“Con cada sonrisa que desparramo,
planto una flor con color de esperanza”
La guerra
había amenazado con su furia a un pueblo pequeño. Desde la altura del minarete
de la mezquita se podía ver el humo que se desprendía de las casas quemadas y
arrasadas. Ságar, un campesino oraba con mayor fortaleza esperando que ese
horror terminara. Pensaba en su mujer, la joven Narine y en sus hijos, que aun
eran pequeños, pero que seguro se llevarían si llegaba el ejército a buscar
hombres. Él, ciego de nacimiento, solía dar gracias a Alá su Dios, por haberle
evitado tener que ir a matar hermanos.
Cada
amanecer escuchaba más cerca el ruido espantoso de los cañones. Cada tanto oía
que se acercaba alguien y escondía a su familia en un pozo profundo que había
en la casucha y que tapaba con extremo cuidado con una raída alfombra de oración.
No cocinaba
con especias para evitar curiosos. Hervía agua del pozo y allí ponía un puñado
de arroz con algunas legumbres. Nada que
pudiera ser codiciado por seres malignos. Su primer llamado a orar era antes
del amanecer y aprovechaba para oír con mucho cuidado los ruidos de alrededor
de la casucha, luego buscaba una de las pocas cabras que le quedaba y le extraía
leche para hacer cuajada y quesillo. Finalmente cuando sentía el canto de ese pájaro
tan misterioso que le avisaba la salida del sol regresaba a fabricar cestas de
mimbre.
Una tarde
cuando estaba orando sintió ruidos sordos y supo que llegaban. Como pudo hizo
lo que debía esconder a su familia y seguir orando. Un golpe derribó la endeble
puerta y entraron. Sintió el frío de un arma en su espalda. Siguió rezando las
aleyas que murmuraba desde niño. Lo golpearon hasta desfallecer pero no hizo
nada. Alá, el misericordioso, le exigía ser muy astuto. Revolvieron cada rincón,
cada cesto, cada trasto. Le arrancaron lo poco que tenía para comer y luego le
dispararon sin que el impacto le hiciera más daño de lo esperado. Quedó vivo,
medio muerto, pero había logrado ocultar a su familia.
Se fueron
gritando y enarbolando armas que disparaban al aire. Cuando el silencio cubrió
la casa, como pudo sacó la alfombra y abrió. Su amada mujer había logrado mantener la calma y anegada en lágrimas le
hizo tocar con sus ásperas manos el cadáver de su pequeño al que un proyectil
que había perforado el piso arrebató la pequeña vida. Se abrazaron Ságar y Narine, ella lo limpió, le cubrió con
cenizas las heridas y al oscurecer en el profundo silencio enterraron al bello
Jarub de 4 años. Ella se armó de fuerza y acompañó en su dolor al resto de su
familia, en especial a su esposo ciego.
Cada vez
que sus hijos la miraban, su dulce sonrisa, era un mensaje mudo de amor y
esperanza.
Los valientes campesinos de Siria,
siguen defendiendo la paz y el amor que necesita cada ser para sobrevivir.
PRECIOSO Y TRISTE YO, LEJOS Y CERCA SIN ENTENDER TANTO ODIO,DISTE EN LO MAS PROFUNDO DEL CORAZON .LA REALIDAD MAS CRUDA DEL MUNDO
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