Don Saleb Chalaide, había llegado desde medio
oriente buscando a unos primos que nunca encontró. En la calle Infanta de San
Martín, pudo, con las monedas de oro que le dio su madre, comprar una vieja
casa de adobes y en el frente, armó una tienda, donde comenzó a vender lo que
conseguía en los mayoristas de Buenos Aires. Mercería, ropa de niños y telas.
¡Todos los precios incomparables! Su fino bigote y sus oscuros ojos musulmanes
se perdían en las miradas de las pocas niñas que entraban a comprar. Nadie
permitía a sus hijas ir al negocio, sin estar acompañadas por una chaperona.
Él, era un hombre joven sin esposa y era peligroso, pues atendía con especial
cuidado a las mujeres jóvenes y lindas. La soledad, a Saleb, le pesaba y
trataba de conquistar el afecto de las señoras del barrio, dando cuenta
corriente y crédito. Soñaba con tener una familia. Soñaba con la compañía de
una muchacha, apasionada, que le llenara la tienda de niños. Pero su poco
conocimiento del idioma y costumbres, lo hacían sospechoso para las madres de
hijas casaderas. Muchas jóvenes del barrio, eran hijas de italianos o
españoles, y él, era un “moro seductor”. Un día, a la siesta, sonó la
campanilla que anunciaba la presencia de un cliente. Cuando salió de su
intimidad de la trastienda, se enfrentó
a la mujer más bella que jamás viera. Regordeta, bien alimentada, como a él le
gustaba, con un sobrio vestido de seda negra, señalaba el luto riguroso por el
que atravesaba la muchacha, de alrededor de treinta años. El corazón del
tendero se aceleró, miró los senos opulentos que empujaban la tela fina de la
blusa, despertando el apetito adormecido de Saleb. Ella lo observó con
discreción sopesando al hombre. Vio oro en sus dientes y en sus dedos, y mucho
dinero en la caja de zapatos, donde guardaba los billetes de las ventas.
Codiciosa miró el físico del joven moro y se imaginó en sus brazos. Leía
folletines donde se contaban historias de oriente y supo que ese era un
“hombre” para ella. Sensual, seductor y educado, Saleb, le sugirió que comprara
sin cuidado, que tenía crédito. Sin mediar demasiadas palabras, la joven, pidió
lienzo y tintura negra para teñirlo. Las manos hábiles de Saleb, extrajeron las
mejores telas, ofreciéndole géneros adamascados y suaves, que ella aceptó
mientras le relataba que su marido había muerto de tuberculosis hacía un año
atrás. Saleb, acomodó los rollos y cortó sin medir ni la tela ni las
consecuencias.
Todas
las tardes por una causa u otra
Dicen
que el bueno de Saleb, cada día reprocha a Alá por esa mujer que lo vuelve loco
hablando todo el tiempo a los gritos, que nunca le dio un hijo y le quita todo el
dinero que gana en “
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