Era la mujer más bella que había conocido. Se sentía un espía cada mañana cuando ella salía a correr con el equipo de gimnasia color coral o verde manzana. La seguía a una distancia prudencial. No podía hacerse ver, era un hombre público que reclamaban en la televisión y los periódicos. Sin querer bajó de peso y comenzó a verse más tostado por el sol, más atlético y fuerte. Ella nunca miraba a los que sentía que sus ojos se posaban en su cálida belleza. El rostro era una pintura renacentista. Nadie sabía su secreto. Estaba comprometida con un hombre que en silla de ruedas manejaba su existencia como un verdadero dictador. Un día salió con unos enormes lentes de sol que cubrían su rostro. Otro con una mascarilla de cremas que tapaban su mejilla. Hasta que un día, él, vio que la sacaban en ambulancia de la enorme casa. Se acercó al portero y éste tratando de no dar mucha información le dijo: “La señora Emilia… se cayó por la escalera y tiene quebrada varias costillas. Ahora hay que esperar.”
Cerró la puerta y un alarido salió
de la garganta del hombre. Ambos gritaron al unísono. El portero y él. Pero
arriba desde la balaustrada las carcajadas taparon uno de los gritos.
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