La miraba desde la ventana. Era una criolla de pechos hermosos, con cabello negro que caía sobre las caderas generosas y piernas torneadas. No podía dejar de espiarla.
Ella tenía un marido que llegaba de tarde y él, veía como se amaban sobre cualquier lugar de donde podía verlos. Su pubis le atraía como las mariposas a la luz. Se babeaba.
Dejó de ir a la fábrica hasta que se quedó sin un peso. Los cigarrillos ya no saciaban su “Hambre” de hembra y comida. Tuvo que salir a buscar un laburo.
Encontró un garaje donde lavar autos ajenos y lustrar vidrios. Con el dinero que le daban se iba derecho a los cafetines donde había “minas” y dale que dale…entre brazos apretaba los senos o los muslos de unas pobres muchachas que no hablaban ni una sola palabra en el idioma de acá. Entonces descubrió que eran polacas que habían traído engañadas. La calle de los lupanares estaban atestados de portuarios de todo el mundo a los que atrapaba la lujuria. Todos querían sexo. Ella, como muñecas de cera ni se movía en los brazos de hombres rudos y olorosos. La madama, les obligaba a bañarse antes de entrar a los tristes camastros donde chirriaban los flejes de un lecho viejo y maloliente.
La calle se llamaba Pichincha y la cola llegaba a una cuadra. Hombres solos y desenfrenados que pretendían “amor” sin mucho esfuerzo ni euforia. Obscenos se arrastraban sobre los catres como anguilas de fuego. Y ellas, pobres hambrientas, ya no tenían lágrimas.
Cuando volvía a su altillo seguía espiando a la mujer de sus sueños. Ella se sorprendió viendo que él, la miraba detrás de una cortina sucia se rió a carcajadas. “Cachonda” le hizo una seña que invitaba a su lado. No era diferente a las rubias del burdel. Cruzó la raya, se metió en la habitación y un cuchillo le atravesó el corazón. El marido lo había estado esperando.
Cayó desde la terraza y nadie supo qué pasó, pero a ella nadie la volvería a espiar con lujuria un desconocido desde una ventana mugrienta de un altillo.
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