Montserrat buscaba una casa para comprar. Había llegado a esa ciudad invitada por la universidad para dar cátedra y asumir una beca. Leyendo un periódico de dos semanas pasadas, encontró un aviso en la que ponderaban una propiedad en un sitio que no quedaba tan lejos de la ciudad, ni tan cerca de los ruidos.
Pidió al
teléfono que estaba anotado en el papel, que le diera una cita. ¡Sintió un
suspiro del otro lado de la línea! La verdad que no le llamó la atención.
El jueves a
las diez la espero dijo la voz del otro lado del auricular. Si llega usted
primero, le ruego me espere unos minutos, ahora vivo en pleno campo y como debe
haber notado, el tránsito es un verdadero caos.
Se vistió
con unos zapatos deportivos y ropa suelta por si tenía que subir escaleras o
bajar hasta un sótano. Enroscó su largo cabello color azulado en un primoroso
rodete y se sacó las pocas joyas de valor que solía usar, por las dudas. ¡Hay
tantos embusteros!
Tomó un
taxi y diez minutos tarde llegó a la puerta de la casa. Le llamó la atención la
pintura amarilla de la pared del frente. Las ventanas blancas y las rejas de un
suave color ambarino. Un hombre mayor, de buena postura esperaba en la puerta.
Con un bastón de fina caña de India y larga barba blanca, que se apoyaba en el
pecho de su limpia camisa color celeste. Saco y pantalón negro. Sombrero de
panamá. Anteojos con armazón de oro, muy al estilo de John Lenon.
La sonrisa
le agradó. Montserrat descendió y despidió al chofer. El hombre se adelantó y
le ofreció una pulcra mano de dedos finos propios de un filósofo o de un
letrado.
Señora mi
nombre es Paulo Merino y soy el dueño de esta casa. Hizo una breve inclinación
de cabeza y se sacó el sombrero y la condujo derecho hacia la puerta de
ingreso. La abrió con una de esas llaves de hierro antiguas, cuyo ojo parecía
observarla.
Prendió una
luz y luego se acercó a la ventana y abrió la celosía para que ingresara la luz
natural. La casa está recién pintada, todo blanco ecepto el frente que como habrá
observado es color amarillo. El color que amaba mi difunta esposa.
¡Así supo
que el caballero era viudo! Fue deslizándose por los pisos helados de baldosas
rojas, que a pesar de una leve capa de polvo ambiental, brillaban. Una a una
las habitaciones que no tenían armarios ni placares, se fueron abriendo como
flores de azucenas entre los pasillos. Llegaron a una cocina amplia y recién
remodelada. Luego le mostró el sanitario que si bien era antiguo, estaba en
perfecto estado de uso y limpio.
Abrió una
puerta hacia el exterior y un jardín lleno de enredaderas florecidas
despertaron la envidia de los cuadros de un impresionista. Violetas, naranjas,
fucsias y verdes, envolvían una a una las paredes del pequeño parque.
¡Y bien,
dijo, Montserrat: ¿Cuánto cuesta esta casa? Me puede usted decir!
Si la paga
de contado puedo aceptar una oferta. ¡Tal vez cien mil dólares o…diga usted un
precio! Montserrat pegó un brinco, le pareció muy elevado el precio, la casa es
antigua... Dijo y el caballero sonrió. Sí, pero será su paraíso.
Déjeme
pensar. ¿Me puede esperar unos días? Yo tengo que ver si junto algo de ese
dinero que no es poco. Sí. La esperaré.
Salieron
juntos y ambos tomaron diferentes caminos en taxis. Ella volteó para mirar la
casa y le pareció que el amarillo le alegraba la vida. ¡Veremos!
Llamó a su
padre y a su hermano quienes se apresuraron a confirmarle que le enviarían para
completar lo que ella ofrecería por la casa. Con ochenticinco mil dólares creo
que podré comprarla.
Así llegó a
un acuerdo. Compró y con una diferencia que le quedó compró algunos muebles y utensilios
indispensables.
Los vecinos
eran muy amables. La saludaban con ceremonia y le preguntaban, cuando la veían
si todo estaba bien. Ella respondía con una sonrisa que todo era perfecto.
Hasta que una noche, cuando el sol se recostó sobre la vereda y desapareció la
luz, comenzó a escuchar un susurro de voces y llantos. Luego, palabras y
nombres de mujeres y hombres. En las paredes se fueron dibujando ciertos signos
que no interpretaba y que le dejaron una enorme curiosidad.
Una mañana
a la pregunta de su vecino, el carpintero, Montserrat le contó y él, sonriendo
le dijo: ¿No se preocupe! Ya pasará. Y siguió hacia la parada del autobús. Pero
en el frente de la casa comenzó a notarse un cartel en color ambarino que
decía: “Acá puede usted despedir a sus seres queridos”.
Fue a la
casa de la vereda de enfrente y golpeó una aldaba. Salió una mujer entrada en
años. ¿Sí, qué necesita? ¿Puede usted decirme qué tiene que ver ese cartel que
aparece y desaparece del frente de mi casa y qué son las voces que escucho?
¡AY, hija, usted ha comprado esa casa que fue una funeraria! Allí han velado a
cientos de personas, hasta que murió el dueño, el caballero que la esperó para
vendérsela a usted. ¿Y qué hizo con los dólares que le pagué? Seguro que están
enterrados en su jardín, dijo la mujer y se dio vuelta entrando en su casa a
través de la puerta cerrada. Montserrat corrió y vio que en un rincón del breve
parquecillo había un montículo de tierra revuelta. Escarbó y allí en una caja,
estaba su dinero envuelto en una hermosa caja de plástico amarillo.
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