Llovía. Llovía
como si el cielo quisiera desgajarse en lágrimas. La habitación era de pobre a
miserable, pero Virtudes Maidana vino igual para ayudar en el parto. El viento
se entrometía por cada agujero del rancho desnudando la pobreza. En el catre,
casi desfallecida, la “Tuca” gemía en un charco de aguas y orines sangrientos.
La tapó con un poncho y se sentó sobre el vientre para que pudiera expulsar al
hijo. Un grito eterno y fatal escapó junto con un chorro de sangre y niño. Así
nació el infortunado.
Flaco, embadurnado de grasa placentaria y
mierda de la parturienta. La nueva madre tenía apenas trece años y el chico,
pesado a ojo por la Virtudes ,
había cargado unos cuatro kilos o un poco más. Desgarrada y desfalleciente, quedó
sobre el colchón de chala con perfume a desamparo. La Tuca era la que atendía el
boliche y el patrón le dijo:- ¡Si serás
mencha, así no se hacen los hijos! – y la agarró sobre el mesón donde vendía
la bebida y se despachó hasta que no le quedó un poco de semilla sin arrojar en
el hueco húmedo y destrozado de la infeliz. Salió sonriente y le tiró unos
billetes “para que te comprés un vestido
nuevo y lavate bien, no vaya que se te note”.
Al otro día la
echó. Le dijo no se cuántas palabrotas que no entendió y la golpeó con el rebenque.
Y ella tomó lo poco que tenía. Nada en realidad y se fue sin rumbo por el
callejón de tierra. Caminó hasta que el dolor y el hambre la anotició que aún
estaba viva. Se acercó a la chacra de los Hidalgo para pedir ayuda. Allí, la
vieja Evarista apenas la vio se dio cuenta qué había pasado. Tenía años como
para de una ojeada ver lo que otros no veían. Le dio asilo y la acomodó en su
rancho. Su vida no había sido distinta y no se dijo una sola palabra del suceso
a nadie.
Don Yumma,
cuando recibió la visita del comisario por el boliche, le insinuó que la Tuca se había escapado con el
“Chineño”, un vago que andaba por ahí y el astuto policía con una mirada de
aguilucho le respondió, que “por
casualidad había aparecido ahogado, el tal “Chineño”a orillas del remanso del
arroyo El Junal hacía una semana y que de la Tuca , no había ni un petate”. El embustero
meneó la cabeza y sólo hizo ruidos incomprensibles. Igual, la Tuca no era importante y
nadie movería un dedo por una pendeja así.
Todo quedó en
aguas sucias de pueblo endiablado y promiscuo. Así llegó la menta que en lo de
los Hidalgo había una gorrona preñada y que la Evarista la cuidaba.
Y llegó la
lluvia y el ingrato nacimiento del niño. La Virtudes lo envolvió en un trozo de sábana limpia
y se lo dio al Nicasio Ochoa, su hombre. Él, buscó entre sus papeles un librito
y dictaminó que como era el día seis de enero, se llamaría como estaba escrito:
Ador. De los Reyes. Preguntó el apellido de la Tuca. Nadie lo conocía. Ella ya
no podía hablar su corazón se debilitaba y el calor de su cuerpo huía tal como
las nubes se iban abriendo para entreverar rayos de sol entre las cañas del
techo. Así quedó como nombre Ador, de los Reyes, como apellido.
El cura
párroco de La Anunciación
de María lo asiló unos meses, pero comenzaron las tilingadas de “que es hijo de
él y lo tenía escondido” y “que le gustan los mimos de niños más de la cuenta”
o “¿Quién sabe si no es una encarnación del Maldito?” y mil supercherías
propias de ignorantes por lo que se apuró a buscar una familia que lo cuidara.
Fue a dar con
unos recién llegados de Italia. Unos Friulanos de gustos sobrios y trabajadores
que no tenían nada más que siete hijos. Lo recibieron con el mismo amor que a
los propios. Don Giácomo y doña Giulia, lo quisieron. Buscaron darle una
educación esmerada mandando a todos los varones a la escuela y a las nenas no
sólo a la escuela sino que aprendieron piano, violín y corte y confección.
Ador, era
feliz. Un día se cruzó con Don Yumma y éste lo tomó de la ropa, con una mirada
inquisidora penetró en sus ojos oscuros y moros y le dijo: “Te parecés a tu madre pero tenés los ojos de
un beduino”. Ador salió corriendo y abrazando a Giulia le contó asustado lo
que el bolichero le había dicho. Esa noche, Giácomo le propuso a Giulia vender
la chacra y emigrar a Santa Fe. Muy pronto se marcharon, dejando un recuerdo
grato a quienes los conociera y un sobre
que al momento de subir al tren le acercó Virtudes Maidana. Era la historia de
Ador de los Reyes.
Pasó el tiempo
y como buenos inmigrantes llenaron la casa de títulos universitarios. Ador, les
regaló uno que decía: Médico.
Ese día la
madre del corazón puso en sus manos el sobre de papel amarillento, algo
engrasado por las manos de la vieja partera y el tiempo transcurrido. Una nube
de congoja llenó el pecho del muchacho, que se propuso volver al pueblo que lo
engendró.
Llegó una
tarde de enero. Llovía como si el cielo apasionado devolviera la memoria en
lágrimas su ofuscación. Truenos y viento helaba
erizando la piel. Dejó su coche a la puerta del boliche, caminó
lentamente hacia el mismo mostrador donde fue engendrado y allí en una antigua
y destartalada hamaca encontró al viejo. Ciego y riscoso, olfateó en la
penumbra y dijo: “Te esperaba”.
Ador se
aproximó confundido. En principio con un odio descomunal que lo había hecho
pensar en matarlo, luego, cuando observó ese lamentable personaje desgreñado,
sucio y degradado por las úlceras de la diabetes, se conmovió y sólo atinó a
decirle: ¿Por qué lo hizo?
Don Yumma, sin
aflicción sonrió y en un suspiro apenas audible murmuró… ¡La carne joven me enceguecía, endemoniaba sin
escrúpulos mi cuerpo y una fuerza poderosa poseía mis manos! Nunca pensé que
tendría un hijo. Eso era para la gente buena. Yo no lo merecía. Y el día que te
vi., supe que lo eras. Que había engendrado un hijo. Te aguardé sin esperanza.
Ahora puedo morir tranquilo y le alargó una caja de plata con incrustaciones de
nácar. Acá tienes tu herencia.
Ador recibió
con un sentimiento de rechazo la caja del viejo que cayó rotundo al piso. Al
dejar la caja para sostener al moribundo una lluvia de monedas de oro cubrió el
suelo. Bajo el vientre del anciano una alfombra de joyas preciosas sirvió de
pomposo refugio al cuerpo consumido. Las nubes oscurecieron aún con mayor
espesura la tarde y unos rayos fortuitos iluminaron al muchacho que sobrio
trató de mitigar su ánimo. Salió sin tocar nada. Buscó a un vecino y le pidió
ayuda. Pronto se llenó de gente que observaban al andrajoso Yumma rodeado de
una enrome fortuna, y, solo.
Estaba tan
solo que ni todo el desierto de donde había emigrado quisiera recibirlo en su
seno. Solo con su estupor y espanto de fantoche de demonio. Obsceno en su soledad de ignominia y abusador de niñas
desgraciadas.
Ador de los
Reyes salió cerrando la puerta sin volverse atrás.
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