El Coco desde
chiquito se mostró “cabulero” o como decía la tía Pepa, le encantaban las
cábalas. Hincha furioso de Boca, era Xeneise desde la médula. Cuando el padrino
lo llevó por primera vez a la cancha, fue tal la emoción que se meó encima y
eso que tenía siete años. Pero ese estadio era como el paraíso que le contaba
su abuela Hermelinda, donde los ángeles juegan entre nubes. Allí jugaban otro
tipo de ángeles, más duros y pateadores. En el segundo tiempo iba perdiendo
Boca
Pasó el tiempo y con doce lo llevó a un partido de la final entre River y Boca. Camiseta, gorro y corneta azul amarilla. Y el “famoso calzoncillo” que le regaló el abuelo Pancho.
Casi, casi
cuando faltaban tres minutos para que sonara el silbato, hicieron un gol los Xeneices.
Y con un tiro libre el 10 metió un bombazo en el arco por izquierda. ¡Un
milagro! Empate. Pero… dieron unos minutos por descuento del segundo tiempo y
el “Pibe Arnoldo” cazó el “fóbal” y gambeteó entre las piernas rojiblancas y
llegó con tiro de esquina y: ¡Gol!
Coco esta vez lloró de amor. Sí, lloró abrazado a un gordo que tenía al lado y que lloraba como él.
A partir de ese día tomó todas las precauciones: el calzoncillo, el gorrito, la camiseta y los zapatos fueron sus soportes para cada partido. Y por casualidad o por esas magias del fútbol, Boca llegó a primera varios años consecutivos.
La madre, doña
Chola, tenía que escarbar en la mugre de la habitación del Coco para encontrar
las prendas y lavarlas, cosa que para el muchacho era una causa de desgracias
inevitables. Y así casi transparentes llegaron al final de un campeonato
nacional y al mundial. ¡Ya no era Boca, era
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