Curinao con sus pies
desprovistos, casi arrastrando su pena por las rústicas piedras del sendero. Ha
trajinado el invierno entre las altas araucarias. Nada queda de la vieja
heredad de sus mayores. Mira sobre el volcán que fuma despacito y piensa en el
dios de sus ancestros. Ya ni siquiera vomita fuego, está todo muerto. Un ave
grita entre las copas de los álamos y levanta la vista, el indio, para seguir
el rumbo del ave. Ésta se pierde en un horizonte de color bermellón y oro. Mira
con sus ojos de grafito adormecido y siente en su pecho un fuego novedoso,
siente que sus dioses mapuches aún lo miran desde ese bello cielo infinito.
Busca de entre sus prendas de lana tosca y saca una pulida "ruca"
cálida. Se agacha y limpia un trozo de tierra donde cae aún la ceniza gris del Curirayén
misterioso. Lanza las rucas, tibias aún por la sobadura de sus manos... y las
tira al aire, como le enseñara Ngenechen el dios mapuche, El de antes de
los blancos. Están prohibido entre los huincas hablar de ese dios. Por eso él,
ha escondido bien sus rucas viejas. Quiere elevar una plegaria. Hacer un nguillatún,
como los hacían los ancianos. Su mujer está tan débil, con su nuevo parto. Ha
tenido veintitrés hijos fuertes y ahora, justo ahora, viene a sentirse mal. ¿
Qué puede hacer él, ahí no hay nada... ni blancos, ni maistros, ni curas para
darle una mano! Las rucas hablan. Él debe buscar ayuda en Calafquén. Hacia allá
camina. Corre. Pasa el sol sobre sus hombros.
El mediodía cae como un río de lava del
volcán y atisba el poblado con sus casas de madera y el humo de las chimeneas
grises. Un hombre viene a caballo por el camino sombreado y lleno de musgo. Es
Antimilla Punulef, su compadre, que se acerca desde el pueblo. Una sonrisa
desdentada le amaina el apuro y el miedo. Se abrazan. La breve ceremonia los acerca. Pide ayuda.- ¡ Es urgente! ¡Mi
mujer puede morirse!- expresa acongojado.
Antimilla busca a la vieja médica nonagenaria,
con habilidad en los secretos. Parten como aves emigrando hacia el rancho de la
parturienta en apuros. Prosperino, el nieto de Rosamela, acompaña con su
caballo a la anciana que viaja en un carro hecho de madera y cuero, tapada con
unas pieles de ovejas nonatas. El grupo avanza rápido en la desolación, a pesar
de todo, hay frutillas silvestres y piñones entre las cenizas del volcán
dormido ahora. Algo queda para comer entre agua ardiente y agua fresca del
arroyo. Se acercan a la casucha y presiente el silencio pesado como lava
helada. Un grupo de niños desarrapados sale
al encuentro de los peregrinos. Millaray , la mayora, se acerca con cara de
alegría y susto. ¡Viene la médica! Su padre y otra gente que ella no conoce.
Tiene vergüenza.
La comitiva entra en la habitación. Los niños
han mantenido caliente el recinto. Panchito y Carmelinda, hacen un caldillo en
una marmita ennegrecida por el fuego. Está todo tiznado.
- ¡
Nacieron...!- Sí, nacieron. Y Curinao, el padre, se postra ante el Dios
Infinito y de su garganta seca sale un
-¡
Gloria a Dios en las alturas, glorifico al Dios de la tierra y de los Mapuches!
-
La vida responde a los llamados del hombre
humilde de la tierra. Gracia eterna al que quita las penas del hombre. Curinao,
indio noble, recibió en sus brazos los tres niños. Ya tenía veintiséis hijos.
Ya cumplió con su sangre y con sus mayores. Con su raza mapuche y silenciosa.
Curinao abrazó a Licán Ray, su mujer, le besó la frente afiebrada y le comunicó
que ese sería su último parto. Ella le sonrió y lo bendijo. Un suspiro salió de
su garganta tibia... ¡ Gracias Dios, que ha tenido piedad de esta mujer! Y se
durmió sonriendo.
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