martes, 31 de enero de 2017

CUENTO CORTO

                                                            El arte no es un modo de ganarse la vida, quizás, pero siempre será un modo de hacer crecer el alma.

                        Mis padres me dejaron sola. Ellos creían en mi vocación y me dieron el tiempo y el dinero para que yo hiciera mi carrera. Cuando el profesor Brunno Secchi escuchó mi forma de interpretar a Paganini, casi se muere. De un colapso de horror. En mi pueblo, el único que sabía tocar, bueno tocar no, tenía un violín, era don Chicho el carnicero que llegó de Italia en los cincuenta y cinco, después de la guerra. Yo deliraba por aprender y lo molesté tanto que el pobre hombre me enseñó lo poco que sabía. Nada.
                        El maestro, con cara de pocos amigos me pidió que fuera dos veces por semana a su estudio de Flores. Tenía uno para los alumnos aventajados en el Centro cerca del teatro Colón. Yo estaba como loca. Alquilé una pieza en un hotel de cuarta categoría. Luego salí huyendo y alquilé un pequeñísimo departamento en Flores, porque descubrí que en el hotel había unas mujeres de provincias alejadas que traían “galanes” por horas y a veces por minutos, para hacerse de un pequeño dinero que luego enviaban a su familia que le criaban hijos. Nunca imaginé que la vida sería tan difícil. El portero me espiaba, las vecinas miraban qué compraba y a qué hora entraba o salía. Lo peor fue cuando después que el maestro comenzó a enseñarme algunas posiciones en el instrumento musical, yo pretendí ensayar. Imagino que ningún genio habrá pasado por lo que me tocó pasar a mí. Desde abajo me golpeaban el piso con un palo, desde arriba me gritaban e insultaban. Tocaban mi puerta diciendo que me fuera lejos y a la plaza o que el Colón estaba en otro lado. ¡Así, nunca seré una gran artista! - les dije y se rieron como desaforados.
                        Me tuve que ir a la plaza a practicar. Me resultó cómico, yo ensayaba y algunos transeúntes me dejaban monedas en la caja del violín. Creían que yo me ganaba la vida haciendo ese “ruido”. Poco a poco fue mejorando mi expresión y mi ruido se fue transformando en música. Mamá me escuchó ese fin de semana que vino a ver cómo estaba y se quedó pasmada. Estaba tocando el violín. Esa vez me trajo chorizos, dulce de leche casera, una campera tejida con lana hilada a mano, guantes y gorro haciendo juego porque venía el frío. Me regaló una colcha que había visto en un negocio de la plaza de Flores y una estufa a kerosene. Yo estaba delirante, la vida me sonríe, pensé y la abracé con mucha fuerza. ¡Me dormía con ella abrazada y despertaba con el olor del café con leche que hacía tan rico! Los vecinos no me molestaron y la saludaron con respeto. Después de eso, me trataron mucho mejor. Creo que pensaron que por fin había una persona normal en el edificio en ese pequeño departamento. Así fue que llegó el invierno.
            El maestro comenzó a darme más tiempo. Yo puse mucho empeño y me invitó a ir un domingo con sus alumnos al Colón. Casi me muero. Éramos siete y él, el maestro. En el tercer piso y en un balcón del costado que tenía subalquilado en el teatro grande, nos acomodamos para escuchar a un gran violinista griego. Fue tan maravilloso que se pasó el tiempo, casi sin notarlo eran las diez de la noche. Un compañero se dio cuenta que yo vivía lejos y dijo: -¿Muchachos que tal si hacemos una vaquita y la mandamos en taxi?- y allá volví como en sueño. Era magnífico el talento y la técnica. Soñé con un concierto en donde yo participaba y me aplaudían pardos varios minutos. Sólo fue un sueño.
            Seguí trabajando sobre el violín, pero era un instrumento muy barato y se descuajaringó. Cuando le llamé a papá me prometió pronto mandarme el dinero. Todo dependía de la cosecha. El trigo estaba casi a punto y él, tenía varias hectáreas plantadas de trigo. Esperé y el maestro me prestó un violín que sin ser de los mejores, era bueno.
            Cuando llegué al conservatorio, el maestro me miró con pena. -¿Pamela, no te has enterado, un tornado ha despojado el pueblo de tus padres? – y las lágrimas comenzaron a correr por mis heladas mejillas paspadas por el frío. El maestro se acercó y me puso la mano en la espalda. Un compañero y una de las chicas se acercaron y me tomaron de las manos.- No te hagas mala sangre, yo te presto mi violín- dijo a coro media academia. Pero yo sabía que me tendría que volver al pueblo. ¿Con qué iba a pagar el alquiler? Y ¿ Con qué mi comida y viajes en micro o metro?

            Hice mi maleta y después de saludar con cariño a cada uno de los habitantes del edificio, a mis compañeros regresé al pueblo. Mis padres lloraron, pero yo sentía una seguridad en mi fuero íntimo; que pronto volvería y sería una muy buena violinista. ¡Tal vez de arte no se viva, pero cómo se es feliz con el alma llena de arte!

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