Gran pagano, se hizo hermano
de una santa cofradía; el Jueves Santo salía, llevando un cirio en la mano”.
CXXXII Antonio Machado.
Llegaban en grupos de tres o cuatro señoras. Algunas
jovencitas, casi niñas. Otras de edad.
La madre y la suegra de Delfina las recibían
en el atrio. Ambas mujeres, sumidas y consumidas por la angustia aceptaban el
cariño de todas ellas,
mujeres que llegaban
asustadas. Muchas ni siquiera conocían a Delfina, pero el dolor y el miedo las
unía. Algunas decían su nombre y explicaban como se habían conmovido, con el
drama de esa familia. Otras eran humildes esposas de empleados de familias
conocidas. La mayoría, esposas de militares, que no perdían de vista el hecho
de ser las próximas víctimas. Algunas llegaban en coches importantes. Grupos
venían a píe, otras en taxi. Todas entraban y comenzaban a rezar.
“El que
quiera seguirme, que renuncie a sí
mismo, que cargue su Cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la
perderá, y el que la pierda por mí, y por la buena noticia, la salvará ¿De qué
le servirá, al hombre, ganar el mundo entero, si pierde su vida?”
“Les aseguro que algunos de los que
están aquí presentes, no morirán si escuchan
Luego el
Padre Ángel comenzó a mirarlas y aclarando su voz, les habló:
-
Hijas mías muy queridas… Siempre fueron las mujeres, quienes
acompañaron al Señor. Allí estuvieron al píe de
Hijas: “Aún no sabemos cuál es el destino de
ésta “mujer, madre y esposa”. ¿Una
elegida Acaso? ¿Podremos perder
Nosotros, no podemos desfallecer. Tenemos la
seguridad, la libertad y la serenidad que nos da Cristo. ¿Podemos
dudar que nuestra hermana Delfina regresará? ¿Acaso, no será, éste el Santo
Camino que Dios le puso para que ella lo transite? Recemos para que su Fe en
María Santísima la ayude en ésta, su Pasión y la regrese llena de júbilo, y
pueda dar gracias junto a nosotros por haber visto la cara del Señor, Nuestro
Dios.
Amén.
-
Oremos…
En el momento en que se elevaba la hostia para
consagrarla, una explosión hizo temblar el templo. Pequeñas esquirlas de vidrio
cayeron sobre los asistentes que se apretujaron bajo los bancos de madera. Un
tableteo de FAL, y proyectiles, barrieron el frente de la iglesia. Oportuno un
parroquiano cerró las puertas y atravesó un hierro en los enormes ganchos del
portal principal. Quedaron encerrados. El sacerdote continuó con la misa
temblando. Bendijo con apuro, y señalando una puerta lateral, sacó por la
sacristía a la gente que lloraba o enmudecida, se persignaba sudorosa. Los ojos
desorbitados de algunas mujeres y el temblequeo de la voz que susurraba
incoherencias, fue dejando el templo desierto.
El ruido infernal de sirenas y tiros en la
calle, movilizó a los vecinos que intentaban huir de la zona.
Era un atentado en la puerta misma de la
iglesia. Un auto bomba destrozado con restos humanos envueltos en una bandera
harto conocida se había incrustado en el atrio. Varios choferes de los autos de
esposas de militares yacían heridos o ametrallados sobre los volantes de los
coches y con sus cuerpos yertos hacían sonar las bocinas creando un caos mayor.
Transeúntes que pasaban por el lugar habían sido
heridos por balas y trozos de cemento de la pared del frente. Otros cayeron
muertos.
A pocas cuadras de allí, en una plaza, estalló
otro artefacto, esta vez, cerca de las oficinas de un banco de origen norteamericano.
Siete muertos y trece heridos.
Para la policía el coche bomba estaba preparado
para matar a la familia de la mujer que buscaban: Delfina Cuenca de Dacosta.
Los periódicos y los canales llegaban en busca
de noticias. Siete Días, Gente, Crónica y Canal 13 fueron los primeros. Se
acercaron al cura que aún tenía puesto los ornamentos de la misa, y bendiciendo
daba los óleos a los heridos que lo tomaban del manípulo, para pedirle
sacramentos. Se detuvo frente al San José que decapitado y sin el Niño, había
caído entre los restos retorcidos del hombre bomba. Junto a la chatarra indescifrable,
encontró la cabeza de un joven, arrancada del cuerpo por el fuerte golpe.
Ángel, el sacerdote cayó de rodillas y lloró amargamente con ella en su regazo.
La sangre de ese niño-hombre, manchó de sangre el hábito blanco. Sintió que un Judas
Iscariote estaba entre sus brazos y él, no había podido hacer nada.
El reportero sacó una
foto que seguramente llegaría a la portada de todos los matutinos. El religioso
le rogó que tuviera caridad con la
familia del muchacho, que seguramente no sabría que el joven militaba en un
grupo armado. Se le rieron pero, rogó con tanto amor que le prometieron ser
prudentes.
Los vehículos militares
rodearon varias cuadras a la redonda y comenzaron un rastrillaje por casas y
departamentos en busca de los revolucionarios armados. Sacaron a dos otros
jóvenes estudiantes para averiguación de antecedentes, dejando un tendal de
madres, hermanas y abuelas llorando a gritos. ¡El Terror se estaba instalando
en esa zona tranquila!
La mayoría de las
ventanas y puertas permanecieron herméticas ante los golpes y patadas que daban
los hombres de las fuerzas de seguridad y policía. Saltaban trozos de madera y
pestillos. Se escuchaban gritos e insultos. Era el caos. Era la revolución
proletaria. Ya comenzaba a hablarse de desapariciones de personas. Obreros,
estudiantes, banqueros, militares o familiares de ellos, en fin, era un raro
aquelarre dudoso. Nadie sabía bien contra qué se enfrentaba.
La lucha armada estaba
declarada. Salió una Ley del Congreso: “hay que aniquilar la guerrilla”.
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