¡Ese rumor que en vuestra alcoba, escasa de luz… es la
voz de un espíritu, que pasa agitando sus alas en la sombra! Amado Nervo.
Por un amor
incómodo y frustrado, la llamaron Deyanira. Su piel morena y ojos de lustre
luminoso hicieron su camino un desquite de cielo o de infierno colosal. Era
verano. La canícula caía sobre la tierra estéril como la fusta a un potro
indómito y malvado.
El cielo
ceniciento con un polvo volátil con el viento arrasaba sin piedad el rancherío.
El río seco, las aguadas mermadas y sedientas. Sin sombras para albergar una
sonrisa, un sofoco persistente o un doloroso recuerdo de otros días.
Así llegó
la niña. Del vientre deformado por la ira de su madre que nunca quiso verla. Y
la llevaron hasta el otro valle. La recogió una mujer discreta y solitaria. Le
dio un cobijo de madre. Modesta era el nombre de quien albergó a la pequeña. Su
vida era ese recuadro de vergel que con astucia y paciencia había logrado
arrancarle al erial.
Al comienzo
alimentaba a la niña con leche de una pastora que venía de los alrededores a
amamantar a Deyanira. Cuando supo que ya la pequeña podía comer otros
alimentos, preparó con esmero papillas y caldos.
Observaba
el sueño de la niña, mientras soñaba con el futuro de ambas. Ella, la estéril,
había tocado el cielo con las manos. Tenía en su regazo una vida que crecía con
un ritmo normal y precioso.
Todas las
tardes, cuando el sol se ocultaba tras los árboles, ralos de hojas, se sentaba
en una hamaca a cepillar el suave cabello de la chiquilla. Seda castaña que
empujaba para dejar guedejas brillantes. Modesta, usó lasos de colores vivos y
animó el efecto de su cabellera para hacer feliz a la pequeña. Su compañero,
Demetrio, la observaba a distancia porque se sentía opacado tras la llegada de
Deyanira.
Demetrio siente
un vacío oculto en su corazón, desplazado por ese canturrear tierno que empobrece
el antiguo silencio. Los perfumes familiares a su matriz de hombre rústico de
campo, acostumbrado al perfume de los eucaliptos y estiércol de los animales. Espía
a su mujer, en su interior la odia y sueña con matarla. ¿Cómo puede ahora
deshacerse de ella? ¿Y la niña, esa intrusa que genera una ira incontrolable en
su espíritu? Huye. Se esconde en los plantíos de maíz. Se pierde en un mar de
verde amarillento.
La niña
camina. Corre tras las piernas cuyas huellas de bosta y barro, se desplazan en
el galpón. Nadie mira. Hay un despilfarro de pájaros que revolotean junto al
pozo. Ladran los perros cerca del chiquero. Corren las comadrejas que se mezclan
con las aves. La pequeña cae. Demetrio, la deja llorando.
Modesta
corre, recibe un golpe en la espalda, inesperado. Igual se yergue y levanta a
la nena y la abraza. El humor del hombre es bravío. Un insulto estalla y la
mujer se desplaza como tigresa asustada. Entra en la casa y se parapeta en la
cocina.
Espía por
la celosía que entreabre para husmear. Allá ve la figura umbrosa de su hombre. Tiene la fusta en la mano y sabe
que pronto romperá la puerta y entrará chicote en mano contra ella. Ya vio su
mirada. El odio. ¿Qué puede hacer ahora?
El sueño la
contiene. Se duerme apoyada en la tabla de amasar. Deyanira duerme en su cama.
Y una sombra avanza por el pasillo. Silencioso Demetrio las observa. La noche
se derrama sobre las dos.
Cada
mañana, se escucha el griterío de los animales que van al mercado, un zumbido
de abejas se enreda entre los matorrales que proporcionan dulzura en polen. Los panales están llenos de la miel, dueñas
de sus necesarias vidas. Modesta saca pequeños trozos para edulcorar las
comidas. Sería un lujo que alguna vez, su compañero se sentara junto a ella y a
la niña, a probar sus cocidos. Es una eximia cocinera. Olores exquisitos salen
por las ventanas atrayendo pájaros y algunos cachorros que ingresan por las
cercas rotas, cuyas piedras enmohecidas filtran seres ajenos a su cuidada sala.
Él trae
mazorcas de maíz y los frutos que sembró en otoño, pero se detiene en el dintel
de la puerta. Las mira como distraído, pero sopesa cada cosa que ve y su ira
aumenta. ¡Él es el hombre! Él es el dueño de torcer las vidas de esas
hambreadas, que le roban su libertad. Se aleja con una sonora carcajada. ¡Si
Modesta supiera! Su mirada se pierde por la orilla de la propiedad hacia el
otro rincón donde yace “su amor”, su dueña.
Nadie debe saber
lo que ocurrió aquel día entre los árboles de cerezos. La boca de la hermosa
quinceañera que probó como un vino nuevo o el éxtasis de una sangre joven.
Nadie puede saber dónde escondió su avarienta verga para amancebar a la
doncella… la risa lo deja exhausto. La madre de ese engorro que lo seguía por
todos los rincones del campo. El secreto que consiguió guardar cuando luego le
puso su cuchillo en la garganta para que no se acordara ni de su rostro y menos
de su nombre.
Fue una
tarde de cosecha. Los obreros se esparcían entre los árboles cuyos frutos
relajaban sus ramas con el dulzor de las cerezas. La pilló por la espalda y
así, la dejó silenciada con la boca tapada por su pañuelo sucio y transpirado.
¡Él tendría un hijo! El que no le podía dar la borrica de su hembra. Un varón
de pelo semejante al suyo. Lo robaría de la cuna y sería como la flor del árbol
de la vida.
Cuando supo
que era mujer, la odió. Pero aceptó como un desquite para que Modesta la
cuidara. Y fue creciendo, la niña y su idea de deshacerse de ambas. Soñó con
las diferentes formas de matarlas. Cavó un pozo en una zona de la tierra que no
araba desde hacía muchos años. Allí las tiraría como se tira la mala hierba.
Un día se
sorprendió al sentir su nombre en los labios de la pequeña. No quiso responder
ni mirarla. Siguió caminando a tranco firme. Azuzó a los perros para que la
echaran y ella, llorosa regresó a los brazos de su “madre”, la que la cuidaba
como a una figura de cristal y ámbar.
Cuando
llegó el invierno, se negó a entrar en la zona tibia de la casa. ¡Quédate con
esa molesta niña! Yo, haré lo mío. Y el frío entró, descansó en los ambientes
de la casa y de los corazones. La nieve se acumulaba en las entrañas de la
tierra y de las vidas. Modesta no entendía la actitud hostil de su hombre.
¿Para qué trajo a la pequeña si está tan obcecado y gruñón? Las dudas corroían
su alma. Se aferraba más y más a la chiquilla. Esta, cada día más despierta y juguetona. Se
parecía mucho a cierta cosechadora de otra época. Y pensó, será su hija.
Él, pensó
esperar para hacer lo que tenía entre manos. Una muerte silenciosa y brutal.
Una noche
de tormenta entre truenos y relámpagos, cuando se apagaron los faroles y el
silencio se acomodó en la casa, entró y sacó a la niña dormida. La llevó hasta
el lugar que bien perfilado, había preparado y le clavó un cuchillo en la
garganta. No se escuchó ni un gemido. La echó en el pozo y la tapó con piedras
y tierra. La lluvia fue borrando toda señal que pudiera delatarlo. Se fue
despacio con las manos sucias hasta el aljibe y se acicaló como un perfecto
caballero.
A la
mañana, los gritos de Modesta se escucharon por todo el campo. Embarrada y
llorosa, buscó y rebuscó a Deyanira. No estaba en ningún lado. Él, contrito le
ayudaba. Cabalgó por los montes y llegó al río, hizo todo lo que se esperaba.
La niña no estaba. Se había esfumado.
Los vecinos
buscaron, hicieron novenas y peregrinaciones a la capilla. Se prendieron velas
y candelas. Pero ella no aparecía. Llegó a oídos de la muchacha violada. Y
sintió pánico. Ese maldito me buscará para que le de un hijo varón.
Huyó a la
ciudad para esconderse, de allí a otra aldea lejana. Puso toda la distancia posible.
Y descansó del terror que había vivido.
Modesta, no
podía con su pena. Su hombre la trataba de consolar diciendo que pronto
volvería y si no, buscaría un varón que viniera a remplazar la niña. Pero no
tenía ese dolor que ella sentía. Apenas dormía, por lo que Demetrio ingresó a
la casa y comenzó a comer en la cocina y a disfrutar de los guisos y pucheros. ¡La
miraba de reojo, para ver si ella tenía alguna duda sobre él! Pero la pobre
mujer no tenía esa picardía de los malvados.
Todas las
noches dejaba una luz encendida. Él, en cuanto ella se dormía la apagaba. ¡No
hay que gastar en cosas inútiles!, pensaba. Su lecho estaba cerca de la ventana
que daba al salón donde se ubicaba la antigua cuna.
Pasadas
unas semanas, una noche de tormenta, Demetrio despertó con el suave roce de una
mano. Encendió una candela. No había nadie, y se acercó al lecho de Modesta.
Nada. Ella dormía con una manta de la niña entre sus manos. Él se sonrió. ¡So
tonta! Si supieras… y regresó a su lecho. Al amanecer el silencio de los
pájaros lo dejó asombrado. El sol envolvía los árboles con una luz rojiza y una
persistente niebla se acodaba en la zona donde había quedado la niña. Salió a
buscar las herramientas, cuando escuchó el ruido de los carros que traían a los
cosechadores de cerezas.
Una sonrisa
amplia le surcó la cara. Llegaban con la algarabía de la esperanza, una buena
paga. Miró y remiró a las mozas que bajaban riendo y tomaban sus cestas con
chanzas y canciones. Se restregó las manos. ¡Hoy será mi día!
Cuando se
acercaba a una, salían dos o tres y la rodeaban. Le llamó la atención. ¿Qué les
sucede? Acaso presienten o saben. Mientras camina por los cuadros de los
cerezos, siente una mano suave que le toca la espalda. Se vuelve y no hay
nadie. Una y otra vez, comienza a sentir muy pesados los brazos. Atrapa a una
joven, al mirar su cara, es de un mozo de más de cuarenta años, que lo mira
extrañado. Se confunde. ¡Perdón! Y camina. Tropieza, se cae y dos guapos lo
ayudan mirándole a la cara.
Ve a las
mozas que ríen y busca tocarlas, pero les cambia el rostro tan pronto se les
acerca. Son muchachos de la edad de Deyanira. Y se mofan. Corre hacia la casa.
Se interpone su perro y cae en el cieno. Desfigurado el rostro, parece un
demonio. Lo rodean las cosechadoras cuyas carcajadas, le impiden moverse.
Miedo. Terror. Horror.
Entra a
esconderse en la casa. Modesta lo mira y le pregunta muy seria: ¿Qué tienes
marido? Y en ella ve a la niña y siente su mano sobre la espalda, suave la voz
que le nombra: ¡Padre! ¡Demetrio! ¿Qué hiciste conmigo? ¡Es el espíritu de
Deyanira que bajo la suave luz se precipita como el ala de un ángel vengador!
Él, huye
hacia el huerto y cae. ¡Ese rumor que en nuestra alcoba, escasa de luz… que
apagas cada noche, se escucha la voz de un espíritu, que pasa agitando sus alas
en la sombra! Modesta se acerca y le murmura al oído, todo lo que sabe.