Gaspar era el noveno
hijo de una familia de campesinos pobres. Solía ir al mercado en la ciudad en
busca de monedas para traerle a su madre. Era corto de palabra. Nunca fue a una
escuela por lo que no sabía leer ni escribir. Se detenía a escuchar a los
buhoneros que contaban historias en las plazas y calles del pueblo. Cuando
regresaba sin darse cuenta había bajado el sol y su padre ya lo esperaba en el
recodo del camino.
El pequeño parecía
tener un ángel de custodio, porque a otros caminantes los asaltaban o les
pegaban; nunca le sucedió al muchacho. Su madre trató de corregirlo, pero al
volver al hogar, que a pesar de ser muy humilde siempre habiía una olla con
sopa o guiso de habichuelas, él, se sentaba en un pequeño banco y relataba lo
que había escuchado y sus cuentos eran el sabor de la vida de todos. ¡Tenía
mucha memoria y gracia! Sus hermanos reían o lloraban según el cuento que
contaba.
Un día se cruzó con él,
un anciano hombre de Dios, con su talar de áspera arpillera, atada a la cintura
con una tira de cuero desde donde sobresalían las cuentas de un rosario. El
viejo, casi ciego, le pidió a Gaspar si lo podía acompañar hasta la abadía en
lo alto de la montaña. Y allá fueron. Con paso lento y escuchando el niño el
rezo de oraciones que hablaban de un tal Jesús y su madre, llegaron a unas
enormes puertas de madera rústica y decolorada por el sol y las lluvias.
Unas campanas llamaban
a otros frailes que en el campo con rudas herramientas trabajaban la tierra.
Algunos traían gavillas de centeno, otros zapallos y otros alguna liebre o
conejo que estaba en una trampa en el pequeño huerto. Todos vestían igual, con
su cabeza rapada y sus manos llagadas por las duras tareas de la tierra. Lo
miraron sorprendidos. Ellos no hablaban, su promesa de silencio se los impedía.
Solo uno lo hizo. -¿Quién eres muchacho y cual es tu nombre? ¿El padre Tomás te
dijo algo sobre nosotros?- y siguió caminando casi sin oír al chico.
-Lo encontré perdido y
me pidió ayuda. Se ve que está ciego o loco, porque habló todo el trecho de un
tal Jesús y de su madre… y yo soy Gaspar de Valle Inquieto. Mi padre es Albertino
y mi madre Gema. Tengo 10 hermanos, yo soy el más chico. Uno murió de cólera el
año anterior a las fiestas de San… no sé cuánto. Era época de sequía. Mi padre
trajo agua del arroyo y todos nos enfermamos, pero uno solo murió. Mi madre nos
curó junto a una abuela que sabe de yuyos y medicinas.
Calla, calla niño. Ya
es suficiente. Entra un minuto que te daremos una jarra de leche y pan del padre
Ramiro. Es nuestro cocinero.
Gaspar con gran temor
ingresó a ese enorme edificio de piedras y barro. Una campanilla sonó tres
veces y todos los hombres se retiraron a pequeñas celdas excepto el que hablaba,
que lo llevó a una sala donde una gran tabla de madrea oficiaba de mesa. Allí
en un tazón de barro cocido, echó leche y cortó un trozo de pan de centeno, lo
untó con mantequilla de cerdo y le alcanzó. Él, lo bebió apurado y tomando el
pan salió caminando por el largo pasillo hasta la puerta. Abrió y salió
corriendo.
Cuando llegó a la casa,
su madre sorprendida recibió el pan que Gaspar traía. ¡Una joya has traído!
Hijo de mi alma, es lo más rico que han comido tus hermanos en meses o tal vez
en años. ¿Quién te dio esta delicia? Y Gaspar relató su aventura. Todos con los
ojos abiertos, escuchaban sin abrir la boca. Cuando finalizó una andanada de
preguntas de parte de sus padres y hermanos, le dejó la garganta seca al tratar
de contestar.
Albertino y Gema se
miraron, salieron al terrón detrás de la casa y casi sin mirarse dijeron: -
¿Hay que ir a investigar qué es eso? A la semana se prepararon todos y
caminaron por donde estaba el convento. Allí, los observaba un clérigo que
salió en busca del padre superior.
Gaspar al ver a su
amigo, el anciano ciego, corrió y le besó las manos. ¡Qué sorpresa para el
abate! Le acarició la cabeza y le dio un pedazo de zanahoria para que comiera.
Dulce regalo en verdad, para el niño. Luego llegó el abad, saludó y los invitó
a entrar. Así conocieron el convento un poquito. Las preguntas fueron una tras
otra y así les contestaba el hombre de Dios, lentamente se fueron
familiarizando con las historias.
Invitados para ciertos
días, siempre después de una charla, les daban huevos frescos, zapallo, miel de
abejas y pan para los niños. A Gaspar le regalaron una imagen chiquita de la
madre de Jesús y él, la atesoró con alegría.
Padre, dijo un día
quiero ser como ellos.- ¿Cómo quienes? – Como mis amigos del Templo.- No creo
que acepten a un niño tan poco instruido. Sentenció la madre. Y una lágrima se
corrió por sus mejillas arreboladas. – ¿Padre preguntarás por mí? - Así lo haré
cuando vayamos.
Las campanas redoblaban
con enorme alegría esa mañana. Llegó la familia al templo y junto a ellos
muchos campesinos que venían de lugares distantes. Una rara ceremonia para
nuestros amiguitos y sus padres tuvo lugar ese día. Era
Al terminar el tiempo
de rezos y romería, cuando regresó el silencio y silenciaron el coro en su
latín, quedaron en la huerta los padres de Gaspar y sus hermanos. Solicitaron
que el niño ingresara como ellos al convento. -¡Tiene sólo once años, dijo el
abad!- Es lo que sueña el niño. -¿Aprenderá el Latín y catecismo?- ¡Creo que
sí, él tiene muy buena memoria! Sabe relatar todo lo que escucha aquí con
puntos y señales. – Bueno, traedlo como “Donado”, dijo el cura.- ¿Y eso que es?
– El más pequeño de los clérigos de esta abadía. Lo más inferior hasta que
aprenda. Luego irá pasando como una escalera en saberes, peldaño a peldaño.-
¡Acá se queda, entonces!- dijo el padre.
Gaspar, pasado los años
llegó a ser abad en ese espacio de Dios.
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