viernes, 27 de enero de 2023

LA HERRERÍA


 

La discusión llegaba hasta el cobertizo de los trastos. La pobre Aurelia hacía los últimos esfuerzos para parir. Ya lo había hecho desde que su madre la casó con Emeterio, el herrero a los dieciséis años. Este era el noveno niño que llegaba al mundo y parecía fuerte, más fuerte que los dos anteriores.

Una resistencia más y apareció una niña. ¡Por suerte una fémina! Era la tercera mujer entre seis varones. La discusión aumentó. Se tiene que llamar como la abuela Narcisa…; no como la Asunta, la madrina de Emeterio…; no como la tía Julia.

El ir y venir limpiando todo no despejaba el ambiente húmedo y oloroso a menta y albahaca que ponían en el piso tosco de la habitación. Y alcanfor por la llegada de la niña. Entró Emeterio y al ver la creatura dice: -Igual a la Tía Eufemia… y a la pobre le quedó ese nombre.

La mirada triste de Aurelia se detiene en los mellizos. Tienen dos años y están hambrientos, nadie los ha mirado y son tan buenos que no tienen lágrimas para el hambre de amor y atención. Llama a Clara, la pequeña de diez años, su primera hija. Esta llega apresurada, está cocinando una gallina en la enorme olla de hierro en el fogón. Sacó unas brasas de la herrería. El joven ayudante, le ayudó.

La niña mira a los pequeños, que deambulan entre el camastro de la madre y la puerta del único lugar donde no hay tanto ruido.

La “mujercita” como ama de casa precoz, le acerca a su madre un tazón con caldo y carne desmenuzada, zanahorias y apio (cosechado al amanecer); y toma a sus hermanos y los lleva a la mesa primitiva donde desmenuza pana en caldo con patatas pisadas y les da de comer.

Lo hombres, Emeterio y Salvador, el ayudante con los tres hijos pequeños de la familia, van cerca de la fragua y la bigornia, trasuntando los encargos de clientes exigentes del pueblo.

Salvador es un ser que deja perplejo a los vecinos. Joven alto y desgarbado, pero de fueraza increíble con la masa. Callado pero despierto. Atento y creativo. Serio y bonachón. En el pueblo le dicen el “Rojo” o “Colorado”, es el tono que adquirió junto a la forja. Servidor imprescindible y estoico. Columna vertebral de la herrería.

De pronto, aparece Clara y llama al padre. ¡Mamá duerme desde esta mañana! No la podemos despertar. ¿Será normal? Esperen, déjenla descansar y si no despierta me avisan, hay que entregar cinco trabajos al comendador. Marcha la “madrecita” y ocupa el espacio obligado por la circunstancias. Las matronas y vecinas ya se fueron y ha caído un manto gris azuloso sobre la casucha. La luna invisible no ilumina y un viento chillón arremete por los huecos de puertas y ventanas. Clara tapa como puede cada orificio.

Esa noche, crispada por la falta de apoyo, Clara apenas duerme. Su madre no despierta. Un hálito sutil la muestra viva. Pero el sueño profundo confunde a la inocente. ¡Padre mamá no despierta!

Ha pasado un día y nada cambia. Emeterio se acerca y la llama, no contesta. Un dolor y angustia acomete su alma. ¿Dime niña, tu madre te dijo dónde hay billetes? Clara duda. Sí, su madre le indicó un secreto rincón tras los trastos de la cocina. Iré al pueblo a buscar un médico.

La niña prende del pecho adormecido de la madre a Eufemia. Mama, la leche brota suavemente de la copa rosácea de la durmiente. Luego la muchacha, saca de una lata unos billetes de los que cree son más valiosos y se los da a su padre. Éste la acaricia y por primera vez la alza, abraza y besa en la frente y ambas mejillas. Una lágrima asoma por sus ojos verdes. Y una sonrisa tibia aflora de sus labios. ¡Es la primera vez, que ella recuerde! Queda Salvador a cargo de los chicos en el taller, sigue cuidando a tus hermanos pequeños y a tu madre. Yo voy al pueblo. La jaca bien cuidada, brilla su pelaje marrón y ocre, las crines peinadas y chispeantes, se alejan por el camino a la ciudad cercana.

El médico, único en ese pequeño caserío, tiene una docena de pacientes que esperan en la sala y dos o tres en la vereda. Emeterio ingresa y habla con la ayudante; una matrona regordeta y amable que transmite su pedido al galeno. ¡En cuanto termine de solucionar  la salud de los que esperan, irá en su tílburi a la casa del herrero!

Llega la noche y a lo lejos se vislumbra el antiguo coche del médico. El caballo se detiene frente a la casa y Salvador toma las riendas y lo engancha en un aro forjado en la cerca de la veredita. Al ingresar siente un extraño perfume que ya ha olisqueado en otras habitaciones. Era un débil aroma a magnolias y damascos. No tenía parangón con la realidad de austera pobreza de ese hogar. ¿Adónde advirtió esa fragancia espectral?

Se acercó a Aurelia, dormida profundamente y entregada a un mundo fantástico y onírico desconocido para el médico y los hombres. Clara le entregó la única toalla de lino blanco que guardaba su madre para los bautismos.

El Galeno tornó a levantar el cuerpo leve de la mujer y apoyando el oído al los pulmones escuchó curioso un sonido rítmico de la respiración, los latidos algo desordenados y un dejo de inercia impecable. ¡Emeterio, tu mujer duerme! Y creo dormirá un tiempo porque está tan agotada que no tiene fuerzas ni para abrir los labios. Le daré un tónico bebible y le darán sopa de ave todos los días donde se cocinen hierbas que anotaré en este papel. ¿Sabes leer? Entonces búscalas tú mismo en el bosque.

Ella despertará un día como si fuese ayer. A la pequeña, la amamantará mientras pueda, luego me avisas y te conseguiré una mamila de vidrio y les enseñaré cómo deben tratarla. No me pagues hoy. Sales de un momento muy difícil. Está bien dame dos billetes solamente. Ven niña. ¿Cómo era tu nombre? Ah, si, Clara. Será un honor ser tu maestro en estos menesteres.

El  tílburi se aleja en la noche nebulosa. Y los pájaros arrullan el sueño de Aurelia y el llanto de Emeterio. Alrededor del hogar esperan, cada uno de los habitantes, que al amanecer la mujer despierte. Cada cual piensa cosas diferentes, sólo la pequeña Eufemia duerme sin saber lo que sucede en ese caserón de la herrería.

   

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