Era
un hombre. Sólo y apurado. Le hablaban y escuchaba. Le seguían hablando y ya no
oía ni veía a quien expresaba letanías grises, negras, pálidas. Ya no
escuchaba. Cerró el cajón del escritorio. El otro hombre seguía hablando sin mirarlo.
Apagó el celular y el fax. Fue saliendo de la oficina lentamente. No dijo nada.
Tampoco hubiera servido. El empresario seguía hablando con mantras de la
inequívoca certidumbre de venta. En realidad hablaba con su espectro. No lo
había mirado siquiera, y no sabía que él, se había ido hacía un tiempo.
Cuando
llegó al garaje, se sacó el "Rolex" y la corbata de seda francesa,
símbolo de su vida. Inútil y alienante vida. Los dejó sobre las chapas
avejentadas de un "Citroen" gris, que estaba estacionado junto a su
"Mercedes" ¡Qué sorpresa se llevaría el dueño! Salió con el rumbo
fijo hacia el oeste. No pensó en llamar a nadie, porque no tenía a nadie. No
tenía familia ni amigos, sólo clientes.
El
hombre sabía que iba a buscar un refugio, un útero dorado y tibio. Otra vida.
¿Estaba vivo? Anduvo mucho. Pasó por pueblos que le despertaban emociones
diversas, pero fuertes: "El jagüel","Praderitas","Los
Alerces","Cinco Rocas"..., nombres raros, nombres simples.
Pueblos viejos como sus historias viejas.
Así
llegó a un paraje donde moría el camino. Dejó allí tirado el
"bólido". La joya. En un sendero que parecía una huella. No sufrió.
Lo dejó como se deja tirada la cáscara de un durazno maduro. Recordó la lucha
apasionada para comprar ese auto, ese que ahora abandonaba. Río a carcajadas.
Caminó tranquilo, pausado, como los hombres que buscan reencontrar su alma.
¿Dónde la había perdido? ¿Cuándo?
De
pronto, después de mucho caminar, encontró un remanso en un río. Se miró en las
aguas. Vio a un hombre solo con abundante barba y ojos limpios, que buscaba su
espíritu. Cerró los párpados y olió el suave perfume de las hierbas frescas en
el monte. Escuchó los sonidos del silencio y olfateó el agua que manaba del
manantial entre los riscos. Se detuvo allí. Siguió tan solo como antes. Tenía,
aún, que enfrentar sus propios duendes. Sus fantasmas y sus miedos. ¡Ya podía
escuchar el latido de su corazón exultante de alegría, que creía muerto!
Así
creó su propia fuente. Plantó su propio árbol. Vivió allí acompañado por los
majestuosos sonidos de la vida, de la verdadera
y estridente vida. Conoció la aurora, con sus colores vivos. Escuchó
también el gorjeo de las aves, llamándose al amor y al apareo. Percibió el tenue
rocío en el suave vello de su piel, que se erizaba con el contacto del aire
tibio de la brisa. Era otro hombre.
Diferente. Singular. Libre y acompañado por sus fantasmas y sus duendes amigos,
sus recuerdos. Vivió como un humano de verdad.
El
tiempo, mágico espectro móvil, fue transcurriendo con presteza y con sigilo. Su
árbol creció. Dio sombra, frutos y esperanzas. Con sus manos ásperas y
rústicas, construyó un horno de barro y coirón. También su casa
"hornero" donde habitó con luciérnagas y grillos. Cocinó pan con
aromática levadura y suspiros. Comió con gozosa voracidad. Pero...
Sucedió
que un día comenzó a venir gente a buscar su pan amasado con miel de
"lechiguana". Se bebieron el agua fresca del manantial y ahuyentaron
sus luciérnagas. Entonces... les negó su pan y su leche y su agua y sus
silencios. Volvió a ser él y sus pájaros ruidosos.
Pasó
el tiempo y su cabello se fue transformando en largas guedejas blanquecinas. Y
su piel se arrugó y se agrietó su boca. Sus ojos se achicaron con el asombro azul, y rojo y
verde de la honrada creación de la
naturaleza que empuja hacia el mañana. Y llegó un día nuevo. Se sentó al pie de
"su" árbol, apoyó su espalda encorvada contra la madera rugosa y
feraz. Se quedó ensoñando su existencia. Se fue transmutando en materia leñosa y
crepitante. Su cansado cuerpo de hombre, se fue adosando en una rara
metamorfosis perfumada de madera. Era tronco. Ya no fue más "el
hombre", fue raíz, fue astilla, fue rama, fue origen y un vuelo
irrefrenable de pájaros que permutaban sus frutos y flores por sus trinos. Allí
quedó al pie de "su árbol" y de "su oasis".
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