Me senté en las
escalinatas de “Sacrê Cord”. Una larga fila de jóvenes extranjeros pasaban a mi
lado. Otros tocaban un saxo, una flauta traversa y un violín. Todo era risas,
comentarios en varios idiomas desconocidos para mí y miradas encontradas.
Uno se detuvo, me miró
diferente, se sacó el sombrero y haciendo una reverencia, me saludó con
deferencia. Le devolví la sonrisa y le entregué un ramillete de violetas. Las
besó y siguió a sus amigos. Nunca se volvió a mirarme.
El sol subía sobre mi
cabeza y brillaba en la cúpula de la enorme iglesia de mármol blanco. Tornaba
nacarada a rosa y luego a naranja hasta casi roja. Cerré los ojos y me pareció
que aun oía al hermoso efebo que noches atrás, en la cantina, donde trabajo; me
sostuvo la cintura y me hizo bailar un “tango”. Era un grupo de argentinos que
disfrutaban de unas vacaciones en París.
Luego, cuando les serví
una botella de champagne se puso frente
a mi y dijo: “Vengo de las pampas. Del
sur donde las estrellas de
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