miércoles, 23 de octubre de 2024

CURINAO EL MAPUCHE

                         

Curinao con sus pies desprovistos, casi arrastrando su pena por las rústicas piedras del sendero. Ha trajinado el invierno entre las altas araucarias. Nada queda de la vieja heredad de sus mayores. Mira sobre el volcán que fuma despacito y piensa en el dios de sus ancestros. Ya ni siquiera vomita fuego, está todo muerto. Un ave grita entre las copas de los álamos y levanta la vista, el indio, para seguir el rumbo del ave. Ésta se pierde en un horizonte de color bermellón y oro. Mira con sus ojos de grafito adormecido y siente en su pecho un fuego novedoso, siente que sus dioses mapuches aún lo miran desde ese bello cielo infinito. Busca de entre sus prendas de lana tosca y saca una pulida "ruca" cálida. Se agacha y limpia un trozo de tierra donde cae aún la ceniza gris del Curirayén misterioso. Lanza las rucas, tibias aún por la sobadura de sus manos... y las tira al aire, como le enseñara Ngenechen el dios mapuche, El de antes de los blancos. Están prohibido entre los huincas hablar de ese dios. Por eso él, ha escondido bien sus rucas viejas. Quiere elevar una plegaria. Hacer un nguillatún, como los hacían los ancianos. Su mujer está tan débil, con su nuevo parto. Ha tenido veintitrés hijos fuertes y ahora, justo ahora, viene a sentirse mal. ¿ Qué puede hacer él, ahí no hay nada... ni blancos, ni maistros, ni curas para darle una mano! Las rucas hablan. Él debe buscar ayuda en Calafquén. Hacia allá camina. Corre. Pasa el sol sobre sus hombros.

   El mediodía cae como un río de lava del volcán y atisba el poblado con sus casas de madera y el humo de las chimeneas grises. Un hombre viene a caballo por el camino sombreado y lleno de musgo. Es Antimilla Punulef, su compadre, que se acerca desde el pueblo. Una sonrisa desdentada le amaina el apuro y el miedo. Se abrazan. La breve ceremonia  los acerca. Pide ayuda.- ¡ Es urgente! ¡Mi mujer puede morirse!- expresa acongojado.

    Antimilla busca a la vieja médica nonagenaria, con habilidad en los secretos. Parten como aves emigrando hacia el rancho de la parturienta en apuros. Prosperino, el nieto de Rosamela, acompaña con su caballo a la anciana que viaja en un carro hecho de madera y cuero, tapada con unas pieles de ovejas nonatas. El grupo avanza rápido en la desolación, a pesar de todo, hay frutillas silvestres y piñones entre las cenizas del volcán dormido ahora. Algo queda para comer entre agua ardiente y agua fresca del arroyo. Se acercan a la casucha y presiente el silencio pesado como lava helada. Un  grupo de niños desarrapados sale al encuentro de los peregrinos. Millaray , la mayora, se acerca con cara de alegría y susto. ¡Viene la médica! Su padre y otra gente que ella no conoce. Tiene vergüenza.

   La comitiva entra en la habitación. Los niños han mantenido caliente el recinto. Panchito y Carmelinda, hacen un caldillo en una marmita ennegrecida por el fuego. Está todo tiznado.

   La Rosamela echa a todos. Sus buenas manos de artista de Dios, harán renacer la vida de ese cuerpo seco de tanto parir y amamantar. Prosperino es el único que puede estar presente y ayudar a su abuela médica. Trae una calabaza con un menjunje y le da a beber a la parturienta. La “dotora” reza en su lengua madre mapuche. Seguro que el dios de los mapuches escuchará sus ruegos. Nace el primer niño, luego el segundo... y corona el tercero. Un ruidosos griterío de las pequeñas gargantas despierta a los hermanitos pequeños que duermen junto al fuego.

- ¡ Nacieron...!- Sí, nacieron. Y Curinao, el padre, se postra ante el Dios Infinito y de su garganta seca sale un

-¡ Gloria a Dios en las alturas, glorifico al Dios de la tierra y de los Mapuches! -

   La vida responde a los llamados del hombre humilde de la tierra. Gracia eterna al que quita las penas del hombre. Curinao, indio noble, recibió en sus brazos los tres niños. Ya tenía veintiséis hijos. Ya cumplió con su sangre y con sus mayores. Con su raza mapuche y silenciosa. Curinao abrazó a Licán Ray, su mujer, le besó la frente afiebrada y le comunicó que ese sería su último parto. Ella le sonrió y lo bendijo. Un suspiro salió de su garganta tibia... ¡ Gracias Dios, que ha tenido piedad de esta mujer! Y se durmió sonriendo.

           

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