martes, 27 de febrero de 2024

AMANECER

 

Recibí en la  alcoba enredada en el encaje

de mi almohada,

un latigazo blanco de ternura infinita,

y fueron las caricias

los suspiros dorados

las palabras silenciadas apenas,

con las cuales acarició mi piel.

y contorneó mi cuerpo.

Un ángel pálido estaba allí.

Recibió una poesía

de vino tinto, como ave fiel

al revolotear entre mis manos.

¡Sabor a damascos!

¡Aromas y susurros!

Aprecié

en el instante en que cayeron

sobre mi cuerpo

una cascada de besos.

Luego al clarear

amaneció en la alcoba

y ya,

el sol suavemente me envolvió

con poesías.

 

 

 

 

                       ..............................................................

 

EL HORÚTA

  

El agua subía distrayendo la costa  para derrumbar los camalotes isleños. El Horúta continuó empujando la jangada hacia el pueblo Tapí Purá. La ranchada se dormía en la superficie de las aguas que aleteaban como pájaros alertas. De vez en cuando se oía el grito del macaco aullador, agudo y sólido. Las mojadas cachas se apilaban en la mitad del madero, parecían el cadáver de la tapera.

Un chajá voló asentándose en el esqueleto de un ñandubay. Rápidamente se pobló de aves blancas y negras. De cuellos largos y afilados picos prestos a romper las valvas de los caracoles del río. Ojos ávidos de mirar pequeños peces y alevinos que poblarían las orillas con las aguas mansas. El Horúta se acordó del árbol del playón del pueblo que en navidad una “doñita” se porfiaba en adornar con chucherías brillantes y caramelos para los niños. Eso parecía ese armazón de palos desgajados y cubierto de pájaros. Pasó un lanchón de prefectura y levantó una lluvia de agua fría que le humedeció el miedo. No confiaba en los extraños, milicos, venidos desde quién sabe que lugar… solían quitarles los cueros y le propinaban rebencazos por cazar en el río o lagunas. Tenía recuerdos en las costillas.  Su odio antiguo le penetró el alma. Pensó en la Negra, china fuerte que le dio siete hijos desde que la trajo de Paysandú. A tiempo la mandó río abajo a casa de los Rosales con los críos. Ella tosía mucho y el Coté, tenía calentura en el cuerpo pequeño. Allá había una “dotora” hábil  que le sacaría el mal de ojos y cualquier maldad del cuerpo. La Virgen de Iratí le sacaría los demonios chicos y con la seca estarían buenos.

¡Cuando él era niño, necesitó la médica de Caá Guazú! Le dio algunos yuyos y le curó la gusanada de las tripas. Le enseñó a mamá vieja a cocer todo y el agua en especial, porque ya venía sucia por el río.

Los carpinchos, ahora, se amontonaban sobre los irupés y los chanchos del monte escapaban por las orillas cenagosas de la rivera. ¡Todo está patas para arriba, que carajo! El sol había desaparecido de las aguas tras los montes. Las ranas y sapos rompían el tibio ronroneo del agua contra la jangada y sus llamados de amor comenzaron a ponerlo nervioso.

Si no llego pronto, me cubre la noche y los yacarés salen de sus madrigueras… nuevamente sintió frío. No había luna, su amiga. De pronto chocó la pértiga con una roca y se quebró. Estaba en apuros. El urutaú gritó entre los árboles advirtiendo que ya había movimientos en el  oleaje. En el recodo vio que había una luz silenciosa y un hombre le hacía señas desde la otra orilla. Era el Ñato Leiva. Se sintió en la gloria. Abocinó los labios y gritó por ayuda. Entre los árboles vio que se acercaban varios compadres en un bote. La ayuda llegó en el momento justo en que un yacaré coleteaba junto a la jangada. Perdió unas cachas para asustar al bicho. Ya sabía cómo le molestarían los gritos de la Negra. No tenían casi nada y perdía ollas y jarros. Un rebencazo y se callaría, pero ella tenía siempre razón. Se secó con el dorso de la manga una lágrima que iracunda se metió en su cara. El chasquido de la cuerda que le tiró el Ñato era su salvación. La apretó entre las manos que ya sangraban por el esfuerzo. El abrazo llegó corto y fuerte. Remaron para la costa y allí, se encontró con la lancha de prefectura. Había un grupo de familias que comían alrededor de un fuego, asado que hacía mucho no comía él. Con el cuchillo en la mano, el prefecto le pasó un buen trozo de carne cocida. Comió en silencio. Desconfiado, puso la carne en un trozo de pan de grasa. Le supo a miel. Una india se le acercó con una jarra de cerveza, la espuma se le quedó coronando la barba crecida. El Ñato le habló en guaraní para que no le entendieran los milicos. Supo que su mujer e hijos estaban bien en la estancia. Pero el agua había llegado hasta el terraplén.

Acomodó la hamaca y se echó a dormir. Mañana si había un mañana, seguiría en el río para encontrar otra vida.

 

EL REGALO DE ABRIL

  

            Llegó una tarde corriendo por el pasillo de la casa. Estaba eufórico, había hecho tres goles con sus zapatillas nuevas. Los otros chicos lo habían rodeado alabando su buen juego en la cancha de la plaza. Bueno, de lo que quedaba de la plaza. Comenzaba el frío y el sol ya no alentaba a salir en las tardes y los ruidos de las metrallas tampoco. La ciudad de Alepo estaba cerca y la guerra se avecinaba, por eso su abuelo le había comprado zapatillas nuevas por si tenían que huir. Esa noche sintieron las orugas de los tanques, los gritos y no pudieron encender luces ni siquiera para orar.

            Un pequeño atado de ropa y su libro de rezos era todo lo que se podía llevar. El abuelo le acariciaba la cabeza y le abrigaba el cuerpo que ya mostraba un poco desnutrido por falta de alimentos. ¡Así es la discordia que amenazaba su país! Su padre se había ido con los del ejército regular y no sabían nada de él. Su madre lloraba, pero se las ingeniaba para hacerles la vida agradable. El techo estaba roto y caían algunas cañas hacia el suelo, pero aun había ese hermoso perfume a hogar.

            Rachid abrazó sus pocas pertenencias y se acercó al anciano. Su madre alzó a Mussi, la pequeña de seis años y salieron despacio por la parte de atrás de la casa. Llevaban muy pocas cosas. Las pocas joyas de la boda de Maymuna las escondió entre sus ropas que ya no tenían ese color negro noche de antaño. El velo le ocultaba el rostro y sus bellos ojos no se veían. Pero una mirada enrojecida abrazaba los párpados. El abuelo iba adelante como indicando por donde debían pasar. El niño se acordó de su pelota y quiso regresar pero una mano fuerte se lo impidió. Era de su tía Alifa. Allí también estaban sus primos. ¡Qué mala suerte, eran estúpidos y siempre discutían por todo! Pero estaban pálidos y callados. Terror. Eso los mantenía callados y serios.

            Un estruendo y prácticamente desapareció la casa. El fuego como mordedura de serpiente había consumido las paredes de barro y caña. Estaba desatada la contienda en el pueblo.

            Caminaron entre escombros en silencio. Las manos apretadas por los mayores y el aire irrespirable. Les dolía la garganta por el polvo y el humo que envolvía todo.

            Al amanecer se escondieron en una granja abandonada. Habían caminado un siglo para los niños agotados. El miedo acorralaba. A lo lejos se veían columnas de humos. Al regresar la oscuridad, caminaron nuevamente hacia el oeste, tenían que llegar a Turquía. Aunque ya el anciano estaba muy débil y los niños llorisqueaban.

            Maymuna, les repartió unos trozos de pita con queso de cabra, un trago de agua que se iba acabando fue lo que los animó un poco. Vieron que otras familias también escapaban por el campo. Algunos trataban de llevar sus ovejas o cabras. Pero se hacía muy difícil. Ellos iban ligeros de trastos. Los dejaban atrás muy pronto.

            Fueron días largos y dolorosos. Dejaron al abuelo que siguiera con su fuerza debilitada. Acompasaron el paso a su paso lento. Una mañana avistaron una colina donde se veía la frontera, la libertad estaba cerca. Sin embargo en silencio observaron a los mayores que miraban con mucha desconfianza la muralla de piedra que separaba su tierra con Turquía. Allí seguro habían puesto trampas.

            Esperó el abuelo las sombras y se fue acercando lentamente entre las hierbas y los matorrales. Vio a unos hombres que colgaban de un poste, otros estaban en la tierra sembrados como semillas sangrientas. Se detuvo y esperó. Unas mujeres que se acercaron al paredón lograron trepar y desaparecieron. Con su bastón les hizo una seña. Avanzaron y llegaron junto a la pared de piedra. Primero emergió el anciano, ya estaba jugado, si le herían era su destino. Luego subió a los niños uno a uno y finalmente las dos mujeres. Unos soldados que no hablaban su idioma les recibieron los pequeños bultos. Y les hablaron serios sobre algo que no entendían. Maymuna entregó dos cadenas de oro por los niños y un brazalete por ella y el anciano. Su cuñada hizo algo parecido. Los soldados las subieron a un camión y despacharon hacia el valle donde estaban los refugiados. Allí fueron acogidos por unas mujeres que no llevaban chador y se cubrían el cabello con pañuelos. Sonó la hora de oración y todos se tendieron para rezar. ¡Alá, misericordioso los había llevado a un buen lugar!

            Esa fue la primera noche que durmieron bien. A la mañana, a Rachid le indicaron que tenía que seguir al maestro. Llevó su Corán y entró en una carpa acondicionada para los muchachos. Las niñas estaban separadas.

            Pasaron días y meses. En abril, una bella señora le regaló un lindo gatito. Le pidió que lo cuidara y así la ayudaba con su tarea diaria. Cuando llegó a la carpa su madre lo regañó. ¿Cómo harás con la comida? El niño no había pensado en eso. ¡Mamá este animalito será un buen musulmán y comerá lo que consiga! La persona que se atrevió a darte este animal, no pensó en nuestras necesidades. Rachid, suspiró y regresó a buscar a la dama. Era una médica que sabía que los niños necesitan tener una mascota cuando pierden tantas cosas lindas en la niñez. Le prometió que le daría una ración para el felino, y lo acarició con ternura. Era una bella doctora extranjera. Rachid, corrió feliz por el pasillo entre las carpas del refugio con su gato que ronroneaba con gusto entre sus delgados brazos infantiles.

SOLILOQUIO DE UN PERRO

 


 

            El ruido me volvió loco. Salí tan pronto pude. Corrí con la fuerza que mis patas me lo permitieron hasta que de pronto me di cuenta que estaba en un lugar desconocido, lejos de mi hogar. ¿Pero a quién se le puede ocurrir hacer semejantes estallidos en medio de la noche? Es cierto que el cielo se pobló de luces d colores, pero con el miedo que tuve no miré mucho. ¡Qué miedo! Me acurruqué debajo de unos ligustros y allí me quedé dormido.

            Un ser humano joven me vio y me levantó, me acarició y como yo temblaba, me dijo…Napoleón debes ser mi guardián. ¡Pero cómo si yo me llamo Tom! Quiero ir con mi dueño. Él, es bueno conmigo. ¡Eh, llévenme con mis niños queridos!

            Nada. Yo ahora soy Napoleón y convivo con una verdadera jauría de perros que tienen diverso carácter, poca educación y algunos son hasta sucios. La más vieja es una hembra; se llama Aída. Es casi ciega y no tiene dientes, cosa complicada para uno de nosotros. ¿Cómo roe los huesos? Es cómico verla comer. Es la única que puede entrar a la casa. Nos vive gruñendo por todo, en especial a uno que se llama Chaplin y es tuerto. Ese pobre tiene la pata trasera rota y se arrastra.

            Anoche me llevé un gran susto. De pronto apareció una rubia, de pelo largo y vestida de minifalda roja con brillo y se acercó para hacerme cosquillas en la panza, yo salté… ¿quién era esa? ¡Eh, tonto, soy yo Brian! Era mi rescatador, vestido así, todo como mujer…detrás venían otros dos u otras dos, una pelirroja y una morocha,  vestidas con ropas raras, con los labios pintados de rojo y muchos colorinches. Eran Jonathan y Omar. ¿Adónde van estos así, pensé? Tendré que averiguar.

            Me acerqué prudente a Fidel, era bastante viejo pero no me gruñó. ¿Che, porqué el Brian y los amigos se visten así? ¡Ay, loco, nada, son trans! ¿Qué? Son Transexuales. ¿Y eso qué carajo es? Se sienten minas. ¿Cómo? Nada, loco, es tan antiguo como el viento. ¡Ah, yo no sabía! Yo vivía con una familia muy rara, pero nunca así. Ellos se juntaban a rezar entre muchos y leían libros, que decían sagrados. Eran buenos mis dueños. Estos también, a mi me rescataron de una tarada que me ataba y me pegaba. Por eso un día pasó don Micheel y me agarró, me desató y me trajo. Él, es raro, pero bien piola. Gracias por darme una lección, Fidel.

            Me fui por el pasillo del fondo y me quedé pensando en mi destino. De dueños serios y religiosos, a amos “trans”; ¡qué cambio!

            De día todo era casi normal, para mí, que creía en lo “normal”. De noche se armaban unos raros encuentros de música ruidosa de la que yo sólo espiaba. No me gusta el ruido. Me da miedo. Una noche llegó una perra, hermosa, algo herida. Le decían Madona. Era linda. La bañaron y la perfumaron. Se armó un revuelo entre los machos. Yo la defendí y se quedó junto a mí. Era inseparable, pero yo no tenía ganas de complicarme la vida con hembras, ni con machos; por lo que tomé la medida de cuidarla sin darle mucha importancia.

            Un día de mucho calor, don Micheel sacó un auto rarísimo. Atrás llevaba un cajón de los que usan para los muertos. Él, vestido con un pantalón de baño a lunares celestes y rosados, cada uña de las manos y pies pintadas de colores y el pelo color verde, con una chaqueta de piloto de color naranja, se metió en el cajón y acostado se hizo llevar por el chofer a un “recital en un teatro”. No me animé a seguirlos, me podía perder. ¡Pero qué loco! Fidel se me acercó y me contó: ¡Nuestro amo, es un músico famoso, lo adoran multitudes! Tiene ganados discos de oro y platino. ¡Es un genio musical, medio desquiciado, pero es muy generoso! Nada. Hace cosas raras, por eso lo dejó la madre del Brian. ¡A la hija, la metió al río cuando era chiquita para ponerle el nombre y casi la ahoga…lo llevaron preso! Me jodés. ¿La bautizó en un río? ¡Está más loco que yo! No, estaba volado con marihuana. ¿Qué es eso? ¡Che, Napoleón, sos tonto! No, nunca supe de esas cosas. Es una hierba. Déjalo así, mejor ni te cuento.

Cuando la ví a la chica la miré diferente. ¡Pobre! Bautizarla en medio de un río. Y nombrarla con un “Sirenita”, como si fuera un cuento infantil. Quisiera volver con mis dueños de antes. Pero no creo posible que los encuentre. Acá son raros pero me dan bien de comer y me siento cuidado.

Cuando don Micheel, llegó, se tiró por la ventana a la piscina. Yo pensé: este idiota se mató. ¡Salió nadando como un pez! ¡Qué extraños son los humanos! Gracias a la vida que nací perro.

Mañana, voy a intentar salir de casa para ver si me oriento y regreso a casa. ¡Pero me da pena Madona, está tan triste que no quiere comer si yo no estoy cerca! Es una chica buena, algo remilgada, siempre se esconde de los otros perros y es amiga de los gatos… ¡Increíble! Se deja bañar por una gata vieja que suele desayunar en la casa con Brian en la terraza. Mete sus patas en la taza con café y se lame sin pudor. Y el muy cochino de Brian, sigue bebiendo el café como si nada. ¡Un escándalo ver las costumbres de estos nuevos amos! Si me viera mi otra dueña, diría que están endemoniados. Son algo exagerados, son mugrientos, nada más.

Recién escuché una riña entre Fidel y Aída. Parece que alguien se robó la comida de la mesa de la sala donde están todos los instrumentos de música. Por las huellas era el Fidel. ¡Extraño que un buen perro robe comida siendo que acá sobra para todos! Me puse a espiar y descubrí que era una amiga de Sirenita, que trajo de la calle. Escuché la palabra “indigente” y me acordé que mi dueña anterior cocinaba para esos, los indigentes. ¿Conocería a mis amos? Tal vez me lleve a su casa. Me acerqué y descubrí que tenía en el bolsillo un reloj del amo. Le ladré fuerte. Me pateó. Se armó. Vino Aída, Fidel, Chaplín, Caruso, Tita, Tosca y Beethoven y ladraban como locos o gruñían a la piba. Brian se dio cuenta que pasaba algo y la agarró del pelo. Le sacó de un tirón la peluca. ¡Era un tipo! Me dio una patada y di como mil vueltas por el aire, lo mordieron todos los muchachos, hasta Aída sin dientes…!

Ahora soy el rey del grupo. Todos me tratan bien. El amo, se acercó y me puso sus flacos dedos en el lomo. Y se sentó al piano y me cantó una canción que hablaba de mí. ¡Qué suerte que tengo! Soy un perro muy suertudo. Madona me hace cariños y me lame la herida que me dejó la patada del ladrón. ¡Es divina Madona! Pero no se lo voy a decir. No quiero tener problemas con hembras.

¡Napoleón…, vení! Me está llamando el Brian, otra vez está vestido de “mina”, ¿qué quiere ahora? ¡Ay, me quiere poner un vestido de lentejuelas! Yo me voy. Soy un macho. Déjenme de cosas raras a mí.

 

 

LA FAMILIA DE JOHANNS

 


La niebla lamía sus pisadas de botines viejos, heredados. Su padre, regresaba del obraje con las manos secas y el corazón alegre. El perfume de la olla se percibía desde el contrafrente de la casona. Era un día de fiesta. Era su día. Una noche llena de luz y esperanza escrita en la frente de su hija. Luna llena. Fragancia de albahaca y estofado de gallina.

Ingrid esperaba sentada en una silla frente al fuego. Esa mañana había regresado Erna de la casa grande con ropa usada pero limpia. Feliz de traer una gallina, pan de trigo y patatas. La muchacha encontró a sus hermanos como los había imaginado. Altos, desgarbados y rústicos. ¡Pero tan buenos como cuando eran chicos!

Ellos, cuidaban y ordeñaban a “Mimí”, la vaca con su nuevo ternero. Segaban el centeno y cosechaban los frutos de manzanos y perales. Otto, tenía una conejera con hermosos gazapos blancos. Y Kurt cuidaba las gallinas y el cerdo, que engordaba con esmero. Érica, la pequeña, hilaba como su madre lana de las ovejas del patrón de la casa grande.

Eran felices. Se sentaban junto a la mesa a cantar después de la cena. Hasta que el viejo reloj del templo llamaba a la oración de la noche. Se contaban historias y leyendas. Luego cada uno a su lecho, para despertar al alba.

Todo era silencio entonces hasta el canto de los gallos. El salto era de enérgico despliegue, cada uno a su tarea. ¡Pero vino la guerra!

Los muchachos debieron marchar, las mujeres redoblaron el trabajo hasta la requisa del gobierno, que se llevó chancho, conejos y pollos. Escondieron la harina y la cerveza casera que fabricaba Johanns. Se llevaron la mula y al patrón las ovejas. Hubo que destejer y retejer las medias, los chalecos y las mantas.

El carbón y la leña no alcanzaban. El frío comenzó a invadir la casa y huyeron hasta los pájaros de los pinares. Entonces, las muchachas usaban los botines heredados, remendados por las hábiles manos de la madre.

Siempre esperando al padre y los muchachos. Tardaron varios meses, muchos. Algunos regresaron. Y volvieron a calentar la casa con lo que quedaba de sillas, cajones y muebles de la casa. Ingrid, se ingenió para llenar las ollas con exquisitos aromas que buscaba en el bosque. Regresó Johanns con las manos llenas de medallas de honor. Sus valientes hijos, no regresaron ese invierno. Otto, vino abrazando a un soldado herido y a su hermano sin piernas. Igual, se sentaron junto a la mesa y cantaron hasta que el silencio los doblegó en cansancio. Ya el reloj del templo estaba callado. Y el patrón no venía. Erna buscó a la esposa, que enferma y triste, estaba sola en la enorme vivienda.

La dama, solitaria lloraba y sonreía, alternativamente. Pero estaba muda. No comía. Erna le daba pequeños bocados. Bebía algo de cerveza casera y miraba asombrada a esas mujeres y hombres valientes que la cuidaban como a un niño. Érica, le sobaba las manos para calentarlas y los pies para que cobraran un color vivo.

El amor de esa gente le devolvió la vida. Una mañana cuando el sol asomaba, apareció el patrón y se abrazó a Johanns. Había perdido todo. Había recobrado todo. Esa familia tenía un tesoro increíble. Esperanza y amor verdadero.

sábado, 24 de febrero de 2024

EL LETRADO

 

            Alejandro había pasado por la universidad sin pena ni gloria. Un alumno del montón que había conseguido el título de Licenciado en Leyes por astuto y persistente.

            Era bastante parco, miedoso y tartamudeaba cuando se ponía nervioso. No quiero contar cuando estaba frente a una mesa de exámenes, con tres o cuatro profesores de esos que te miran como si el que tienen adelante es una cucaracha. ¡Y hay que  pisarla! Pero sin embargo lo logró. Con sus miedos y prejuicios cumplió secretamente el anhelo de Bettiana, su eterna enamorada que creyó que con el famoso diploma se venía el casamiento. Se equivocó. Alejandro envalentonado, se marchó a un pueblo del interior para ser el “doctor en Leyes” y hacer política.

            Había comprado un auto usado y alquiló una casita donde colgó un cartel que anunciaba su condición de Abogado especialista en toda clase de temas. Llovieron pequeños productores que el banco regional quería rematar, algunos vendedores que pasaban por ahí y dejaban hijos producto de adulterio y que les obligaban las mujeres a pagar su cuota de alimentos y problemas de arrendatarios y dueños que se entreveraban en deudas eternas para cobrar. Todo dependía de si había buenas cosechas o si la siembra era escasa o mala. Ni hablar de los campos anegados y los vientres de los animales nulos.

            De vez en cuando recibía una carta de Bettiana que le reclamaba la promesa hecha el día que se recibieron en el secundario: “Lo primero que hago si me recibo es casarme con vos y llevarte a Europa de luna de miel”. Ni loco la traía a ese pueblo de morondanga. Y llevarla a viajar. ¿Con qué? Si la mitad de los trabajos que hacía se lo pagaban con un cordero o con un cheque que no lograba cobrar por meses. ¡Comer comía bien, ya que por ser un “ilustre” en el pueblo, lo invitaban a todos los acontecimientos del lugar: casamientos, bautismos y fiestas familiares! Se hizo amigo del médico, otro zopenco como él, que no daba a basto con la clientela.

            Y un día ocurrió. Vino al estudio una mujer que rompía las paredes… era casada y quería el divorcio. Allí, en el mismo sillón de cuero verde, se puso a llorar mientras mostraba unas piernas dignas de una modelo. Rubia, (teñida) con labios gruesos y con mohines de niña que lo dejaron patas para arriba. Unas “gomas” que marcaban hoyuelos en la blusa y la pollera corta que al sentarse, mostraba el muslo gozoso. Cayó rendido a sus pies, prometiéndole que en un corto tiempo era divorciada. Ella le aclaró que no tenía como pagarle y él, generoso, le dijo: Querida ya veremos, dejemos eso para más adelante. Y así fue ella se divorció y pagó. En el modesto hotel del pueblo le pagó con unos amores inolvidables.

            Ella, se quedó con un campo de trece mil hectáreas y de pronto Alejandro, abogado, dejó el estudio y se dedicó a trabajar el campo. Dicen que Bettiana sigue esperando. Y él es un rico hacendado con miles de pesos en el banco. ¡Ah, el zopenco, hizo algo parecido, se casó con la prima de la mujer y tiene otro campo lindero en el que cría ganado Holando-Argentino que exporta al exterior.

            ¡Hay que tener cuidado con los letrados!

           

SANGRE DE MÁRTIR

 

 

¡Nadie caminará de mi mano al destierro!

 

Mi alma sosegada adocenará inviernos.

 

Una luz deslumbrante acogerá el denuedo

 

De encontrar entre espinas

 

La Verdad y el Silencio.

 

En lo alto la Cruz

 

Con sus heridas abiertas.

 

En mis brazos la cruz que me alienta a su encuentro.

 

Y una espera vital de Jesús Nazareno

 

Que me acoja en sus brazos

 

Llagados y perpetuos.

 

Mañana, estaré aquietada en espera.

 

Ser necesariamente una llaga

 

Que duela,

 

Con la mirada puesta

 

En la Cruz Golgotana y…pasará

 

a la hora esperada,

 

Una gota de sangre

 

Una lágrima pura,

 

Pura Sangre de Mártir.

ELLAS EN SU CASA

            La niebla lame sus sandalias viejas, heredadas y algo rotas. Ella era tan fuerte como una palmera en el desierto. Rústica y firme. Llena de fuerza y ternura como un nido azotado por el viento. Pero no ahora. Ahora, cuando tendrá que hacer malabarismos para poder alimentar a sus cuatro hijas.

            Antes, cuando Abu Yasir la sacó de su pueblo, allá en las montañas, un sin fin de premios creyó que le depararía la vida. Sabía guisar, asar bien en el horno el cordero y hacer pasta de garbanzos y queso de cabra. Su madre, le enseñó a tejer en un telar familiar. Supo hacer alfombras para vender y ayudar en las compras de su familia. Su hermosa casa de barro y caña, se transformó de pronto en un verdadero refugio, una oquedad segura a su soledad de mujer.

             Una mañana Abu Yasir salió al mercado con su moto y antes de asistir al templo, dejó un pedido de verduras y carne en el negocio de Turuk, que le proporcionara su vecino Omar para hacerse de unas monedas. Depositó la moto allí y siguió entre los transeúntes que se dirigían a la mezquita a orar. Ingresó luego de lavarse y dejar sus sandalias en el sector opuesto al que le correspondía. Ese que estaba destinado a los obreros, extrañamente parecía lleno de bolsas con calzado.

            Vio entrar al Imán y cuando todos comenzaron a rezar, un estallido fatal, arrebató la vida a decenas de hombres. Simplemente quedaron allí, como trozos de carne destripada y sanguinolenta. Había muchos heridos. Llegó un coche policial y nuevamente un estallido impidió que se socorriera a los ahí caídos. Esa noche, Sima esperó en vano. Su vecino golpeó la pequeña puerta y le dijo que la moto de Abu Yasir estaba en el negocio. Ella se cubría con respeto y el hombre de espaldas, le dijo: -Mujer Abu Yasir estaba en la mezquita, donde esta mañana pusieron bombas los “hombres de negro”. De su garganta sólo salió un quejido. ¡Su esposo muerto! Ella viuda en un mundo hostil y cruel, para las mujeres solas. Sus cuatro hijas serían como pájaros muertos.

            ¿Cómo llegar hasta su pueblo en la montaña? No tenía un hombre que la pudiera acompañar y sin un varón no podía moverse en la calle. Menos aun siendo viuda. En la oscuridad de media noche se acercó Turuk. Golpeó la puerta y esperó. Ella asustada se colocó la burka más enlutada y tras una pequeña ventana lo atendió. Señora Sima, le dejo el dinero que no pudo recoger su difunto marido; y la moto. Véndala y ayúdese con eso. Llame a su padre. Ella entre sollozos le dijo: ¡Está muerto, en mi familia que está muy lejos, en la montaña, no hay hombres! Mi madre es sola y vive con un tío muy anciano. Tienen solo un asno y no saben salir del lugar. Llévese la moto y le mandaré a uno de mis niños a recoger lo que pueda darme por su venta.

            Esa noche decidió vestir a su hija de diez años de varón para poder mandarla a la calle en su lugar. Sabía que su prima Suraya había sido varón unos años cuando su madre en la aldea quedó viuda. Se quedó despierta sobre su alfombra cuando ya amanecía. Lamiya, la despertó. Habían venido unos policías a buscarla. Se colocó la burka y se cubrió las manos y los pies antes de asomarse. Un recio preventor de la mezquita quiso ingresar a la modesta vivienda. Ella, no se lo permitió. ¡Aun no ha llegado mi hijo! El hombre sonrió. Sabía que no había un hombre en esa casa, pero supo que debía cumplir con la ley de Alá, el Misericordioso.

            Abu Yasir, su marido será llevado al campo cerca de la “madrasa” y así podrán ir luego a ver su tumba. Cerró ella, la ventanilla de la puerta y dando la espalda al preventor, asintió. Iremos en cuanto pueda salir con mi hijo. Una carcajada pedante y ríspida salió de la garganta del hombre. ¿Usted tiene un hijo? No, tengo una “Bashar posch” en mi hogar. ¡Ah, entonces esperaremos que se presente en la central de policía a firmar unos papeles! ¿Su hijo se llama?... Desde hoy Nihad Mohamed. Hasta ayer se llamaba Lamiya. ¡Ya verá usted lo inteligente que es mi hijo! Buenas noches.

            Desde el altavoz de la mezquita ya sonaba la voz del Imán para la oración del anochecer. El preventor subió al coche policial y huyó del lugar. ¡Puah, puras mujeres y dice que tendrá que transformar a una hija en varón! Desgracia que no tiene un pariente masculino en la ciudad.

            Se sentó en la alfombra a llorar y llamó a Lamiya. Hija desde hoy serás varón. Ven, te cortaré el cabello y te pondré una ropa que achicaré para ti. Era de tu padre. Pasaré la noche entre lágrimas y costura, pero mañana habrá un hombre en esta casa. Debes aprender a comportarte como tu prima Suraya. La niña salió sollozando y se durmió recordando lo fea que se veía su prima Suraya, cuando era hombre. ¡Yo seré un “Bashar posch” y tendré que jugar al fútbol con los varones de la escuela y se reirán de mí!

            La mañana las encontró transformadas en otros seres. Más tristes y llorosas; más pobres y más firmes en sus decisiones. Nihad Mohamed, era un niño de diez años, con sus sandalias raspadas con tijeras, su pelo al ras y con una vestimenta tan fea que le bailaba en el flaco cuerpo de pequeño asustado. Su madre cubierta con tres velos y la burka, caminó tres pasos detrás de su “hijo”. Todo el camino, la miraron extrañados, ya que sabían de su tragedia. El cuerpo de Abu Yasir, estaba aun sobre un trozo de cartón en un oscuro garaje policial junto a restos de seres inescrutables, pedazos humanos recogidos sin piedad entre los escombros. El niño, se tomó de una argolla para sujetarse y devolver la poca comida de la mañana. ¡Nunca olvidaría ese día! Firmó unos papeles que le presentaron con su nuevo nombre y la madre apoyó la yema del dedo entintado. Le ordenaron salir y regresar a su casa. Se ocuparían ellos de los trámites que faltaban. Como un remolino de pájaros negros los dolientes buscaban los despojos de los hombres. La mujer salió detrás del “Hijo” y caminó en silencio. Al llegar a la vivienda, el olor de cazuela de pollo sorprendió a ambos. Su vecina le había dejado una olla con comida. Comieron en silencio.

            Desde ese día, Nihad Mohamed tendría que vivir como el varón de la casa, hasta que creciera y su cuerpo se desarrollara como antes. Por lo que su madre les dijo: Desde hoy cada una de ustedes irá aprendiendo a ser un “hombre”. Y ella permanecería encerrada dentro de esa jaula inhumana en la que vivían.

 

VOCABULARIO:

Burka: velo de tela que cubre desde la cabeza a los pies en zonas de Afganistán y países aledaños. Puede ser de color añil.

Preventor: especie de policía religioso, que controla a la sociedad islámica.  

Bashar posch: se dice de la necesidad de transformar niñas en varones en la sociedad ultra islámica, para remplazar a un Varón. La mujer no puede salir a la calle, ni a comprar alimentos, sola, sin un acompañante masculino de la familia: padre, esposo, hijo, abuelo o tío.

Madrasa: escuela coránica, donde acuden las niñas para aprender a leer y recitar las zuras del Corán.

           

DEYANIRA

 

¡Ese rumor que en vuestra alcoba, escasa de luz… es la voz de un espíritu, que pasa agitando sus alas en la sombra! Amado Nervo.

 

 

            Por un amor incómodo y frustrado, la llamaron Deyanira. Su piel morena y ojos de lustre luminoso hicieron su camino un desquite de cielo o de infierno colosal. Era verano. La canícula caía sobre la tierra estéril como la fusta a un potro indómito y malvado.

            El cielo ceniciento con un polvo volátil con el viento arrasaba sin piedad el rancherío. El río seco, las aguadas mermadas y sedientas. Sin sombras para albergar una sonrisa, un sofoco persistente o un doloroso recuerdo de otros días.

            Así llegó la niña. Del vientre deformado por la ira de su madre que nunca quiso verla. Y la llevaron hasta el otro valle. La recogió una mujer discreta y solitaria. Le dio un cobijo de madre. Modesta era el nombre de quien albergó a la pequeña. Su vida era ese recuadro de vergel que con astucia y paciencia había logrado arrancarle al erial.

            Al comienzo alimentaba a la niña con leche de una pastora que venía de los alrededores a amamantar a Deyanira. Cuando supo que ya la pequeña podía comer otros alimentos, preparó con esmero papillas y caldos.

            Observaba el sueño de la niña, mientras soñaba con el futuro de ambas. Ella, la estéril, había tocado el cielo con las manos. Tenía en su regazo una vida que crecía con un ritmo normal y precioso.

            Todas las tardes, cuando el sol se ocultaba tras los árboles, ralos de hojas, se sentaba en una hamaca a cepillar el suave cabello de la chiquilla. Seda castaña que empujaba para dejar guedejas brillantes. Modesta, usó lasos de colores vivos y animó el efecto de su cabellera para hacer feliz a la pequeña. Su compañero, Demetrio, la observaba a distancia porque se sentía opacado tras la llegada de Deyanira.

            Demetrio siente un vacío oculto en su corazón, desplazado por ese canturrear tierno que empobrece el antiguo silencio. Los perfumes familiares a su matriz de hombre rústico de campo, acostumbrado al perfume de los eucaliptos y estiércol de los animales. Espía a su mujer, en su interior la odia y sueña con matarla. ¿Cómo puede ahora deshacerse de ella? ¿Y la niña, esa intrusa que genera una ira incontrolable en su espíritu? Huye. Se esconde en los plantíos de maíz. Se pierde en un mar de verde amarillento.

            La niña camina. Corre tras las piernas cuyas huellas de bosta y barro, se desplazan en el galpón. Nadie mira. Hay un despilfarro de pájaros que revolotean junto al pozo. Ladran los perros cerca del chiquero. Corren las comadrejas que se mezclan con las aves. La pequeña cae. Demetrio, la deja llorando.

            Modesta corre, recibe un golpe en la espalda, inesperado. Igual se yergue y levanta a la nena y la abraza. El humor del hombre es bravío. Un insulto estalla y la mujer se desplaza como tigresa asustada. Entra en la casa y se parapeta en la cocina.

            Espía por la celosía que entreabre para husmear. Allá ve la figura umbrosa de  su hombre. Tiene la fusta en la mano y sabe que pronto romperá la puerta y entrará chicote en mano contra ella. Ya vio su mirada. El odio. ¿Qué puede hacer ahora?

            El sueño la contiene. Se duerme apoyada en la tabla de amasar. Deyanira duerme en su cama. Y una sombra avanza por el pasillo. Silencioso Demetrio las observa. La noche se derrama sobre las dos.

            Cada mañana, se escucha el griterío de los animales que van al mercado, un zumbido de abejas se enreda entre los matorrales que proporcionan dulzura en polen.      Los panales están llenos de la miel, dueñas de sus necesarias vidas. Modesta saca pequeños trozos para edulcorar las comidas. Sería un lujo que alguna vez, su compañero se sentara junto a ella y a la niña, a probar sus cocidos. Es una eximia cocinera. Olores exquisitos salen por las ventanas atrayendo pájaros y algunos cachorros que ingresan por las cercas rotas, cuyas piedras enmohecidas filtran seres ajenos a su cuidada sala.

            Él trae mazorcas de maíz y los frutos que sembró en otoño, pero se detiene en el dintel de la puerta. Las mira como distraído, pero sopesa cada cosa que ve y su ira aumenta. ¡Él es el hombre! Él es el dueño de torcer las vidas de esas hambreadas, que le roban su libertad. Se aleja con una sonora carcajada. ¡Si Modesta supiera! Su mirada se pierde por la orilla de la propiedad hacia el otro rincón donde yace “su amor”, su dueña.

            Nadie debe saber lo que ocurrió aquel día entre los árboles de cerezos. La boca de la hermosa quinceañera que probó como un vino nuevo o el éxtasis de una sangre joven. Nadie puede saber dónde escondió su avarienta verga para amancebar a la doncella… la risa lo deja exhausto. La madre de ese engorro que lo seguía por todos los rincones del campo. El secreto que consiguió guardar cuando luego le puso su cuchillo en la garganta para que no se acordara ni de su rostro y menos de su nombre.

            Fue una tarde de cosecha. Los obreros se esparcían entre los árboles cuyos frutos relajaban sus ramas con el dulzor de las cerezas. La pilló por la espalda y así, la dejó silenciada con la boca tapada por su pañuelo sucio y transpirado. ¡Él tendría un hijo! El que no le podía dar la borrica de su hembra. Un varón de pelo semejante al suyo. Lo robaría de la cuna y sería como la flor del árbol de la vida.

            Cuando supo que era mujer, la odió. Pero aceptó como un desquite para que Modesta la cuidara. Y fue creciendo, la niña y su idea de deshacerse de ambas. Soñó con las diferentes formas de matarlas. Cavó un pozo en una zona de la tierra que no araba desde hacía muchos años. Allí las tiraría como se tira la mala hierba.

            Un día se sorprendió al sentir su nombre en los labios de la pequeña. No quiso responder ni mirarla. Siguió caminando a tranco firme. Azuzó a los perros para que la echaran y ella, llorosa regresó a los brazos de su “madre”, la que la cuidaba como a una figura de cristal y ámbar.

            Cuando llegó el invierno, se negó a entrar en la zona tibia de la casa. ¡Quédate con esa molesta niña! Yo, haré lo mío. Y el frío entró, descansó en los ambientes de la casa y de los corazones. La nieve se acumulaba en las entrañas de la tierra y de las vidas. Modesta no entendía la actitud hostil de su hombre. ¿Para qué trajo a la pequeña si está tan obcecado y gruñón? Las dudas corroían su alma. Se aferraba más y más a la chiquilla. Esta,  cada día más despierta y juguetona. Se parecía mucho a cierta cosechadora de otra época. Y pensó, será su hija.

            Él, pensó esperar para hacer lo que tenía entre manos. Una muerte silenciosa y brutal.

            Una noche de tormenta entre truenos y relámpagos, cuando se apagaron los faroles y el silencio se acomodó en la casa, entró y sacó a la niña dormida. La llevó hasta el lugar que bien perfilado, había preparado y le clavó un cuchillo en la garganta. No se escuchó ni un gemido. La echó en el pozo y la tapó con piedras y tierra. La lluvia fue borrando toda señal que pudiera delatarlo. Se fue despacio con las manos sucias hasta el aljibe y se acicaló como un perfecto caballero.

            A la mañana, los gritos de Modesta se escucharon por todo el campo. Embarrada y llorosa, buscó y rebuscó a Deyanira. No estaba en ningún lado. Él, contrito le ayudaba. Cabalgó por los montes y llegó al río, hizo todo lo que se esperaba. La niña no estaba. Se había esfumado.

            Los vecinos buscaron, hicieron novenas y peregrinaciones a la capilla. Se prendieron velas y candelas. Pero ella no aparecía. Llegó a oídos de la muchacha violada. Y sintió pánico. Ese maldito me buscará para que le de un hijo varón.

            Huyó a la ciudad para esconderse, de allí a otra aldea lejana. Puso toda la distancia  posible. Y descansó del terror que había vivido.

            Modesta, no podía con su pena. Su hombre la trataba de consolar diciendo que pronto volvería y si no, buscaría un varón que viniera a remplazar la niña. Pero no tenía ese dolor que ella sentía. Apenas dormía, por lo que Demetrio ingresó a la casa y comenzó a comer en la cocina y a disfrutar de los guisos y pucheros. ¡La miraba de reojo, para ver si ella tenía alguna duda sobre él! Pero la pobre mujer no tenía esa picardía de los malvados.

            Todas las noches dejaba una luz encendida. Él, en cuanto ella se dormía la apagaba. ¡No hay que gastar en cosas inútiles!, pensaba. Su lecho estaba cerca de la ventana que daba al salón donde se ubicaba la antigua cuna.

            Pasadas unas semanas, una noche de tormenta, Demetrio despertó con el suave roce de una mano. Encendió una candela. No había nadie, y se acercó al lecho de Modesta. Nada. Ella dormía con una manta de la niña entre sus manos. Él se sonrió. ¡So tonta! Si supieras… y regresó a su lecho. Al amanecer el silencio de los pájaros lo dejó asombrado. El sol envolvía los árboles con una luz rojiza y una persistente niebla se acodaba en la zona donde había quedado la niña. Salió a buscar las herramientas, cuando escuchó el ruido de los carros que traían a los cosechadores de cerezas.

            Una sonrisa amplia le surcó la cara. Llegaban con la algarabía de la esperanza, una buena paga. Miró y remiró a las mozas que bajaban riendo y tomaban sus cestas con chanzas y canciones. Se restregó las manos. ¡Hoy será mi día!

            Cuando se acercaba a una, salían dos o tres y la rodeaban. Le llamó la atención. ¿Qué les sucede? Acaso presienten o saben. Mientras camina por los cuadros de los cerezos, siente una mano suave que le toca la espalda. Se vuelve y no hay nadie. Una y otra vez, comienza a sentir muy pesados los brazos. Atrapa a una joven, al mirar su cara, es de un mozo de más de cuarenta años, que lo mira extrañado. Se confunde. ¡Perdón! Y camina. Tropieza, se cae y dos guapos lo ayudan mirándole a la cara.

            Ve a las mozas que ríen y busca tocarlas, pero les cambia el rostro tan pronto se les acerca. Son muchachos de la edad de Deyanira. Y se mofan. Corre hacia la casa. Se interpone su perro y cae en el cieno. Desfigurado el rostro, parece un demonio. Lo rodean las cosechadoras cuyas carcajadas, le impiden moverse. Miedo. Terror. Horror.

            Entra a esconderse en la casa. Modesta lo mira y le pregunta muy seria: ¿Qué tienes marido? Y en ella ve a la niña y siente su mano sobre la espalda, suave la voz que le nombra: ¡Padre! ¡Demetrio! ¿Qué hiciste conmigo? ¡Es el espíritu de Deyanira que bajo la suave luz se precipita como el ala de un ángel vengador!

            Él, huye hacia el huerto y cae. ¡Ese rumor que en nuestra alcoba, escasa de luz… que apagas cada noche, se escucha la voz de un espíritu, que pasa agitando sus alas en la sombra! Modesta se acerca y le murmura al oído, todo lo que sabe.

 

miércoles, 21 de febrero de 2024

GOLD

 

            ¡No sé porqué me sacaron de las dulces tetillas de mi madre! Mis hermanos uno a uno se iban de mi lado y yo me aferraba a su piel suave y dulce. Unas fuertes manos me envolvieron en un paño de un color oscuro y me pusieron sobre una superficie dura y... ¡Ay, me dolió, eso me dolió! ¿Qué les he hecho? Ahora me ponen en una jaula de color claro y me dejan a un lado en un sillón sin pelos, como el cuerpo de mi mamá.

Hay mucho ruido que desconozco. Me duele todo el lugar donde me pincharon. Mi pobre cola duele. ¿Estas manos tienen un cuerpo grande y hay unas manos pequeñas que me tocan mucho. ¡No me gusta! Parece que me llevan por un lugar desconocido. ¿Mi madre, estará en una caja igual a la que me han puesto a mí? No la veo.

Escucho una voz dulce que le dice al pequeño que va junto a mí: - ¿Cómo le vas a llamar? Y escucho varios: Tommy, Ralf, Duende, Negrito, Gold... ¿Para qué me quieren poner un nombre si yo soy yo? Mi mamá no nos decía ningún nombre, señora no se meta conmigo. Deje que siga siendo yo.

Los ruidos son cada vez menos desagradables. Y ya no hay luces de colores que detengan esta máquina en la que me llevan. - ¡Hemos llegado! Dice el de las manos grandes. Veo árboles y paredes y un enorme portón que se abre frente a la que creo es otra casa. Mi mami vivía en una casa, nos contó mientras nos limpiaba. Y luego la sacaron a una diferente con olores raros y allí, nacimos nosotros. Éramos como... ¡No se contar! Éramos muchos. Pero ella se arreglaba para darnos de comer bien a todos. Se fueron llevando uno a uno. Primero se llevaban las nenas. Según decía la señora de manos verdes que: -¡Son más limpias y cariñosas! Después se llevaron al dormilón. Y hoy me tocó a mí.

¡Me van a sacar de la caja! ¡Opa, estoy en un lugar extraño, huele bien a comida, y me ponen en una especie de colcha color oscuro! - Ponelo en la cucha verde... dice la voz dulce. El pequeño, le dice mamá. Entonces hay otras mamás... y cuánto tengo que aprender. ¡Tengo un sueño...!

Han pasado varios meses, según dice Nino, mi dueño. Él, me cuida y me saca todos los días a pasear. Yo estoy muy feliz, pero extraño a mi mamá y a mis hermanos. La mamá de Nino me quiere mucho. Me da de comer y me peina el pelo que ha tomado un color dorado... así dicen. Es una gente que me está gustando un montón.

Ayer me retaron mucho, me comí un pedazo del oso de la cama de Nino. Y las zapatillas del papá, que estaban debajo de la cama. Pero no me pegaron ni me hicieron nada que me doliera.

¡Ya va a crecer! Eso dicen cada vez que hago algo raro. A veces me voy debajo de una mesa que hay en el comedor cerca del televisor, (eso lo he aprendido de escuchar a la mamá de Nino), muerdo un pedazo de mantel y tiro, me divierte ver cómo se caen las cosas que hay allá arriba. Pero no les gusta, definitivamente no se ríen. Nino lloró cuando me comí sus pinturas de la escuela. ¿Yo qué sabía que se iban a dar cuenta que había sido yo? ¡Se echaron a reír porque según dijo la mamá... nunca había visto un perro tecnicolor! Y no eran muy sabrosas como las galletas que robé de la mesa. Otro reto. Tendré que ser más educado, dijo el padre.

Ha pasado tiempo, me he hecho más grande y he aprendido mucho. En especial me pongo muy nervioso cuando pasa cerca de Nino o de su mamá algún grandote con capucha y manos en los bolsillos. ¡Vi en el televisor, junto a Nino, cómo habían arrollado a una señora para sacarle la bolsa esa que usan las mamás, llenas de cosas!  Y otro día, que fuimos con el auto, eso me lo dijo Nino, a la gasolinera, y vimos a unos muchachones con un palo negro muy ruidoso hacer fuego y tirar al piso a un pobre grande. -¡Cuidado, Gold, (ese es mi nombre) son ladrones armados! Que susto. Mamá salió para atrás y se metió por otra ruta para evitar que nos pase algo. Yo allí empecé a ladrar. Y he visto que si muestro los dientes y ladro muy fuerte, se alejan de nosotros.

Ya los amo. Mamá es muy cariñosa y ni les puedo decir lo pícaro que es Nino y ahora hay otro humano muy pequeño en casa. Le dicen Bebé. Y hace unos días le hicieron una fiesta y ahora la llaman Rosamaría. Debería ser muy limpia, pero se hace... caca y tienen que limpiarla...qué vergüenza. Acaso cuando se llevaban a mis hermanas no decían que eran más limpias. Hay que esperar.

Anoche pasó algo muy feo. Gracias a mi instinto, evité que entraran unos grandes en la casa. Resulta que mamá y grande, con Nino y Rosamaría habían ido a un cumpleaños. ¡No permitían que yo fuera! Mejor, podría comer lo que se me antojara. Pero, siempre hay un pero... en la oscuridad, vi dos luces extrañas y me agazapé, ladré como nunca lo había hecho...y habían roto la ventana del dormitorio de atrás. Caminaban por el pasillo y le salté al cuello a uno de los enmascarados. Me dio un enorme golpe en la panza, pero no lo solté. El otro manoteaba un palo de fuego, pero como se les cayó la luz, no podían verme bien, los seguí mordiendo. Se fueron corriendo.

Cuando volvieron, grande me dijo: - ¡Bravo mi querido Gold, eres un perro muy listo! - Y me llevó a la señora de donde me trajo para que me curaran estaba herido y me hicieron una curación muy dolorosa. -Me dijo: ¡Soy tu papá desde hoy...! - ¡Me abrazó fuerte como nunca lo había hecho! Ahora tengo mamá, papá y dos hermanos humanos. ¡Qué lindo es ser perro!

LA DIOSA SE ENCOLERIZA Y ME ENTREGA A LOS SACERDOTES


           

            Me demoro limpiando la peluca de mi señora. Ella descansa en el lecho de juncos. Un sacerdote – médico viene a traer en un alfanje un ungüento de almizcle y leche de búfala para el dolor de su cara. Yo me inclino, tengo miedo que la diosa Anubis me deje sin habla. Soy una esclava que encontró mi ama en el soco de Menfis. Allí, pequeñita como era me habían abandonado en una cesta de papiros. Ella me trajo río arriba por el Nilo sagrado y me enseñó todo lo que sé.

            El Señor magnánimo, el gran Ra, me está adornando el cabello con sus colores de oro. Mi señora dice que algún dios o un sacerdote tendrá que hacer algo conmigo. Soy diferente. Al nacer tenía alas en mi espalda y fueron creciendo tal que ahora debo volar en lugar de caminar. Por las tardes cuando el gran señor Amon Ra, se extingue en el desierto vago por las altas columnas de los templos bajo la atenta mirada de los sacerdotes que me odian. No quieren una mujer con alas. Yo toco poco a mi señora. Ella dice que cuando paso mis manos ásperas por sus carnes azuladas propia de los nubios, siente que el aire se enrarece. Yo soy una esclava servicial. Con sólo mirar al desierto levanto una nube de arena y enseguida aparecen ibis en largas colas de cocodrilos voladores. Llegan a la orilla del río y se quedan ofrendando lotos y rosas a mi ama. La diosa Hathor,  siempre se las arregla para que yo no pueda acercarme a los hombres. Ella es muy celosa y los brujos del templo la incitan contra mí. En el templete del dios Osiris, he hecho miles de ofrendas. Incluso he viajado hasta la orilla del mar para llevar ofrendas. Cuando pasaba en la tarde volando, los camellos salían trotando y se perdían tras los altos médanos. Las caravanas se quedaban desorganizadas y los mercaderes aterrados miraban mis alas y caían postrados ante mi presencia, pero yo los tranquilizaba sacando con mis manos agua de unas piedras y dejando un nuevo pozo con agua para ellos. Entonces no comprendo por qué  el sacerdote- médico me quiere encerrar en una pequeña pirámide para que se cure mi señora. Si ella me deja, le saco esa muela que tiene enferma y seguro que se cura y su cara vuelve a ser la más bella de todo Tebas y por qué no, de todo Egipto.

            El aire de la tumba se está enrareciendo. Mis alas se están desplumando. Caen una a una las hermosas plumas color celeste plateado que las cubren. Cuando abran dentro de varios siglos este lugar, no comprenderán qué clase de gente enterró viva a una mujer alada.

 

DESIDIA

  

                        El maestro llegó en su moto justo en el minuto en que se desplomaba la última pared que quedaba en pie. Venía para ver qué sucedía con la pequeña Rocío que no asistía a las clases desde...hacía como un mes y medio. Su asombro lo dejó entre extasiado y desesperado. No podía comprender cómo se puede destruir una casa como esa. Recordaba cuando el era niño y pasaba por ahí. Estaba construida con buen material y diseñada por arquitecto e ingeniero. Tenía todo lo que una familia de clase media trabajadora podía necesitar. La buena señora Adelaida, la dueña, había plantando toda clase de vegetales, árboles que yacían como esqueletos afiebrados en el secano ahora. Vio por primera vez a Chacho, el hijo, ese muchacho mimado que nunca logró hacer nada. Chacho estaba allí parado sin moverse. Las manos en su enorme cadera flaca. Huesos y piel era lo que quedaba del hombre que criaran Adelaida y Floreal, el padre. Una mujer, la madre y esposa del padre de sus hijos, contemplaba las ruinas con mirada de idiota. Los niños, nueve, lloraban. Sucios como siempre, desvalidos y ansiosos, se le acercaron buscando una respuesta. ¿Qué podía hacer él?

                        Llegaron los bomberos, tarde, porque en realidad ya no eran necesarios. La casa se había comenzado a morir cuando los viejos murieron. Chacho era incapaz de mover una mano para trabajar. Todos los días tenía el pretexto locuaz para no salir a trabajar. Esa palabra era tabú. Él no había nacido para “romperse el lomo”. Las lluvias, los vientos, el descuido...hicieron el resto. Como un cáncer la casa se fue destruyendo. Nada quedaba de la que fuera la mejor casa del barrio. Quedaba el grupo familiar como los miles de desamparados que viven en las calles. Pero en el caso de Chacho y su mujer, por no querer aceptar la dignidad del trabajo. Habían quedado desnudos de un techo, un hogar.

El abandono y la pereza los había ganado. Ahora el gobierno se haría cargo de los niños que desnutridos parecían espantapájaros sonrientes y bobos. Nunca pisaron la escuela. Era un esfuerzo que el padre y la madre no podían o no sabían enfrentar.

            El maestro llamó a salud mental ¡Ya es tarde le dijeron! Pero rocío, era una niña inteligente y podría superar. El juez aceptó la tenencia al docente y dicen que fue la que con el tiempo reconstruyó la casa.

                       

 

LA ENVIDIA

 

                        Cuando llegó a la dirección que le diera Micaela, se recortó la figura escultural de Guillermina, que contra el enorme paredón del cementerio pareció un pájaro derrotado. Una lágrima de desencanto se desprendió de sus bellos ojos dejando un surco en el suave maquillaje sofisticado. Cerró los puños y con dolor comprendió el error, haber confiado.

Pecosa, de cabello castaño oscuro y ojos verdes, Guillermina era una nena de esas que en el barrio todos miraban. Tenía una sonrisa alegre y jugaba con destreza. Su padre tenía un negocio de comestibles. Su madre era una mujer simple. Adoraban a esa hija que había llegado casi cuando las esperanzas de amor se pierden.

                        Un día cruzó el farmacéutico y tomándola de la mano la invitó a jugar con su pequeña. Fue un encuentro feliz. Se hicieron inseparables. Micaela era hábil en el piano, con los patines, declamando y era muy hermosa. Juntas hacían las tareas escolares, aprendieron a jugar tenis, hacían gimnasia y disfrutaban de todo lo que el mundo de los adolescentes les llenaba la vida. Comenzaron a salir de compras y a bailar las matinés con los chicos de la escuela. Se enamoraban y dejaban de “amar” con el mismo ritmo de todas las muchachas de su edad.

                        El primer concierto de Micaela fue un éxito y su figura de niña frágil le atrajo un puñado de cargosos admiradores almibarados, que ella despendía con una chispa de superioridad. Guillermina la admiraba. Veía sus pequeñas manos jugar en el teclado y soñaba con tener la misma habilidad, pero no estaba dotada para la música. Se terminó su adolescencia con sólo dos diferencias: Guillermina había crecido y estaba altísima, su figura se destacaba por la perfección de sus medidas y Micaela quedó con su cuerpo casi infantil, sin curvas y de estatura normal. Los chicos del barrio le hacían toda clase de burlas pero ellas no hacían caso a los torpes compañeros. Las largas piernas torneadas, la cintura fina, los senos graciosos y la belleza atigrada de la primer muchacha era un suplicio inconfesado para la otra. Nada hacía parecer que Micaela sufriera. Pero la madre, que observaba, se preguntaba cuándo comenzarían los problemas.

                        Ingresar a la universidad les dio un respiro. Se trasladaron a la capital, alquilaron un pequeño departamento y cada una comenzó la carrera elegida. Micaela además continuó sus clases de piano en el conservatorio nacional con maestros de prestigio internacional. Mientras estudiaban no tenían tiempo para arreglarse, sí para sentirse acompañadas en ese mundo insólito de la gran ciudad. En sus ratos libres, Guillermina completaba sus clases de idiomas extranjeros e hizo un curso de modelo a sugerencia de otras compañeras de la facultad. Cada día estaba más hermosa.

                        Ambas recibieron su título con honores. Eran ganadoras en todo...pero, Micaela veía celosa, cómo su amiga atraía la mirada de los hombres que a ella le interesaban.

                        Regresaron esas vacaciones a su pueblo que las recibió con ardor y sorpresa. Eran un orgullo para todos. Así fue que el día que se llamó a un casting de animadoras para el canal de TV. de la pequeña ciudad, Micaela le dio a su amiga del alma, una dirección equivocada y ella apareció en el programa mostrando todas sus habilidades. Es lógico saber cómo murió esa amistad.

 

                                                          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS

 

                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.

 

                                                             

OCTAVIA

 

                        Soñar es como enganchar tu carro a una estrella.

 

Te recomiendo que no vayas. Eres una persona muy ingenua. Cuando te conocí ya percibía en tus preguntas tu poca calle. Verte así vestida con ese traje antiguo y pobre, ese sombrero pasado de moda y guantes con algunos dedos rotos, no es tu mejor presentación. Tendrías que esperar. Cómo se te ocurrió irte de tu casa con tan poco. Ni otro par de zapatos, ni un abrigo y sin camisón. Digamos, que gracias a Selva que te dio uno que se olvidó una de las chicas, ahora duerme s bien decente. Mira Octavia, debes inventarte una historia creíble para los productores.

Creo que cuando vi al grupo del teatro allá en mi pueblo, se abrió en mi corazón una especie de pasión incontrolable de ser como esas actrices. El tren estaba en marcha y yo que había ido a pedirles una foto con la firma, le decían autógrafos, me enganché y subí al vagón y seguí allí escondida entre los bultos del carromato donde estaban todos los trastos de la obra. Ni me acordé de traer bolso con ropa o dinero. Robé de un plato que dejaron en una de las mesas del comedor, un pedazo de pastel y un pan. Cuando me encontró un empleado del ferrocarril, casi me echa a las vías, pero le dije que era menor y se mordió de bronca. Me puso en un lugar donde nadie me pudiera ver y se comprometió a dejarme llegar junto a los actores.

Y me decía que querés ser actriz, vamos pebeta, no das ni para laucha. Flaca como alambre, de pelo negro como cualquier chica del bajo, sin tetas como dios manda y encima sin un cobre. Yo te he mantenido porque limpiás bien la pensión sino, de patas en la calle. ¡Cuidate! Acá hay muchos tipos fuleros que te van a querer joder.

Mi mamá no sabe dónde estoy y no le pienso decir. Además apenas terminé sexto grado, no se mucho de letras y de cine. Una sola vez hicieron en mi pueblo una función de un film de Cháplin y en verdad, no entendí nada. Se comía los cordones de los zapatos como si fueran fideos y caminaba como un pato. ¡Una porquería! Pero el teatro me sacó del mundo y me llenó de magia. ¡Son maravillosos! Viví la historia como si fuera yo la que estaba allí, en brazos de un hombre hermoso y que me hablaba a la cara con emoción y amor.

Mañana te voy a teñir esos pelos que tenés en la cabeza, vas a ser rubia, porque los hombres del cine las quieren rubias, como las películas que viene de afuera. Vamos a buscarte en la parroquia de Santa Felicitas, ropa decente para que te puedas cambiar y zapatos de tacón. ¡Ah, y un sombrero como debe ser! Serás otra.

Así discurrían las muchachas en la pensión de mala muerte donde vivían. Casi todas venían del interior. Trabajaban en fábricas o en comercios de extranjeros que pagaban poco y mal, pero que les permitía soñar. La dueña de la casa, era una mujer bonachona, muy avara y viuda desde hacía varios años. Tenía, un hijo medio "bobo" y dos gatos mimosos. La pensión era el único sustento que poseía. Les hacía comidas baratas: sopa casi agua con color y algunos fideos que navegaban en el plato enlozado; un cuenco de tallarines con salsa rosada y de postre una torrija de pan viejo pasado por leche y algo de huevo batido, con miel. De vez en cuando les daba un trozo de carne al horno con papas fritas en grasa de cerdo. Y a veces una fruta. Pero para ellas era una maravilla.

Así, de un día para otra, Octavia se transformó en una preciosa rubia. Le consiguieron unos hermosos vestidos que le adaptaron a su cuerpo y dos sombreros nuevos, lo que no conseguían todavía era un buen abrigo. Pero una noche que fueron a una milonga, la Ivón, volvió con un tapado de piel, algo viejo pero abrigadísimo.

Le cambiaron el nombre. Desde hoy te llamás: Esmeralda. Tenés diciocho años y sabés cantar tangos... ¿Qué, dijo la piba?  Ya te pponés a estudiar y te sentás al lado de la radio de la doña, y cantás. Así Esmeralda comenzó su nueva carrera.

La vida tiene esas cosas que nadie se espera. Una mañana la escuchó cantar en una panadería un hombre que se tapaba los ojos con lentes negros, llevaba un sombrero bien encasquetado y tenía las solapas cubriéndole parte de la cara. Usaba guantes y un bastón con empuñadura de plata. Ella entre risas le cantaba a su amiga Ivón. Él la escuchaba atentamente y cuando se silenció le dijo: ¡Nena, mañana vas a la Radio Esplendida y preguntas por mí! Le dio una tarjeta y se marchó. Ella se quedó parada y sus rodillas parecían campanitas como se movían. La emoción la dejó muda.

¡Dale, esmeralda, ponete el vestido azul, ese sombrero con la pluma y los tacones! Yo te peino en alto, con un rulo como se peina Greta Garbo. Y usá un coche de alquiler para llegar a la radio. ¡Ni se te ocurra llegar en bondi o tranvía!

Allá fue con sus últimas monedas en taxi. Esmeralda parecía una actriz como las del teatro de ese pueblo del que escapó. Cuando entró y entregó la tarjeta, se miraron todos y la miraron con curiosidad. ¿El jefe había descubierto a una estrella? La hicieron entrar en una sala acústica y le pusieron un micrófono en la mano. ¡Cante! Ledecía un gordo con gafas de grueso vidrio. ¡Y cantó, como nunca cantó! Se apagó una luz roja y le dijeron que quedaba contratada. El jefe, la recibió en su oficina. ¿Cómo te llamas? Esmeralda... ¿Esmeralda qué? Pensó en el apellido de su abuelo materno. Connor. Esmeralda Connor. Está bien Esmeralda Connor, a partir de mañana te vistes bien y vienes de veinte y treinta a veintidós a cantar en: ¡Grande cantantes de Tango de Buenos Aires!

Ella se apresuró a preguntar: ¿Cuánto me va a pagar? ¡Ay, niña, cierto te pagaré... treinta pesos por día tres veces por semana. Son noventa semanales. ¿Te parece bien? Y se quedó callada... en su vida vio un billete de diez pesos. Sí, claro, mañana vuelvo, pero me pueda pagar lo de hoy, para comprarme otro vestido. La carcajada se escuchó hasta en la vereda. ¡Así me gusta , sos muy viva pebeta!

Esmeralda- Octavia, salió con los ojos envueltos en lágrimas. Caminó hasta el tranvía, subió y cuando miró por la ventanilla, le pareció que subía montada en una estrella luminosa que la dejaba sentada sobre la luna junto a un bello planeta.

Cuando llegó a la pensión la rodearon todas las muchachas y hasta el hijo Bobo, la abrazaron, ella había logrado triunfar en la gran ciudad.

lunes, 19 de febrero de 2024

POR EL RÍO THAILANDÉS

 

UN VIAJE

                     Abordamos la balsa que remontaba el río  Tkwait. Luego de una jornada de visita histórica a lo que fuera el famoso centro de detención y torturas de los soldados americanos en mano de los japoneses. Estaba cansada y me sentí un tanto apartada del grupo de chinos que me acompañaban. Usaba ropa inadecuada. El invierno tailandés con su humedad y temperatura de casi 32 grados. Yo con una pollera kilt de lana inglesa y una blusa de mangas largas, arremangadas, trataba de disfrutar de esa maravilla. El río calmo y suave, nos alejaba del famoso puente hacia la selva, el sol se ponía. Era esa hora de amarillos, anaranjados y rojos. Una suave brisa me atraía las risas de gente alegre, mujeres, niños y hombres, que a la orilla se bañaban casi desnudos en el río. Se recortaban árboles gigantescos. Todo era como en una sordina. Las palas de los remos chasqueaban en el agua. Cuando una balsa con motor pasaba, levantaba olas de agua dorada, por el sol poniente un millar de pájaros volaban, perdiéndose en la espesura.

                     Llegamos a un embarcadero muy primitivo. Me invitaron a bajar. Con ayuda de unos brazos morenos, un joven nativo, descalzo y con un turbante en la cabeza de colores estridentes, me regaló una sonrisa de dientes blancos en su piel morena y me coloco orquídeas pequeñas en el cuello, como collar.

                     Atravesé un patio donde unos chimpancés jugaban sin inmutarse. Era el patio de un templo budista.

                     Mis amigos chinos rápido subieron una escalera estrecha y muy  empinada. Todos eran budistas. Yo comencé a subir lentamente. Me sentía cansada pero tan excitada y feliz, que aun me parece sentir el olor de las orquídeas de mi pecho. Como me detenía cada diez escalones, a los pocos segundos una monja budista joven, con su frágil figura y cabeza rapada, estaba a mi lado. Nos separaba una baranda de metal y un millón de palabras. Nos unía la paz, la   emoción, la expectativa. Me quería dar animo lo hizo. Transpuse  los 150 escalones y ¡Oh! Maravilla....allí frente a mi estaba el buda. Ella extrajo los celebres papelitos de oro y tomando mis manos, los deposito, para que yo, honrara al santo. Lloré de amor. Allí estaba frente a la cueva. Me indicó que ingresa y en el techo.... miles de murciélagos colgaban como cristales de antracita. Ellas, las monjas, mantenían el lugar impecable. Me hizo agachar en una pequeña hendidura de la cueva, que a fuerza de pasar gente durante siglos, parecía pulida como espejo. No me animé y sólo atiné a honrar al Buda. Luego regresé al lugar donde sonrientes me esperaban mis amigos. En mi corazón nunca voy a olvidar ese momento de infinita belleza.

 

HISTORIA DE UNA MUJER

 

¡La mesa está servida! Me enteré esta mañana de algo importante. Sí, si, te escucho. Me pueden interrumpir, por supuesto. ¡Ah, es que vino Martín esta noche! No sabía que había vuelto. ¿Cómo le fue en el viaje, ganó el torneo? Me imagino lo felices que estarán sus padres. Y vos, claro. No, servite tranquilo viejo, hay más. Hoy hice un puchero grande y guardé una parte en el congelador para después. También cociné estofado para varios días y amasé fideos y lasaña de carne y verdura. ¿Te gusta el pastel de papas? Ya dejé para por lo menos un mes y medio en el freezer. No, no lloro. Y bueno, si estoy llorando un poco… por todo lo que ustedes han logrado en estos años, y vos viejo, tu ascenso en la fábrica y Jorgelina en la facultad que le falta tan sólo la tesina.

Lloro por todo lo que Leopoldo ha ganado en estos años en la empresa y que yo no he podido ni siquiera ir a conocer Mar del Plata, ni pude ir a ver el ballet o salir a bailar a un “boliche” y porque nunca terminé besando a un hombre como Delon o Bratt Pitt o La Port, lloro por las joyas que miré mil veces en las vidrieras y no pude comprar, o en los viajes que soñé hacer a oriente o a Europa. Lloro, sí, ¿y qué? ¿Acaso no tengo derecho a llorar por el futuro? Ya lloré mucho en el pasado. ¡Por favor no atiendas el timbre que suena! Debe ser el tintorero que trae el vestido azul que mandé a limpiar, ese que te gustaba tanto cuando nos pusimos de novios. Pronto, seguro lo voy a usar.

¡Gracias por darme tu pañuelo! ¡OH, está roto, traeme el costurero Jorgelina, así lo remiendo! ¿Este es el pañuelo de tu papá? Está gastado. Sí, yo también más que gastada estoy rota. Hoy me llamaron del laboratorio y me dijo la secretaria que… me estoy muriendo, la biopsia dice: “Cáncer terminal” en el útero,  con metástasis en hígado. Por eso he hecho las cosas para ustedes. Viejo, por favor, pasame la sal. ¡Gracias!