por eso soy golpeador. Sin embargo mi mujer me entiende; ella vivió lo mismo. Hablamos el mismo idioma. Nuestro idioma es la violencia. Pero… usted, entenderá que luego, con los años aprendí cómo y con quién puedo ser así.
            A los diecinueve años, me hicieron convivir con un matrimonio de ancianos de origen italiano, que me demostraron que se podía vivir de otra manera. Para mí, son mis únicos y verdaderos padres. Él, Marcos, me enseñó lo que un padre le debe y puede enseñar a un hijo. Ella, María es mi madre del corazón. Los respeto y quisiera sostenerlos hasta el fin de sus vidas. ¡Bueno, Marcos, ya murió! En 1995.
           Ahora yo cuido a la vieja. La mamá que me regaló el destino. La única que me dio amor. A la otra no la vi más. Me han dicho que murió. Estará tranquila disfrutando su juego sucio con Lucifer. ¡Sé que el engendro satánico que me procreó vive! Para mí, sólo si  muere podré ver el camino que empedrará hacia el infierno. ¡Tal vez, yo le seguiré por esa ruta! ¡Ja, ja…! Ni allí, creo, nos van a recibir.
            Mi actitud, fue sacarlo del tema. Omar me miró con un matiz tragicómico. Sabía que su testimonio era muy fuerte y que de alguna manera, me hacía sufrir. Lo invité con un café y comprendí que  necesita compartir su memoria.
           ¡Hace mucho que dejé el alcohol, bebo vino sólo en navidad y año nuevo! ¿Qué tal?
           No perdonó a sus progenitores. Escudriña la vida arañando relatos que den lugar en su corazón para un pequeño respiro. Volteó la narración para transitar mi vida privada. ¡Claro, nada que ver con la suya! Tuve una vida, casi diría, tan quieta, aburrida y falta de interés, que no serviría para ninguna novela interesante. Pero, para él, era importante. Hacía su duelo personal y aforaba sus desgracias.
            Déjeme decirle… tengo algunos buenos recuerdos de ciertos maestros. Fui un error en la inteligencia, no aprendía nada. ¡Pero algunos de ellos decían que era inteligente! El odio no me dejaba concentrar. Sólo quería demostrar que podía con mi horror. Hasta que una docente afirmó —ya tenía catorce años— que podía cursar sin estar presente. No entendí qué quería decir. Me enojé mucho. Una noche entré a la escuela y la llené de mierda, rompí todo y quemé papeles.  Me metieron un año en un reformatorio. Igual, hice dos años en uno y por fin egresé. Ahora soy un laburante. ¡Por eso estoy aquí! Tengo que reivindicarme.
            Más cómoda, me dispuse a darle la lista que me pedía para hacer reparaciones en la escuela. Y se alistó con una hermosa sonrisa a realizar un apoyo a la institución en la que trabajo.
            Omar, es un gran ejemplo para mí. Es su caso el que me invita a mostrar a otros que el abandono, la falta de compromiso y la violencia familiar, que hoy se adueñan de la sociedad, únicamente traen más violencia y odio.
            Le di la mano y me propuse seguir con mis tareas. Tranquila, pensé esa mañana en el futuro de quienes me rodean, sin dudar en contar esta historia. Segura de que, quizá, sea útil para quien que la lea.

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