jueves, 14 de enero de 2021

DE LA NOVELA: SÍNDROME DE TRAICIÓN- 2018- CAP.2

                                                                Apenas empezamos a pagar la peor                                                                                                       condena que pueda infligírsele a un ser                                                                               humano: no saber cuándo tendrá fin su                                                                                     pena.”No hay silencio que no termine”                                                                                                                    Ingrid Betancourt.

 

 

            La calle no está transitada, pero no nota esos detalles, está muy apurada.

            Un coche blanco viene detrás con las luces altas encendidas encandilándola, y trata de sobrepasarla. Se corre. El auto se aproxima y con una brusca maniobra se le cruza. Del auto ve que bajan cuatros soldados ¿Qué extraño, un grupo tan uniformado en un coche blanco?

Se da cuenta que tienen puestas unas capuchas negras. Ágil, casi sin pensarlo, se saca el anillo de la abuela y lo esconde en el lugar secreto que tiene con Gabriel. El instinto le dice que es una emboscada. La tienen rodeada. Mira atrás por el espejo y ve que desde un pequeño auto le apuntan con una ametralladora.

Feroz un hombre vestido de soldado, encapuchado, le indica que salga del coche. Hablan con voces guturales, artificiales y con gestos ásperos y señas dan órdenes entre sí y a ella. Toma su cartera y desciende. Le ponen una capucha y le inmovilizan las manos. Le arrancan su bolso y siente risas y palabras obscenas. Roberto Carlos sigue cantando una canción de “Un millón de amigos”

 El Peugeot ha quedado abandonado en medio de la calle desierta. La empujan y tiran en el piso del vehículo que la trató de atropellar. Con voz distorsionada le indican que no se mueva. Le arrebatan la chaqueta y con ella le cubren más la cabeza. Una vos que cree es de hombre le indica que van a cambiar de vehículo. Una mano ruda la tironea y a la rastra la meten en una camioneta.

            En la cabina trasera de un vehículo que ella no ve y trata de presentir la dejan como un fardo inservible. Los ojos vendados y las manos atadas con un elemento como cable o algo parecido, ella no lo ve y de un puntapié la corren. Un metal le produce una herida en una pierna, es un objeto cortante. Le duele. Grita de dolor, pero no la escuchan bajo las telas que la cubren.

Las voces se pierden tras el ruido de una puerta, que se cierra. Cree que son unos cuatro terroristas. Tal vez son más. Sí, ya que venían otros en el auto pequeño. Tiene tanto miedo, que no puede controlarse y se orina. Interiormente se putea, soy una pendeja estúpida. Gabriel me previno y yo creí que no me iba a tocar, por ser yo. ¡Idiota, necia y pelotuda!

 

 Llora desconsoladamente. Piensa en el marido y en los chicos. ¡Pobre María Clara, que susto tendrá! ¿Por qué le tocó a ella que nunca se mete con nadie?

La camioneta, se mueve a mucha velocidad. Golpea contra los laterales del habitáculo. Pasan un paso a nivel. ¡Nadie notará que la llevan allí, ya se habrán encargado ellos, de que así sea! Piensa en su hermoso trajecito blanco y llora con más calma. Tal vez la maten, ¿de qué le servirá si la matan? Se siente ridícula y tonta. Preocuparse por la ropa cuando tiene sobre si un grupo de revolucionarios sanguinarios. De repente un trueno la distrae. Llueve torrencialmente y el agua, seguro borrará las huellas de ese viaje al infierno.

¿Cuánto tiempo pasa, no sabe! Así, aterrada, con las manos doliéndole, la cara tapada y ese fuerte raspón que le duele en la pierna, ha perdido la dimensión del tiempo. Hace un calor insoportable. La camioneta se detiene, luego de hacer una brusca maniobra hacia la izquierda. Delfina se golpea nuevamente  y peor. Cae sobre otro cuerpo. Pero está frío en inmóvil.   ¡Un muerto! Dios protégeme de esto, piensa y ora

            Alguien se ha bajado y habla con voz queda y altanera. No alcanza a entender. Vuelven a marchar por un camino muy desprolijo de tierra y pedregullo. Parece la huella, como cuando llueve en el campo, allá en “Cuesta Blanca”. Luego de andar un rato se detiene. Abren  la puerta y una voz de mujer la llama por su nombre.

            Ha dejado de llover. Y la humedad le cubre el cuerpo de una mezcla de sudor y miedo.

            . ¡Delfina, bajá perra, has llegado!

            - ¡Eh, Mara, cállate!

     - ¡Yo con esta infeliz no me callo!

           -  Mara es una orden del jefe. Ordenó que no le hablen.

             La empujan y obligan a salir del vehículo. Camina entre dos personas. No sabe si son hombres o mujeres. Una de ella se ríe y a media voz comenta…!Mirá, lo único que le faltó fue cagarse! ¿De dónde sacó sangre, esta infeliz?

- ¡El capitán ordenó que no hablen!

La meten por una pequeña puerta. Tropieza con un reborde y una mano impide que se caiga. Siente ruidos extraños a metal y madera. La llevan hasta un lugar y explican que debe bajar una escalera. Adelante nota que ha bajado alguien, comienza a descender lentamente. Detrás alguien viene. Le pisa una mano. Ella pega un pequeño grito.

 

- ¡Cállate, o…!

- ¡Silencio, compañera! - Oye los diálogos breves e histéricos.

-Te puedes delatar y nos pones a todos en peligro.

- No me importa, yo hago lo que se me antoja y más con esta loca de porquería.

-No digo yo, que eres una infeliz, capaz de entorpecer toda la tarea y estrategia. Cállate pues es una orden y basta. La organización tiene leyes. Tú, no puedes contrariar los manifiestos y órdenes. Hay un trabajo fino y estricto, donde cada cual debe cumplir su papel sin inmiscuirse con el enemigo ni los otros componentes. Si no serás sancionada y tú lo sabes muy bien. Leónidas lo pagó caro.

 

 

Llegan a un espacio fresco y con olor a cemento recién preparado. Parece el edificio de Lucy, su vecina cuando le ayudaron a mudarse. Alguien la toma del brazo y la sienta en el piso con extrema dureza. Le ponen la cartera vacía en la falda. Siente que se van alejando. Un suave y monótono ruido, semejante al motor de la heladera es lo único que escucha. Así se queda, dolorida y muerta de terror. Llora con sollozos cortos.

¡Siente, que ya no verá a sus hijos, ni a Gabriel! Pasa un tiempo largo, vuelve a sollozar. Se calma un poco. Cambia de posición las piernas que tiene adormecidas. ¡Quiere orinar nuevamente y no sabe qué hacer! Sigue el silencio. Nadie viene. Comienza a pensar en que si la dejan allí sola para siempre, se morirá de hambre. ¡Nadie saldrá nunca más de ella!

Tanto estudiar francés, inglés, ¡el maldito piano! ¿De qué le sirve ahora? Vuelve a llorar. Se calma. ¡Ya María Clara se habrá comunicado con su  esposo! Los chicos preguntarán por ella y no sabrán qué decirles. Siente un dolor terrible en la pierna herida. Tiene sed y hambre. La boca seca y agria, la lengua arde y se pega en el paladar. El estómago revuelto le recuerda la cena de anoche con la familia. Tiene nauseas. No puede vomitar.

¡Desde las ocho que no come nada! ¿Qué hora será ya? No sabe le arrancaron la alianza, el reloj, la cadena con la medalla de la Virgen de la Medalla Milagrosa y las pulseras de aniversarios. ¡Suerte que escondió el otro anillo!

            Escucha un ruido metálico y alguien entra. Le desatan las manos, pero siente que un arma está apoyada en su espalda. Le quitan la capucha y  queda  ciega por un instante. Luego comprende que hay dos personas junto a ella con capuchas negras.

               Curiosa mira el lugar donde pasó esas horas. Es una pequeña habitación de unos tres metros por tres. Tiene una escalera marinera que da a una claraboya de madera. Además hay una pequeña puerta metálica. Trata de erguirse. Observa y ve que tiene toda la pollera con sangre. Sabe que no es su menstruación. Es la herida de la pierna. Su presencia es patética. Tiene un taco roto. El cabello rubio despeinado. Tiene la cara sucia de llanto y tierra con pelusas, briznas de pasto y hojas. Trata de limpiársela con la chaqueta blanca. El más alto de los hombres, le muestra una lata de aceite Cocinero llena de agua en un rincón. Indecisa los mira. Ya en pie, da unos pasos. La detienen con una sola mano.

No le hablan. Se acerca y se lava. Mete la cabeza entera y bebe. El pelo chorrea y salpica. Se seca con un pedazo de toalla vieja, que le alcanza el más menudo de los hombres. No, parece ser mujer. Aunque tiene debajo del burdo uniforme formas de mujer tiene una actitud agresiva. Trata de serenarse.

- Por favor ¿qué sucederá conmigo? ¿Por qué estoy acá y porqué no me hablan?

  -  Cállese. Se le hará un juicio pronto, más rápido de lo que se imagina, susurra la guerrillera.

   - Yo no sé nada de lo que mi esposo hace. Se han equivocado conmigo.

              - Callate, acá nadie se equivoca nunca.

           - Dejala, que hable, ésta es una tilinga, llena de plata y nada en la cabeza.

            - La “Señora” puede acostarse. Aquí tiene una manta no es de armiño pero la calentará igual. Aunque nunca como los soldaditos con que se debe encamar.

            - ¿No puedo ir al baño?- dice sorprendida- ¡Yo no me acuesto con ningún soldado, sépalo!  Los guerrilleros se ríen.

            -  No tarada,  acá no hay baño. Allí en ese rincón tendrás tu baño.

             Delfina mira y ve, un cajón de los de embalar fruta con aserrín. Piensa en la gata de su hija Sol. Ella será igual un tipo de gata humana que ellos harán jugar un juego macabro. Sin querer sonríe. A veces a chicas fáciles les decía “gatas”.

Sabemos que no comés desde temprano. Pero ahora no tenemos nada. Después te traerán algo, será algún manjar del Molino. ¡Ja, ja, ja!                        

El relevo vendrá a las siete de la mañana. Tendrás que aguantar. Vamos que el “Capitán Toyo” espera.

 - No le hables tanto. Eres muy rebelde a las órdenes del jefe.

             Delfina mira como trepan y salen por la pequeña puerta. La cierran con llave y la dejan sola. Mira toda en detalle. Hay una especie de ventilador para extraer el aire. Allí está el ruido que escuchaba, aquel como motor de heladera antigua de la tía Alejandrina. Las paredes están recién hechas. El ladrillo y el cemento aún húmedos. Una bombilla de luz, encerrada entre alambres, ilumina débilmente la habitación. El suelo es de cemento y sólo hay una vieja silla.

            Allí esta la manta color rojo y negro a cuadros que pudo ser de un avión de línea. Roban de todo estos malditos. Así dejan la imagen del país en el extranjero, piensa. Tiene deshilada la orilla y algunos agujeros el trapo hilachiento que tuvo mejor historia. La cartera. La abre. Allí están alguno de sus tesoros: peine,  labial, maquillaje. Un pañuelo pequeño y uno de Gabriel. Los anteojos. La agenda y lapicera se la quitaron. La foto de los chicos y de Gabo, como le dice algunas veces, la han borroneado con labial, pero con la manta lo puede limpiar y ver sus caritas hermosas de niños queridos.

 El rosario de nácar roto en mil partes, un pequeño costurero para emergencias sin agujas, las sacaron también. Una lima de uñas destrozada, una tijerita quebrada en partes. Un tapón higiénico con barro, una braga que estaba limpia la han ensuciado con suciedad de perro o humana, no sabe. (Según María Clara, ella estaba chiflada porque siempre llevaba una braga limpia en la cartera) Un cepillo de dientes que le regalaron en “Hilton” de Brasil el otro verano. Una cortaplumas Suiza multiuso que compró en una feria desapareció en los bolsillos de alguno de los tipos que la tienen ahí. Horquillas, ligas para el pelo dejaron dos.

Un “Rasti” de recuerdo para llorar ausencias. Aspirinetas y aspirinas sueltas, que sucias, ella limpia con esmero por si las necesita. Las llaves de casa y del auto no están y han dejado tres figuritas de Luisito, esas que le quitó en misa el domingo pasado. Un caramelo de menta. Se saca la braga sucia y se va al cajón. Orina y se lava como puede. Se seca y no se pone la limpia, tendrá que esperar que se seque la otra que enjuagó.

Se da cuenta que deberá beber el agua que usó para higienizarse. ¡Soy estúpida y loca! ¡Delfina sos testaruda le decía su abuela! Recuerda cuando jugaban en el campo a lavar a lo india y con habilidad enjuagaban la ropa interior en el río de Cuesta Blanca. Las extiende entre las salientes del cemento de la pared. Se limpia la  herida y se tira al piso sobre la manta. Se saca las hebillas y se peina el largo cabello rubio. Lo heredó de su abuela Rosalba. Hace una trenza y se ata en la punta con una de esas bandas elásticas que siempre lleva en la cartera. Guarda todo y se recuesta. Luego de rezar la “Misericordia Divina” se queda dormida y sueña. Regresa a su infancia en la escuela de monjas y juega con sus compañeras. Es solo un sueño.

            Cuando se despierta alguien está abriendo la puerta de hierro. Entra un muchacho diferente a los otros. Tiene un pantalón de jean azul, una camisa celeste y un suéter azul y blanco, de muy buena calidad; calza mocasines finos. ¡Está limpio y usa una suave colonia inglesa!

            La capucha negra que lleva puesta le impide ver si es joven. Pero cuando le ve las manos, se da cuenta que no es tan joven. Son manos fuertes, pero bien cuidadas y limpias. Trae un jarro de loza con café y leche, un tibio pan crujiente. El olor le despierta el corazón, piensa todos los desayunos que he preparado desde que se casó. Se lo entregan y le hablan.

          - Buenos días. Tome

          - Buenos días, gracias. Tengo mucha hambre

          - Coma y serénese.

          - ¿Qué sucederá conmigo?

          -  No puedo hablarle.

          - Le ruego que me diga algo, soy madre de cuatro niños pequeños. Los mellizos apenas tienen dos años! ¡Le suplico, dígame algo!

           - No puedo decirle nada. Lo siento. No piense en los chicos… ¡Trate de pensar…en nada… nada!

- ¿Usted, podría pensar en nada, sabiendo que cuatro niños lo esperan? ¡Sol tiene apenas seis años, Luis cumplió cuatro el mes pasado y los mellizos aún no dejan los pañales! Yo me puedo volver loca.

- Cálmese. Con llorar no cambiará los planes. Acá imagine, todo está cuidadosamente meditado.  El jefe, la eligió a usted y seguirá punto por punto el plan propuesto.

- Entonces usted conoce mi futuro.

           - Yo no se nada. Hago mi parte y no pregunto.

            - Por lo menos tiene la caridad de hablarme, gracias.

            El hombre toma el jarro, que le entrega Delfina y se acerca al agua del rincón que está sucia. Mira la cara de la mujer que observa con asco el olor y color del agua. Debe hacer varios días que no se cambia por agua limpia y teme que se enferme la joven prisionera, cosa que exasperaría al comandante “Ramón”. Saca la lata y se la lleva en silencio. Luego regresa y le deja agua limpia.

            - No tengo que hacerlo, pero, no puede tomar esa agua sucia. Mire: Cuide el agua. Si viene otro a remplazarme, pueden pasar días sin que se la cambien.

            - Dígame una sola cosa… ¿Quiénes son ustedes?

- ¿Todavía no entendió quiénes la tienen? ¡Creí que usted era una mujer inteligente!

- Quise decirle: de ¿qué grupo guerrillero son?

- ¡Ya lo va a descubrir y no puedo hablarle! Vuelve a salir. Esta vez el silencio es total. Comienza a ordenar su manta y la pequeña habitación. Camina: son ocho pasos, tres, ocho y tres.  Saca el rosario que arregló con esmero y mientras reza, camina. Siente que le duele la pierna lastimada. Se mira, y nota la herida roja y caliente. Se está infectando. Sigue caminando y reza. “Rosa Mística” ¡Ora pro nobis! “Mater Inmaculata ¡Ora pro nobis” “Mater Dei” ¡Ora por nobis! 

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