Partimos con una alegría contagiosa. Los tres vehículos preparados como para realizar una verdadera proeza andina, todos con los equipos de ascención impecables: zapatos con grampas y trajes de doubbé , guantes y antiparras antirreflex...grampones y nuestros bastones de hielo.En fin teníamos alimentos biofilizados, agua y las mejores carpas de todo el mundo andino.
El sol caía como flechas agudas sobre nuestras colchonetas de colores brillantes, y el reflejo de la nieve lo hacía todo más blanco. En realidad teníamos un calor insoportable. Germán nos explicó, como viejo y conocedor andinista que apenas atravesáramos Plaza de Mulas, ya comenzaríamos a sentir el rigor del clima. Con dificultad dejamos en el campamento base nuestros cuatro por cuatro, con sus gomas recubiertas de cadenas para soportar el suelo pedregoso y helado.
Con las pocas mulas que pudimos alquilar comenzamos a subir hasta el segundo refugio y el guía de la recua nos dejó allí como nos había dicho.El refugio estaba semidestruido. De piedras que rodaban apenas las tocábamos y con un horrible agujero en lo que quería ser un techo por donde se filtraba el aire helado. Allí pasamos la noche y al amanecer comenzamos la caminata. Lenta y pesadamente con nuestras mochilas sobre las espaldas la ascención era penosa. Un dolor agudo se iba incrustando en mis hombros. Llevaba más de veiticinco kilos y pesaban como si fueran mil. La nieve era un asco, blanda en partes donde nos hundíamos hasta los muslos, dura como una piedra donde resbalábamos como pelotas en pendiente. Comencé a perder el ritmo. Me atrasé. Perdí una hora con respecto al grupo. Me esperaron sentados sobre sus mochilas pero me gritaron improperios mientras yo con asmática respiración traté de llegar hasta donde me esperaban.
Armamos nuestras carpas refugio a los cuatromil seicientos metros, según el altímetro de Jorge. Comimos unas latas de sopa calentadas en unos pequeños calentadores a gas de garrafa, en nuestras bolsas de dormir nos acomodamos para pasar la noche. A la madrugada un fuerte viento blanco comenzó a soplar y el ulular de los vientos de nuestras carpas parecían sirenas. Mi viento izquierdo estalló y se rajó violentamente la carpa. Un frío monstruoso me atrapó y Ricardo con sus grampones se ató a mi cintura porque temíamos que el viento nos arrastrara. Al amanecer la nieve nos tenía semi enterrados. El frío había puesto nuestras manos y labios lívidos , castañeteabamos los dientes y no lograbamos ver la carpa de Jorge y Marcelo. Tampoco veíamos la del experimentados guía andinista que acampaba con Fernando. El viento nos impedía salir del incómodo habitáculo.La pequeña garrafa no aparecía por ningún lado y casi no podíamos movernos. Tomé de mi abrigo un trozo de chocolate que me supo a manjar, le pasé un pedazo a mi compañero que seguía atado a mí. Un dolor agudos en mis pulmones me recordó que podía tener un edema. Casi a los gritos por el ruido del viento le comenté a mi amigo que teníamos que tratar de juntarnos con el resto del grupo. Arrastrándonos como pudimos salimos de lo que quedaba de nuestras carpas. Cerca nuestro casi tapados por la nieve estaban Jorge y Marcelo. Sonreían y al tocarlos cayeron como estatuas de mármol. Habían muerto congelados pues su carpa tambíen había sufrido la misma suerte que la nuestra. Llorando los tapamos con más nieve. Se nos congelaban las lágrimas, las manos violetas debajo de los guantes recibían pequeñas partículas del hielo que se filtraba igual que el viento por todos lados. Tratamos de encontrar al guía pero no estaba por ningún lado. Tampoco Fernando. Con nuestros pocos alimentos rescatado en una de las mochilas y algo de abrigo, comenzamos a caminar buscando un perfil propicio para regresar. recordé que habíamos dejado las piquetas y tratamos de regresar. De pronto tropezamos con una cosa...rápidamente tratamos de ver qué era y encontramos la carpa del guía con él muerto...pero no estaba congelado.¡ Un cuchillo le había cortado de lado a lado el cuello! . Sólo el frío había mantenido su cabeza unida al cuerpo. Casí nos desmayamos del horror. Salimos de allí huyendo enterrándonos en la nieve que nos dificultaba tremendamente la caminata. ¿Dónde estaba Fernando?. ¿Quién degolló al guía?. La duda nos dejó como adormecidos. El viento nuevamente comenzó a traer nieve que parecía espuma de mar. El frío no nos permitía respirar. Un dolor agudo ingresaba con cada inspiración . Perdí mi cantimplora y sabía que la nieve al no tener minerales me provocaría mayor sed. No tenemos donde pasar la noche y nos congelaremos, pensé y le hice señas a mi amigo Ricardo que se detuviera. Se acercó y le comuniqué mis dudas. Comenzó a sollozar y no me contestaba. Le ví que no tenía ni antiparras ni guantes. Sus manos estaban prácticamente congeladas y ya casi no veía. Busqué con qué fabricarle unos mitones y mientras trataba de darle vida a sus dedos agarrotados y muertos vi con terror que se me quedaban sus falanges en las manos. Le cubrí con un pañuelo los ojos y envolví lo que quedaba de esas manos en mi bufanda. Lo amarré con más fuerza a mi cintura con una fuerte cuerda. Armé como pude un refugio y nos abrazamos para pasar la noche.
Entre dormido vi acercarse una figura conocida. Tal vez era Fernando. Pero él había matado al guía. Con una daga entre sus guantes se abalanzó sobre nosotros tratando de matarnos. Nos defendíamos de ese hombre enloquecido entre la nieve y el viento huracanado. De un enorme empujón lo tiré sobre la nieve y rodó por entre una gigantezca grieta. Su grito de terror sonó como el chillido de una frenada de tren. Luego tomamos la decisión de continuar con nuestra huída al campamento base. Pero el sueño nos hacía cada vez más difícil desplazarnos. Los ojos se cerraban. Si nos quedabamos dormidos la muerte blanca se apoderaría de nuestros doloridos cuerpos. Nos apoyamos uno en el otro y nos fuimos quedando dormidos. Los parpados pesados y el viento y el blanco manto de nieve y el ruido del eco de la montaña y comenzamos a escuchar voces que nos hablaban de lejos y nos poníamos a volar y la nieve era suave. Desperté con el sol que caía rotundo sobre mi frente despellejada por el sol. Mi compañero congelado. Me separé de él y comencé a bajar. En mis ropas observé un hilo de sangre seca. Cuando busqué mi navaja no estaba. Miré atrás y vi que también Ricardo tenía la cabeza separada del cuello. Un charco de sangre envolvía su cuerpo y yo seguía caminando hacia el refugio base.
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