Desde hacía un tiempo Juan José Altamira sentía que debía partir. Había llegado a la casa de su padre tan solo para asistir a su sepelio, un año atrás.
Su
madrastra, veinticinco años menor que su fallecido progenitor, lo trataba
diferente desde hacía algunos meses. No sólo en las reuniones de la pequeña
empresa heredada, sino fuera de ellas.
Cada noche,
preparaba Amalia, un exquisito plato de comida. Siempre tratando que fuese lo
que a él le gustaba. Ella, se ponía vestidos sobrios, negros y elegantes que
resaltaban su figura hermosa y sensual. ¡Era muy linda, sin caer en la
exageración!
Largas
charlas sobre viajes, museos y lugares bellos los hacían volar por el mundo.
Reían con ocurrencias de la mujer o suyas, cuando se despojó de temor y fue él
mismo.
Pensó en
Romina, su pareja, que desde hacía meses vociferaba con desprejuicio cuando él,
le pedía que lo esperara con un bife o unos fideos blancos o con salsa.
No había
tenido un hijo con Romina, porque dudó que ella, con sus ataques de histeria le
hiciera daño al pequeño fruto, hasta entonces, del amor de ambos.
No se casó.
Tuvo miedo al despilfarro que hacía de su dinero. Romina era desprolija con los
gastos y descuidada con los objetos y artefactos que él, le regalaba.
La noche
del 14 de febrero, en San Valentín, Juan José, tuvo la bella sorpresa de
encontrar a su madrastra que lo esperaba con un bello regalo. Ropa sugestiva de
noche. Cerró los ojos y bebió el dulce perfume de la piel de esa mujer que lo
había cautivado. Apagó el celular y desconectó el teléfono del escritorio. Fue
la noche más apasionada de su vida, interiormente le agradeció a su padre el
haberle dejado esa hermosa herencia: El amor.
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