Yo, Marisa Montiel quiero contar lo que me sucedió aquella tarde luego de empujar la puerta azul. Había llegado del teatro. Era casi la media tarde y el clima tan benigno como hacía tiempo no se vivía. Dejé mi abrigo, liviano para la época, sobre el sillón. Allí pude ver la luz por primera vez. Era una pequeña luz, que se filtraba desde la habitación de Juanca. El, hacía ya varios meses que había partido hacia Calcuta. su búsqueda espiritual, luego del “suceso”, lo había inquietado al punto de dejar su trabajo , novia y amigos. La puerta estaba entre abierta, pero sólo se alcanzaba a ver desde mi punto de visión, por el pasillo recién iluminado por la luna que ya se vislumbraba, una hendija con una tenue luminosidad rosa pálido. Una música muy suave que provenía de alguna casa de la vecindario, hacía más cálido el círculo de mi emoción. Yo se, que él, está muy lejos con su alto y desgarbado cuerpo. Su cabello largo y apenas ondulado que cae en una coleta trenzada en su espalda; acostumbrada a ser mi respaldo desde la infancia. ¡Lo extraño! Y hoy, después de haber participado de esa obra de teatro tan profunda necesitaría sentarme con él. Hablaría horas. Sus manos cálidas jugarían con mi cabello y me explicaría cada palabra de esa puesta esotérica... la luz se aclara. La puerta se abre lentamente y me ofusco... él, Juanca está aquí. No, físicamente. Es su espíritu, que yo he llamado con mi mente. Viene para acompañarme en este momento de extraña visión, su luz se aquieta. Se detiene. Mueve mis cortinas y mi ropa. Ya ha oscurecido. Siento que se acerca y me toca con sus manos insustanciales; hincada en la alfombra, la luz... su luz, penetra en mí. Entiendo el mensaje... la paz inunda mi corazón. Soy feliz y espero. “Hermano estás acá”. Entonces siempre que te necesite se que vendrás... Saben... aprendí desde entonces a no cerrar las puertas jamás.
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