jueves, 5 de enero de 2017

CUENTO CORTO

EN LOS ESCOMBROS.

Caían uno a uno los ladrillos seculares. Un polvo agrio atrapaba la poca saliva que quedaba en la triste garganta cerrada del obrero. Era uno de esos inmigrantes atormentados por el hambre. Era un hombre solo. Pobre. Hombre sin esperanza, casi. Soltó el pico y acomodó un ridículo sombrero en su cabeza. Amoratadas manos duras sobaron el pescuezo secando el sudor. Se escupió esas manos embarrándolas. O no. Se refregó y continuó con su obra. Pensaba en el tiempo que le quedaba para el crepúsculo. A esa hora, las siete u ocho, regresaba a su habitación compartida con otros parias como él. Una línea más de ladrillos y llegaría hasta el piso. Había sido hermosa esa vivienda añeja. ¿Por qué la demolían ¿ Aun sirve, pensó? Yo no tengo casa y ellos destruyen ésta tan hermosa. Su boca siempre cerrada no admitía una réplica. Había visto poco al arquitecto. Lo contrató apurado. Estaba siempre apurado. Por las rendijas de puertas viejas, despintadas, lo espiaban ojos invisibles. Él sabía. A veces se entreabría una celosía gastada y percibía  una presencia humana. Nunca vio a nadie en realidad. El calor era sofocante. El polvo penetraba en sus más íntimos orificios. Estaba solo. Siguió mecánicamente con el pico, rompe que te rompe. Su mente se fue como ave migratoria a un territorio ajeno. Se fue lejos. Sólo quería que el sol se disparara hacia el poniente.
El hierro dio un golpe agudo. Chispeó en una losa de granito. Se detuvo. Se alejó un instante y se prendió a la botella de agua. Estaba tibia. Gorgoteó en su garganta reseca. Sintió alivio. También asco. Estaba muy caliente su agua. Quizá en otra región la gente fuera más solidaria. Allí eran de arena, escurridizos, secos, muertos. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra enorme. El verde era un paraíso de frescor impensado. Ya hacía tiempo no sentía dolor en sus músculos agarrotados. Cerró los ojos un minuto. Sintió un perfume a madera de nogal. No supo de dónde provenía. Se quedó quieto, allí, sin siquiera atinar un suspiro. Cuando se incorporó necesitó un esfuerzo inusual para volver al pico.
La losa estaba allí, con una inscripción, apenas perceptible. Tal vez no debía tocarla. Pensó en esperar al patrón. Y dejó ese rincón para luego.
Sintió que mil ojos invisibles lo observaban. Se sentían los metales herrumbrados mordiendo en las fallebas de ventanas y puertas. No vio a nadie. Ellos estaban, seguro ellos estaban, aunque no se mostraban nunca. Buscó otro ángulo de la vieja casa. Comenzó a demoler la chimenea. Era bella, recubierta de mayólicas pintadas. Un magnífico escudo labrado en bronce; y pintado. No alcanzaba a leer lo que decía.  Tomó la decisión de no romper las bellas piezas. Con una pequeña azuela comenzó a hurgar en el pegamento que las incrustaba en la chimenea. El tizne saltaba entre los colores frescos y caía como lluvia imperceptible. Era sorprendente con la facilidad que podía desprender los pequeños cuadraditos. Fue haciendo un atadillo y los escondió entre los montones de escombros. Sintió que a medida que se desprendían iba apareciendo una madera noble de color claro. Alguien, en algún momento de su historia, había escondido en ese lugar algún secreto.
Raspó y descubrió un agujero. Estaba realmente alterado. Eran ya dos cosas extrañas para un solo día. Se quedó quieto. Apoyó el pico y la azuela contra la losa de granito y automáticamente comenzó a su alrededor un raro movimiento. Se deslizaban haciendo un mágico ruido sordo. Hipnotizado comenzó a mirar el hoyo profundo. Al abrirse totalmente, se vio un muñeco hecho en paño de lana, crines, ojos de cristal y de apariencia humana varonil. Tenía un afilado estilete de acero toledano atravesando el frágil cuerpo. Parecía la imagen de un enano. Pero con forzada dificultad lo tomó sacándolo del insólito escondrijo. Lo acomodaba en un rincón cuando comenzó a ver que gente de todas las edades comenzaba a caminar por pórticos, aceras y calle. Como autómatas todos convergían en el amplio habitáculo. ¿Eran espectros o curiosos? Él, no entendía nada. Era muy ignorante. Además el terror lo petrificaba.
La tarde se estaba acostando sobre la construcción desmantelada. El jornalero sudoroso se afanaba entre ese sin fin de ojos acuosos. Buscaba un lugar por dónde huir. Ya no hacía el calor sofocante de la tarde, pero sintió igual la fiebre que le secaba la garganta agostada. Salió disparado.
La noche cubrió el edificio. Una figura fantasmagórica atravesó el portal derruido y se agachó en el frío pavimento antiguo. Se deslizó por el oscuro agujero y desapareció en las sombras. Un helado viento comenzó a mover las hojas del árbol y algunas ramas débiles comenzaron a quebrarse en una danza sutil. Nada hacía prever los sucesos que luego acontecieron.
Al regresar el día y aportar la canícula  lujuriosa de enero, el obrero destapó su miserable rectángulo personal en la demolición. No encontró nada. No estaban las tejuelas, ni las mayólicas, ni el pico, ni la azuela. Nadie aparecía en el desmedrado edificio desmantelado. Se acercó a la cavidad pétrea y allí hecho un ovillo encontró al arquitecto con un estilete atravesado en la garganta. Su mirada extraviada en un punto alejado. La mano en un gesto infantil de pánico. Ni una gota de sangre. Ni un grito en la noche. Nada. Su traje de estricto corte inglés, su reloj de oro, su blanca camisa de seda y sus zapatos impecables. En la mano que estaba bajo su cuerpo, una moneda antigua con el noble emblema de la familia. En el augusto escudo un lema en latín: Verum moritura sumus.
El hombrecillo atrapó desconfiado sus ínfimas posesiones y salió corriendo en la calle empedrada. 
    


                                                           

No hay comentarios.:

Publicar un comentario