jueves, 8 de febrero de 2024

EL BIDET DE PORCELANA

 

Emilia cuando cumplió los trece años, ya había huido de la casa paterna. Los trabajos que como hija de campesinos pobres, le había urgido hacer, la habían agobiado. Siempre con hambre. Los golpes de su madrastra eran suficientes como para echarse a los caminos con la poca ropa que tenía. Su delgadez le daba un aire fantasmal y su color de piel, arrebolada, por el sol del campo, le hacía parecer a una marioneta.

Su cabello estaba desgreñado y mal cuidado. Sus manos callosas de uñas rotas y desiguales, parecían un extraño remedo de cáscaras de huevo desconchado. Su mirada triste de un pálido azul, solo indicaba que era muy infeliz.

Juntó sus pocas prendas y una colcha que había sido de su madre. Ahí puso unos viejos botines, alguna ropa de algodón blanco cuyos zurcidos atravesaban la urdiembre. Salió deslizándose por la puerta que daba a la carbonera. El ruido de las vacas que mugían esperando ser ordeñadas, apaciguaba el deslizarse de sus pasos. Se metió por la zona más apartada y compleja de la campiña. Su mirada puesta en el alto campanario de la iglesia de Saint Liberat. Allí se dirigió con testarudez entre piedras y espinos. Nada era peor que su vida con nueve hermanos de la mujer que trajo su padre cuando ella era pequeña. Había muerto su madre. Recordaba los sonidos aflautados de su respiración y la tos. Una mañana despertó con el ruido de su padre que maldecía y gritaba. ¡La muerte se había adueñado de la joven mujer! Todo negro. Un luto que duró poco y él, trajo a Agnes, una joven robusta y agresiva que la miró con desprecio cuando su padre la puso frente a sus ojos. Es mi hija. Tendrás que criarla. Pero no pudo con un carácter agrio y enfadado. Vivía enojada con la vida. Pronto comenzó a tener un hijo tras otro. Sus hermanos... los únicos que comían bien, eran tratados como personas y podían jugar. Ella solamente trabajos domésticos o en el campo.

Caminó hasta una vereda que era poco transitada. Pasó un landó con unos jóvenes campesinos y entre risas la invitaron a subir. Ella dudó unos segundos y subió. Allí comenzó otra historia.

La dejaron en una puerta de la aldea con el consejo de golpear y pedir trabajo... ¡Ya verás qué bien te recibe Nadinne! Y sí, la recibió con los brazos abiertos. Allí habitaban como siete muchachas de más o menos su edad. Limpias, cuidadas, ruidosas y alegres. La metieron en una tina de cobre con agua tibia, le lavaron el cabello y la vistieron con unas preciosas pulcras ropas sedosas. Le rizaron el cabello que suavizaron con aceite de almendras. La enfrentaron a un espejo. ¡Era otra persona! Bella, de mirada asombrada y brillante.

A partir de hoy te llamaremos Muriel. Y serás mi ahijada, dijo con vos autoritaria Nadinne. Serás la "nueva". Esa noche comprendió muchas cosas que ignoraba. Unos hombres de todas las edades, venían a la "casa" para entretenerse, jugar a las cartas, beber y aprovechar a las muchachas. Era un burdel.

Todo era mejor que el trato de Agnes. Pero a veces era muy doloroso y sucio el trato que le daba algún patán. El dinero no lo veía. Pero sí, veía como le robaban a los menos despiertos, a los campesinos que llegaban cuando cobraban las cosechas. Así, cumplió los quince años. Una noche, llegó un joven muy bien parecido, limpio y de buenos modales. La tomó del lugar donde estaba sentada y la llevó al pequeño habitáculo donde viviría por primera vez un contacto delicado y bello. Era un caballero.

Antes de salir, le dio un breve beso en la frente y deslizó un billete en su corpiño. ¡No digas nada! ¡Guárdalo para ti! Y salió con paso seguro. Dejándola sorprendida y feliz. Escondió el billete entre las tablas de una pared descascarada y rota.

Pasó una, dos y muchas veces por allí. Siempre la eligió. Ella, comenzó a soñar con ese joven. ¡Muriel, quiero a Muriel! Y otro campesino se adelantó empujándolo. Él, se hizo a un lado. Llévate a Muriel. Y tomó a Ofelia. Lloró. Apuró el trámite y se metió con la palangana con suficiente yodo como para matar un ganso. Se sentía sucia, asqueada y con el alma destrozada.

Ya había juntado una suerte de billetes como para irse de allí. Pero pensó que no vería más al joven de su sueño. Pidió salir en la mañana a comprar un jabón y unas cintas para el pelo. La madame la miró extrañada, pero como sabía que era una pupila buena y atraía a mucha gente con dinero, le permitió salir. ¿De dónde sacaría dinero la muchacha? Tal vez una propina de algún desfachatado agradecido. La hizo espiar por Lucile. Quien la vio entrar en un negocio bellísimo donde compró listones de color y hebillas para el pelo. Luego cruzó la calle y se detuvo en un lugar mirando por el cristal de la vidriera que la seguía Lucile. La ignoró. Ingresó y resuelta pidió dos jabones perfumados y un pequeño frasco de colonia. Y allí vio el bidet. No sabía qué era ese artefacto. Se acercó al dueño del recinto. Éste la miró asombrado. El rechoncho hombre calvo, se apretó los lentes sobre la nariz y la observó. ¡Ah, dijo; eres una de ellas! Esto sirve para lavarte... ya sabes. Cuando terminas ahora usas la palangana de porcelana con yodo. Con esto estarás más limpia que antes. ¿Madame sabe que quieres uno?

Emilia se asombró. Todos sabían quién era ella, Muriel para la gente; y lo que hacía. Una lágrima sutil, se deslizó por sus mejillas juveniles. Sintió mucho dolor y tocó con suavidad el bidet de porcelana. ¡Era muy bello! El brillo de las flores en la cavidad del bidet, le recordaba el jardín de su antigua casa y a su madre. Es hermoso. ¡No le pregunto cuánto cuesta!

Varias noches en tu oficina, niña... y una carcajada retumbó en el enorme local. Yo te lo puedo conseguir cuando quieras. Ella, se volteó y se fue corriendo. Llegó con el rostro demudado a la casa. Se echó a llorar en el pequeño lecho que rezongó cuando dejó caer su cuerpo en el. Tras de sí, las muchachas se acercaron. Lucile les contó lo que había visto y oído. Y todas le ofrecieron juntar sus monedas para comprar el famoso bidet de porcelana. Madame se acercó y por primera vez, la abrazó. ¡Pobre niña! ¿Tanto lo quieres? Sus lágrimas no eran por el bidet, sino por su triste historia. Te mereces eso y mucho más, pequeña.

La noche del viernes, cuando su joven galán vino a tomarla, al lado del lecho relucía el bidet de porcelana.

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