JUNTO AL MAR EN LA CASA DE LOS SUEÑOS
INFANTILES.
Cerré la
celosía que detenía el suave viento del mar. Corrí el visillo de encaje que
enhebró la mano rítmica de tía Virtudes, en largas tardes de ensoñación
esperando un amor esquivo. Tapé, así, mis miedos. Las nubes, sobre la casa eran
gárgolas glotonas de humedad. Se deslizaban entre las oscuras olas. Buscaba con
la mirada atenta a Teresa, mi hermana menor, que siempre leía embutida en una
capa de cachemira. Parecía un murciélago rosado, envuelta en su alas tibias. En
el regazo el infaltable libro de literatura de terror que le absorbía el tiempo
y el seso. Su alegría juvenil había peregrinado hacia la nada y se iba agotando
con cada uno de ellos, sus libros. La busqué y allí estaba, sentada junto a la chimenea.
Miré en mi interior, escudriñando en la memoria.: ¿Cuándo comenzó esta manía en
Teresa? No encontré ni el cuándo ni el cómo, pero su carácter había cambiado a
uno francamente irritable. Ya no era la muchacha amable y juguetona que creció en nuestro hogar para
enamorarse y formar una pareja.
Mis padres nunca permitieron que nos llegaran
rumores de hechos desgarrantes o fatales, de boca de mucamas o institutrices, hechos
que nos provocaran miedos. Ya que su infancia había sido triste-“ acorralados con horrores, con demonios
descomunales, brujas instigadoras” que depredaban su inocencia, no
aceptaban eso para nosotras. Las niñeras, guardianas justicieras, que los
cuidaban, les relataban historias de horror o los encerraban en los cuartos del
planchado, en alacenas oscuras, en buhardillas polvorientas o baños gélidos,
castigando sus picardías de niños. Tal vez rememorando aquellos miedos, papá
nos llevaba al campo. Nos permitía andar descalzas corriendo libres por la
gramilla, cara al sol y a la vida que nos regalaba su esperanza. Así nuestra
cabeza descubierta se abría a los sanos pensamientos y juegos de libertad.
Mamá nos leía en las tardes frágiles
historias de amor con finales felices donde siempre “cazaban perdices”. Nunca escuchamos cuentos de ogros o dragones.
Así llegamos a la edad en que imaginábamos un mundo desconocido y tía Virtudes
nos regaló una colección completa de libros de aventuras. Los filibusteros,
magos y fantasmas nos permitieron atravesar al otro mundo donde siglos de
historias fantásticas cambiaron nuestra visión de la vida. Recuerdo que
imaginábamos maravillas, que hoy sabemos
son imposibles.
Ellos, mis padres, partieron sin avisarnos.
Un día papá quedó en su sillón rojo, como un león dormido. Su cabello apenas
alborotado y su mentón acariciándole el pecho. Así quedó, sin hacer ruido,
mirando el más lejano rincón del universo apoyando el silencio de su voz alegre
en la algarabía de las flores del jardín que él cuidaba. Mamá lo siguió
desplegando sus párpados de pájaro asombrado que buscaban a su amado, en los acantilados
que rodean la casa natal. Caían ahí las finas gotas de lluvia del otoño. Los
suspiros que se desparramaban por todos los rincones de la casa, no habían
despertado inquietud a nuestro estupor adolescente cuando inició el prolongado
viaje de la muerte, al encuentro de papá. No sabíamos cuánto se podían extrañar.
Virtudes, aceleró su partida con el malhumor
de la soltería inapelable. Quedamos como las aves huérfanas en la tempestuosa
soledad de una mocedad incómoda e inútil. Solas en la vieja casa paterna,
Teresa y yo, sin saber qué hacer para mantenernos.
Pero pasó un hecho inenarrable... había
salido a escuchar mi ópera favorita cuando tropecé con un apuesto hombre maduro
que me habló con la soltura que le daban sus años. Valentín, era uno de los
tenores que pertenecían a la comedia operística. Me dio una clase de música, tema que yo amaba.
Me enamoré de inmediato de es hombre apuesto, de finos modales masculino y
fuerte. Venía él a casa con ternura y sorpresa por nuestra soledad y cariño. Yo
había descubierto el amor.
Con Teresa, él, creó una corriente de
simpatía, macerada en el interés de ambos por los libros con historias de
terror. Mi hermana comenzó a transformarse. Se ensimismaba, estaba extraña,
silenciosa a veces, locuaz hasta lo impertinente otras, brillaba u opacaba. Era
insoportable. La casa parecía vacía, sola yo con mi amor y los recuerdos.
Buscaba a esa hermana que solía sentarse en el piano interpretando a Schubert,
Strauss o Chopín , pero encontraba una mujer inmóvil que libro en mano
permanecía quieta. La rutina me alejaba de los sueños. Merodeaban palabras de
papá, mamá y Virtudes, compañeros amables de todo tiempo, a pesar de que no tenía
sus queridas presencias. Si hablaba con Teresa no obtenía respuesta, pronto se marchó
sin decir a dónde. Era invierno y Valentín había partido con su “trupp” de
ópera a otros países. ¡Estaba tan sola!
El sol azotaba las enredaderas de la terraza.
Un ruido escandaloso de pájaros envolvía la tarde. La lluvia fina empapaba la
tierra que despedía perfume de romero y barro. Mi tristeza desplegaba harapos
en las cornisas de la casa empastando todo con mis desdichas.
Era invierno en mi corazón. Estaba sentada
junto a mi soledad en la sala. De pronto, sonó la campanilla de la puerta que
daba a la calle del puerto, acudí al instante al insistente sonido. Abrí
desmesuradamente los ojos, sorprendida. Ahí parada, sonriente, estaba Teresa
con Valentín, tomados de la mano. Valijas y baúles los rodeaban por todos
lados.