Estaba en una galería de personajes indispensables para un relato increíble. Leonardo nació una noche de luna. Extraña luna de color rojo sangre que presagiaba una vida rara. Su madre trabajaba en un hermoso hotel donde famosas estrellas de cine aceleraban el pulso de los viajeros poco experimentados. Ella pasaba inadvertida. Era delgada, pálida, de ralo cabello castaño que rara vez se podía ver detrás de un pañuelo de color violeta que le obligaban a usar.
Viuda con su hijo vivió limpiando
arañas de caireles de cristal haciendo piruetas en una escalera destartalada,
sacando brillo a platería antigua y rehaciendo camas con sábanas de hilo
egipcio, que a dios gracias no lavaba ella.
Nunca se quejó por el solo hecho que
le permitieron vivir con el chico. Allí creció. Conoció al dueño, un hombre
calvo y barbudo de rojas mejillas alcohólicas. A “Madame Adelle” una pitonisa
que leía las cartas del Tarot y a Roullete, su amigo; incapaz de mover una mano
para trabajar en la cantina. Paulinna era un poco más joven pero era prostituta
y se iba quemando con el paso de los meses y años. Eso sí, muy simpática y
alegre, cantaba cuando se lo pedían. Y cantaba bien. ¡Una pena!
Leonardo fue un fracaso en la
escuela. Los libros regresaban rotos y manchados de gratitud de comida que
robaba en la cocina del hotel. Apenas si podía escribir y manejar su pluma. Los
dedos llenos de tinta se marcaban en el largo guardapolvo beige que usaban en
el establecimiento escolar. A veces se paraba junto a la pared y le hablaba a
un ser invisible.
Cierta vez, que asistió un afamado
neurólogo al hotel, como iba de paso hacia Las Violetas, apreció al muchacho
por su educación. Nunca había hablado una sola palabra, pero saludaba dando la
mano respetuosamente. Virtud que le había enseñado Roullete. El médico le
explicó a la madre, que el chico tenía un síndrome delirante obsesivo. Por eso
hablaba con las paredes. Con el tiempo, Lautaro con el lápiz en mano recorría
el papel de la pared de la habitación donde quedaba encerrado, escribiendo
extrañas consignas que nadie entendía. ¿Era un idioma de su propia invención?
Madame Adelle, trabajó con sus
cartas y sentenció: “Leonardo escribe en Arameo”. ¿Y qué es eso? Se preguntaron
a coro, todos. El Idioma de Jesús y María, su Madre y de todos aquellos que lo
siguieron.
Desde ese día, lo miraron como a un
seguidor de Cristo, le preguntaban cosas, que él no respondía y Adelle
interpretaba según el dinero del solicitante. Les llovieron los billetes. Pero…
Leonardo, solía ponerse como loco cuando alguien lo tocaba, por lo que hubo de
encerrarlo en un Centro de Salud Mental. Allí sigue escribiendo en la pared sus
raros mandatos Celestiales.
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