lunes, 12 de febrero de 2024

UN TROPERO JUSTO Y BUENO


 

Serapio ha llegado a los setenta y tantos. El patrón lo aprecia, pero lo ve cansado y lento. Muy bueno para amansar potrillos y arrear el ganado por los pasos en la cordillera. El tiempo ha pasado y la Justina se fue mermando hasta que no despertó una siesta.

La llevaron al campo santo junto a la capilla de la estancia “El Tronador” de don Hilario García, en la quebradita. Allá la rodeó con retamos y bajo un aguaribay, que le diera sombra a los penitentes de los alrededores. Ella no estaba sola. Otros difuntos la acompañaban.

Siguió la vida con sus tranquilas costumbres de siempre. De vez en cuando venía su hijo a verlo y le traía yerba, tabaco y harina. La que venía más pronto era la Lila, la más chica. Ella traía ropa de abrigo y calzado. Algunas chucherías y juntos iban para el “El Tronador”, a la capilla a rezar por la difunta. La Carola no vino nunca. Estaba enojada con Serapio. Se había ido al sur con un medio indio cochino, que según decían era matrero y había tenido entreveros con la policía. ¡Pero las mujeres no escuchan! Se van con el primer macho que las enamora. ¿Quién sabe qué sería de ella? Nunca se supo nada.

Una tarde de esas de otoño, que parecen que el cielo está amortajando el cerro, apareció el patrón con una camioneta nueva. Con él, un hombre. No le gustó al Serapio, tenía una mirada turbia como el barro del remanso del arroyo el Tigre.

Mirá Serapio, este caballero me arrienda el campo por un par de años. Yo, tengo que irme de viaje lejos y no puedo proveerte de los medios que necesitan los animales ni el campo. Las semillas, el alimento y los remedios te los traerá el señor Lontario.

¿Quién arrienda el campo de mis amores?- ahora me las veré malas. Yo ni me quito ni me doy y soy duro para el trabajo, pero no necesito a extraños en el campo. Ya estoy viejo, canoso y cansado pero usté sabe bien que aquí no pasa nada. - Estando el horno caldeado nunca saco el pan crudo. Así soy ni más ni menos  como buen criollo de esta hacienda. Perdono el error ajeno, porque puedo perdonarme si una majadita se embrolla o se muere un potrillo en la parición.

Lo se bien Serapio, sos un buen hombre y te prometo que no te faltará apoyo. Hacé nomás lo que venís haciendo desde que llegué acá como el dueño de Las Margaritas.

 Esta tierra es parte de tu vida, lo sé. – La llama del sol que te calienta es la que tienes en casa y te calentó en inviernos de nevadas grandes.-

-Altanero, como buen criollo el tal Serapio.- Dice el nuevo patrón. -¡No crea! Contesta don Braulio.

 Se cree justo y sabe que si lo descubren buenazo van a llevarle todo y le  sacan lo que quieran… y a pesar de que es viejo aún puede. No es soberbio ni  hablador. Es de silencios largos y miradas frescas, pero esconde su corazón herido. Se auto abastece y no es mudo cuando la cosa se pone a mano y tiene que defenderse. Le teme al invierno que es duro y traidor por esa zona.

Robusto y con una mirada inteligente. Hábil y rápido. Olor a tabaco, humo y transpiración; estiércol y asado. Sólo es amigo del mate, usa los aperos que él mismo forja y rejas de arado. La dueña del campo, esa, la anterior lo conoció de cachorro y era un lío porque era de afuera. Con una educación extranjera sin conocer nada de la tierra y de los animales. Era buena. Se casó y tan mala pata, la pobre que le tocó un “toruno”, pegador y jugador que la dejó en la calle. El hombre codiciaba el campo y la yeguada. Un día en el boliche se emborrachó y con un cuchillo mató al comisario. Tuvo que huir. Yo le ayudé a la doñita, la pasé a Chile por un paso escondido entre las montañas. Yo eludo las miradas y las insinuaciones. Los otros me miran y comentan... que soy tan culpable como el matón, pero si no la pasaba yo, estaría muerta.

Ahora veremos qué sol calentará mi rancho.

 

 


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