Un día supimos que el vecino se llamaba José y era un verdadero mago para arreglar todo. Eran épocas en que las casas no tenían rejas y las puertas cancel permanecían abiertas en los zaguanes. Las veredas brillaban y a la nochecita se escuchaba el silbato del policía que hacía la ronda para tranquilizar a las familias. Todos se conocían y salían en las tardes de veranos con silletas a tomar el fresco en las veredas. Los niños jugaban con las bicicletas o patines. Otros a la mancha venenosa o las bolitas. La payana era el preferido de las chicas de doce a trece años y los varoncitos las miraban de reojo mientras intercambiaban figuritas de fútbol o automovilismo, la difícil era la de Fangio en Italia. Los vecinos hablaban trivialidades o sobre fútbol y las mujeres de la última película o novela en capítulos de folletín.
Don José, como todos, se sentaba en una silla
baja y entre las piernas colocaba algún motorcito que estaba limpiando o
arreglando. Sus manos siempre hábiles, tenían impregnado el aceite de máquina o
la grasa de litio. Hacía maravilla con las “Singer” cuando se trababan y ya
sabía arreglar los lavarropas a paleta, que eran el tesoro de algunas señoras
del vecindario.
Los chicos lo querían y lo rodeaban porque
mientras hacía sus tareas contaba historias de cuando era chico. Había vivido
siempre junto a la alameda, al lado de la sinagoga y los rabinos le daban un
espacio para que guardara algunas máquinas que no le entraban en su tallercito.
Un día se fue del barrio sin explicaciones, se
lo extrañó tanto, que todos preguntaban por él. Una vecina le contó a mi mamá,
que el bueno de don José, se había enamorado de una mujer casada, que vivía en
la calle España. El marido, que era violento y golpeador, lo descubrió y
prometió matarlo con su escopeta. Huyó, sin dudas. Así después de muchos años
lo vimos regresar, canoso y senil el rostro, buscándola. Supo que había
enviudado. Nunca la encontró. Le dijeron que estaba internada en “El Sauce”, el
psiquiátrico de Bermejo. El viejo la fue a buscar, pero nadie quiso decirle si
ella vivía. Papá, me relató, que Asunción, así se llamaba aquella mujer, había
vagado un tiempo por el barrio hablando sola, juntaba bolsas con papeles y
trapos, dormía con unos perros callejeros y que nadie la ayudaba. Apenado papá,
trató de ayudarla, pero se negaba asustada. Él, le pidió a un amigo que la internaran y cuando
desapareció, creyó que había sido en un hospital de enfermos mentales. Mamá me contó
otra cosa… pero prefiero olvidarlo, ¿para qué saber cosas tan tristes que no
tienen remedio?
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