Fue un viaje mágico. Al pisar tierra y enfrentar ese mundo de gente
arremolinada con sus bártulos, ver cada rostro con sus ojos llenos de luz, me
sentí que entraba en un el territorio irreal de otro planeta. No veía en ningún
rincón un occidental y pensé que estaba irremediablemente en otro mundo.
Entendí lo que es ser analfabeto. Cada cartel, cada señal, me era ajena. No
entendía qué decían esos signos que ordenaban la vida de los humanos. ¡Gracias
a Dios iba rodeada de mis amigos que sí, eran taiwaneses y me ayudaban!
Estaba invitada a la boda de uno de mis alumnos que había alfabetizado
en castellano en Argentina. Viajé con toda esa hermosa y generosa familia de 35
personas. Apenas pasamos aduana subimos a una trafic para ir a Taichung,
nuestro destino. Cansada y sorprendida, miraba un verdadero enjambre de
autopistas que se enrulaban en distintas direcciones y en distintas alturas una
sobre otra como los edificios de departamentos de las grandes ciudades.
Desde la ventanilla miraba sorprendida en las casa luces rojas. En mi
ignorancia pensé: “¿Cuántos Hoteles Alojamiento o Burdeles?” Cosa que no
congeniaba con el estilo de vida de los “budistas” y siendo tan estrictos con
la educación de las tradiciones. ¡Me equivocaba! Supe al llegar a la casa de
los mayores, que eran los “altares familiares” que se entronizan en cada
vivienda a los Antepasados.
Esa noche caí redonda al lecho. Habían alquilado una cama occidental,
para mí, ya que ellos duermen en edredones en el piso de la vivienda. A la
mañana siguiente sentía la sangre como si hirviera. Era el haber dado vuelta
alrededor del mundo hacia oriente. Me esperaban en la casa de al lado. Las
viviendas tienen cuarenta metros cuadrados. Y son muy pequeñas. Poseen un baño mínimo,
pero con una profunda bañera con agua caliente que disfruté. No tienen cocina
al estilo occidental, ya que el ama de casa se sienta en un pequeño escabel,
corta las verduras en un recipiente y por orden del gobierno no pueden acumular
desperdicios por cuestiones ecológicas. Ya no hay espacio para la
contaminación. Es una isla de alrededor de seiscientos kilómetros cuadrados con
una montaña en el medio y agua alrededor con más de cuarenta y cinco millones
de habitantes. ¡Hasta los perros están en jaulas apiladas una sobre otra en las
(ínfimas callejuelas) como en propiedad horizontal!
El desayuno excelente. El cariño indescriptible. ¡Pero me tenía que
adaptar a su tradiciones! Por lo que la primera tarea fue asistir a saludar a
los ancianos de la familia. En la casa de la “Abuela” caí como un
extraplanetario. Me acercaron a la dama que ocupaba un sitio importante. Allí,
yo, ignorante recibí un “rosario de cuentas budista” y que tomé afectuosa y le
“plantifiqué un beso en la mejilla a la abuela”. ¡OH, el ¡Ay! ruidoso de toda
la familia me paralizó! ¿Qué hice? Ella sonrió y dijo algo en taiwanés. (No se
preocupe… he visto en televisión que los occidentales se dan besos). ¡Era la
primera vez que alguien en su vida le había dado un Beso!!! Ni siquiera el
esposo, ni los hijos, ni los nietos. ¡Ni sus padres! Y yo, mendocina ignorante
le dí el primer beso de su vida. No sabía dónde esconderme. Pasado ese momento,
me subieron a un auto y por tortuosas callejuelas me llevaron a un sitio donde
según me explicaron tenía que honrar a el “Abuelo” que había fallecido hacía
poco tiempo. Llegamos a un parque de no más de una manzana. Allí había una
especie de tumba redonda frente a un atrio donde a los costados había dos
estatuas de cerámica de colores vivos, que representaban a un hombre y a una
mujer. Vestían trajes tradicionales. Me entregaron tres varillas de incienso
color rojo con letras doradas, me indicaron que pidiera autorización a las
figuras de cerámica para acercarme a la tumba. Así lo hice. Explicando quién
era yo, y luego comenzó mi ceremonia de bendición y honra al “Abuelo”. Lástima
que no tenían una filmadora, sería genial para una película ver una mujer
occidental, haciendo reverencias con el fuego sagrado de las varillas. Luego el
resto de la familia hizo sus bendiciones. Yo como católica me sentí muy
emocionada, Dios, pensé está aquí junto a mí.
Cuando regresamos a la casa, me sentí muy feliz. Pero…debía ir a la casa
de otro familiar a cenar por mi condición de docente de los futuros esposos.
Allá fui, con un regalo: Un disco de Tangos, porque la dueña de casa amaba el
tango Argentino. Conocía todas las letras de memoria: Gardel, Tita Merello,
Discépolo, Del Carril…en fin yo ni se la mitad y tampoco lo aprendí a bailar,
cosa que siempre lamento. Esa noche me recibieron como una reina. Catorce
platos diferentes era el menú. ¡La esposa del hijo mayor, cocinaba sin
participar de la cena! Yo no lo podía creer.
Antes de la boda, me llevaron a conocer el Instituto donde habían
estudiado mis alumnos. Era un colegio Jesuita. El director, un norteamericano,
sacerdote, hacía diez años que vivía en Taiwán y a través de mi italiano, ya
que no hablo inglés y mínimo mandarín, le pedí la comunión. ¡Nunca lloré tanto
como en ese momento! Tan lejos de mi patria, rodeada de budistas y tomado la Santa Hostia , era un
regalo que me deparó la vida.
Luego de la ceremonia donde se prometieron Kuo Wei y Pey Ti, me
invitaron a conocer el sur; tomamos el tren a Caushung, y atravesamos los
campos de arroz de esa hermosa isla. Isla que fue nombrada en la antigüedad
como “Formosa” por jesuitas portugueses…y realmente es hermosa. Pasé
veintinueve días increíbles.
Siempre me sorprendo reconocer que no conozco zonas de mi país y recorrí
de norte a sur y de este a oeste aquella maravillosa y pujante isla: Taiwán.
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