Turquía era un viaje que me había inspirado mi amiga antes de fallecer.
¡No dejes de conocer Turquía, me dijo, es un país de ensueño! Vendí mi auto y
allá fui. No me arrepiento.
Estambul, tiene el sabor de la gran ciudad de miles de años e historia. La Mezquita Azul , que estaba en
plena restauración, donde encontraban antiquísimas pinturas cristianas
anteriores al apogeo Otomano, Santa Sofía que es ahora otra mezquita, y que
tiene menos minaretes que la anterior nombrada. ¡Gloriosas!
La zona donde están los hoteles es muy cosmopolita; según nos
explicaron, el país se estaba preparando de mil maneras para entrar en el
Mercado Común Europeo, para lo cual había abierto su mente todo lo posible a la
vida de Europa.
Conocimos el famoso “Mercado de las Especias”, donde se mezclaban
tiendas de comestibles: arroz, pistachos, dátiles y mil sazones con joyerías
donde el oro abarrotaba las vidrieras. Ropa, Carne de corderos que yacían
colgados en ganchos, verduras de mil tipos y pescados de mar, todo en secciones
interminables. Yo, que soy amiga de regalar quería comprar todo. No era caro y
les encanta regatear. Hablaban muchos idiomas, pero me manejaba bien con el
italiano. El único inconveniente eran los chóferes de taxis. A pesar de ser
musulmanes, y que su ley sagrada les impide robar, nos hicieron trampa con los
billetes de liras turcas. Hasta que me atreví con uno y amagué llamar a la
policía. ¡Nunca más nos pasó! Deben haberse pasado la voz: ¡Hay tres argentinas
que se avivaron!
Finalmente pasamos a la zona asiática de Turquía. ¡Una maravilla! Contratamos
un guía que era erudito en historia, hablaba perfecto español y era muy
simpático. Así, en autobús comenzamos a conocer ciudades y pueblos que están en
los libros de historia y hasta en la literatura universal. Conocimos Izmir
(Esmirna), Troya con un enorme Caballo de Madera que nos remonta a la Guerra de Troya (queda a
varios kilómetros del mar), Éfeso (eso relato aparte) y llegamos a la capital,
Ankara.
Éfeso es un lugar mágico. Tiene hasta los antiguos baños públicos donde
mientras hacían sus menesteres, hacían negocios, tenían charlas políticas y
sociales, armaban casamientos y debatían problemas familiares, todos sentaditos
entre hombres y mujeres. El agua corría debajo de los asientos de mármol y
ellos campantes como en el living de su hogar.
Fue en Éfeso donde conocí la “Casa de la Virgen María y san Juan el
Evangelista” que fue encontrada por una Beata Alemana. Es una pequeñita
construcción de piedra, con una entrada y una salida, sin mucho espacio. Han
pintado una imagen de tipo Cristiano Ortodoxo en las piedras y hay un mínimo
altar para orar. Hincada rezando, sentí un empujón y caí de lado al suelo de
pedregullo. ¡No tengo explicación, nadie me empujó, lo juro! Afuera hay una
enorme piscina de piedras y una pared desde donde mana agua para lavarse y
beber, imagino que es súper bendita. Se pueden prender velas blancas en un
sector u la gente prende telas de color o blancas en un muro junto a una
súplica o un agradecimiento. Me faltaban manos para sacra fotos que atesoro con
amor.
Yo no quería salir de ahí, pero había que seguir, en los viajes el
tiempo es oro y como decía mi madre: “Hija son dólares”.
Llegamos a Capadocia. ¡Dios, que locura! Es una ciudad milenaria
excavada en las piedras donde habitaban seres humanos desde no se sabe cuánto. Luego
se llenó de cristianos. Estaban reducidos a esconderse para no ser muertos por
los “gentiles”. Con hornos, bodegas, lagares, iglesias, dormitorios, pasadizos
que se cerraban con enormes piedras redondas como ruedas de roca para que no
ingresaran los extraños. Pero estaban comunicados en cientos de pasajes
internos con salidas de aire y entrada de agua a cisternas. El viento ha
tallado algunas columnas que rematan en conos que semejan sombreros de enanitos
de cuentos. Y el cielo…poblado de globos aerostáticos de mil colores que
muestran desde el cielo ese mundo de enigmas y secretos. Místicos espacios
destinados a hacernos meditar en la vida actual.
Me quedé con enorme deseo de viajar en esos globos. No pude hacerlo y me
sentí mucho tiempo enojada conmigo misma por no atreverme. Verdaderamente una
pena.
El regreso a Estambul, nos trajo a la ciudad pujante, llena de
excelentes artesanos en cuero, las famosas alfombras y exquisitos platos de
comida.
El palacio de los Emires Otomanos, son inmensos. Cientos de aposentos y
cocinas y cuadras para animales. Lo más llamativo es el museo con las joyas de
los emires. El trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, adornos
para la cabeza recamados en oro y plata con esmeraldas de tamaños descomunales,
sí, enormes. La daga del Sultan Suleiman El Magnífico, tiene tres esmeraldas y
como cien diamantes, que debe pesar diez kilos. Sus anillos, prendedores y
gargantillas son espectaculares. No me permitieron sacar fotografías. ¡Era
lógico! Justo en uno de sus patios se desarrollaba una ceremonia oficial de
militares turcos, todos vestidos de terciopelo rojo. La banda tocaba una música
muy bella.
Luego fuimos a un monumento al Padre de la Patria del siglo pasado que
hizo de Turquía un país moderno. Mustafá
Kemal Atartürk
Regresaría si pudiera.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario