jueves, 5 de enero de 2017

HOMBRE SIN NOMBRE PROPIO.



Llovía. Llovía como si el cielo quisiera desgajarse en lágrimas. La habitación era de pobre a miserable, pero Virtudes Maidana vino igual para ayudar en el parto. El viento se entrometía por cada agujero del rancho desnudando la pobreza. En el catre, casi desfallecida, la “Tuca” gemía en un charco de aguas y orines sangrientos. La tapó con un poncho y se sentó sobre el vientre para que pudiera expulsar al hijo. Un grito eterno y fatal escapó junto con un chorro de sangre y niño. Así nació el infortunado.   
  Flaco, embadurnado de grasa placentaria y mierda de la parturienta. La nueva madre tenía apenas trece años y el chico, pesado a ojo por la Virtudes, había cargado unos cuatro kilos o un poco más. Desgarrada y desfalleciente, quedó sobre el colchón de chala con perfume a desamparo. La Tuca era la que atendía el boliche y el patrón le dijo:- ¡Si serás mencha, así no se hacen los hijos! – y la agarró sobre el mesón donde vendía la bebida y se despachó hasta que no le quedó un poco de semilla sin arrojar en el hueco húmedo y destrozado de la infeliz. Salió sonriente y le tiró unos billetes “para que te comprés un vestido nuevo y lavate bien, no vaya que se te note”.
La Tuca muda, sin lágrimas, se secó los mocos con lo que le quedaba de la pollera y se tocó “la peluda” donde le salía sangre y un jugo viscoso con olor a lejía. Se tapó con un mantel que guardaba Don Yumma en un arcón en espera por si venía alguien de afuera, de la ciudad o un personaje de la política, como le contaron que a veces sucedía en época de elecciones, se acercaban a comer y beber hasta caer borrachos al piso. Salió en silencio hasta la covacha que le servía de habitación. Se tiró al camastro desvencijado y se dejó morir por el palpitar alocado de su cuerpo herido. Esa noche murió su alma. Esa noche murió el deseo de vivir por el dolor agudo que le dejó el patrón. Inmundo. Olor a animal de corral usado. Podrido. Cobarde.  
Al otro día la echó. Le dijo no se cuántas palabrotas que no entendió y la golpeó con el rebenque. Y ella tomó lo poco que tenía. Nada en realidad y se fue sin rumbo por el callejón de tierra. Caminó hasta que el dolor y el hambre la anotició que aún estaba viva. Se acercó a la chacra de los Hidalgo para pedir ayuda. Allí, la vieja Evarista apenas la vio se dio cuenta qué había pasado. Tenía años como para de una ojeada ver lo que otros no veían. Le dio asilo y la acomodó en su rancho. Su vida no había sido distinta y no se dijo una sola palabra del suceso a nadie.
Don Yumma, cuando recibió la visita del comisario por el boliche, le insinuó que la Tuca se había escapado con el “Chineño”, un vago que andaba por ahí y el astuto policía con una mirada de aguilucho le respondió, que “por casualidad había aparecido ahogado, el tal “Chineño”a orillas del remanso del arroyo El Junal hacía una semana y que de la Tuca, no había ni un petate”. El embustero meneó la cabeza y sólo hizo ruidos incomprensibles. Igual, la Tuca no era importante y nadie movería un dedo por una pendeja así.
Todo quedó en aguas sucias de pueblo endiablado y promiscuo. Así llegó la menta que en lo de los Hidalgo había una gorrona preñada y que la Evarista la cuidaba.
Y llegó la lluvia y el ingrato nacimiento del niño. La Virtudes lo envolvió en un trozo de sábana limpia y se lo dio al Nicasio Ochoa, su hombre. Él, buscó entre sus papeles un librito y dictaminó que como era el día seis de enero, se llamaría como estaba escrito: Ador. De los Reyes. Preguntó el apellido de la Tuca. Nadie lo conocía. Ella ya no podía hablar su corazón se debilitaba y el calor de su cuerpo huía tal como las nubes se iban abriendo para entreverar rayos de sol entre las cañas del techo. Así quedó como nombre Ador, de los Reyes, como apellido.
La Evarista se llevó al muchacho y con leche de cabra y burra lo alimentó. Pero sus noventa y tantos la llevaron bajo tierra como a la Tuca, que quedó debajo del sauce  a orillas del molino harinero de los Arredondo. Ador tenía cinco años y a nadie que se hiciera cargo de él.
El cura párroco de La Anunciación de María lo asiló unos meses, pero comenzaron las tilingadas de “que es hijo de él y lo tenía escondido” y “que le gustan los mimos de niños más de la cuenta” o “¿Quién sabe si no es una encarnación del Maldito?” y mil supercherías propias de ignorantes por lo que se apuró a buscar una familia que lo cuidara.
Fue a dar con unos recién llegados de Italia. Unos Friulanos de gustos sobrios y trabajadores que no tenían nada más que siete hijos. Lo recibieron con el mismo amor que a los propios. Don Giácomo y doña Giulia, lo quisieron. Buscaron darle una educación esmerada mandando a todos los varones a la escuela y a las nenas no sólo a la escuela sino que aprendieron piano, violín y corte y confección.
Ador, era feliz. Un día se cruzó con Don Yumma y éste lo tomó de la ropa, con una mirada inquisidora penetró en sus ojos oscuros y moros y le dijo: “Te parecés a tu madre pero tenés los ojos de un beduino”. Ador salió corriendo y abrazando a Giulia le contó asustado lo que el bolichero le había dicho. Esa noche, Giácomo le propuso a Giulia vender la chacra y emigrar a Santa Fe. Muy pronto se marcharon, dejando un recuerdo grato a quienes los conociera y  un sobre que al momento de subir al tren le acercó Virtudes Maidana. Era la historia de Ador de los Reyes.
Pasó el tiempo y como buenos inmigrantes llenaron la casa de títulos universitarios. Ador, les regaló uno que decía: Médico.
Ese día la madre del corazón puso en sus manos el sobre de papel amarillento, algo engrasado por las manos de la vieja partera y el tiempo transcurrido. Una nube de congoja llenó el pecho del muchacho, que se propuso volver al pueblo que lo engendró.
Llegó una tarde de enero. Llovía como si el cielo apasionado devolviera la memoria en lágrimas su ofuscación. Truenos y viento helaba  erizando la piel. Dejó su coche a la puerta del boliche, caminó lentamente hacia el mismo mostrador donde fue engendrado y allí en una antigua y destartalada hamaca encontró al viejo. Ciego y riscoso, olfateó en la penumbra y dijo: “Te esperaba”.
Ador se aproximó confundido. En principio con un odio descomunal que lo había hecho pensar en matarlo, luego, cuando observó ese lamentable personaje desgreñado, sucio y degradado por las úlceras de la diabetes, se conmovió y sólo atinó a decirle: ¿Por qué lo hizo?
Don Yumma, sin aflicción sonrió y en un suspiro apenas audible murmuró… ¡La carne joven me enceguecía, endemoniaba sin escrúpulos mi cuerpo y una fuerza poderosa poseía mis manos! Nunca pensé que tendría un hijo. Eso era para la gente buena. Yo no lo merecía. Y el día que te vi., supe que lo eras. Que había engendrado un hijo. Te aguardé sin esperanza. Ahora puedo morir tranquilo y le alargó una caja de plata con incrustaciones de nácar. Acá tienes tu herencia.
Ador recibió con un sentimiento de rechazo la caja del viejo que cayó rotundo al piso. Al dejar la caja para sostener al moribundo una lluvia de monedas de oro cubrió el suelo. Bajo el vientre del anciano una alfombra de joyas preciosas sirvió de pomposo refugio al cuerpo consumido. Las nubes oscurecieron aún con mayor espesura la tarde y unos rayos fortuitos iluminaron al muchacho que sobrio trató de mitigar su ánimo. Salió sin tocar nada. Buscó a un vecino y le pidió ayuda. Pronto se llenó de gente que observaban al andrajoso Yumma rodeado de una enrome fortuna, y, solo.
Estaba tan solo que ni todo el desierto de donde había emigrado quisiera recibirlo en su seno. Solo con su estupor y espanto de fantoche de demonio. Obsceno en su soledad de ignominia y abusador de niñas desgraciadas.

Ador de los Reyes salió cerrando la puerta sin volverse atrás.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario