lunes, 18 de septiembre de 2017

CUENTO DE AÑOS PASADOS...

JUNTO AL MAR EN LA CASA DE LOS SUEÑOS INFANTILES.
Cerré la celosía que detenía el suave viento del mar. Corrí el visillo de encaje que enhebró la mano rítmica de tía Virtudes, en largas tardes de ensoñación esperando un amor esquivo. Tapé, así, mis miedos. Las nubes, sobre la casa eran gárgolas glotonas de humedad. Se deslizaban entre las oscuras olas. Buscaba con la mirada atenta a Teresa, mi hermana menor, que siempre leía embutida en una capa de cachemira. Parecía un murciélago rosado, envuelta en sus alas tibias. En el regazo el infaltable libro de literatura de terror que le absorbía el tiempo y el seso. Su alegría juvenil había peregrinado hacia la nada y se iba agotando con cada uno de ellos, sus libros. La busqué y allí estaba, sentada junto a la chimenea. Miré en mi interior, escudriñando en la memoria.: ¿Cuándo comenzó esta manía en Teresa? No encontré ni el cuándo ni el cómo, pero su carácter había cambiado a uno francamente irritable. Ya no era la muchacha amable  y juguetona que creció en nuestro hogar para enamorarse y formar una pareja.
                        Mis padres nunca permitieron que nos llegaran rumores de hechos desgarrantes o fatales, de boca de mucamas o institutrices, hechos que nos provocaran miedos. Ya que su infancia había sido triste-“ acorralados con horrores, con demonios descomunales, brujas instigadoras” que depredaban su inocencia, no aceptaban eso para nosotras. Las niñeras, guardianas justicieras, que los cuidaban, les relataban historias de horror o los encerraban en los cuartos del planchado, en alacenas oscuras, en buhardillas polvorientas o baños gélidos, castigando sus picardías de niños. Tal vez rememorando aquellos miedos, papá nos llevaba al campo. Nos permitía andar descalzas corriendo libres por la gramilla, cara al sol y a la vida que nos regalaba su esperanza. Así nuestra cabeza descubierta se abría a los sanos pensamientos y juegos de libertad.
                        Mamá nos leía en las tardes frágiles historias de amor con finales felices donde siempre “cazaban perdices”. Nunca escuchamos cuentos de ogros o dragones. Así llegamos a la edad en que imaginábamos un mundo desconocido y tía Virtudes nos regaló una colección completa de libros de aventuras. Los filibusteros, magos y fantasmas nos permitieron atravesar al otro mundo donde siglos de historias fantásticas cambiaron nuestra visión de la vida. Recuerdo que imaginábamos maravillas, que hoy sabemos  son imposibles.
                        Ellos, mis padres, partieron sin avisarnos. Un día papá quedó en su sillón rojo, como un león dormido. Su cabello apenas alborotado y su mentón acariciándole el pecho. Así quedó, sin hacer ruido, mirando el más lejano rincón del universo apoyando el silencio de su voz alegre en la algarabía de las flores del jardín que él cuidaba. Mamá lo siguió desplegando sus párpados de pájaro asombrado que buscaban a su amado, en los acantilados que rodean la casa natal. Caían ahí las finas gotas de lluvia del otoño. Los suspiros que se desparramaban por todos los rincones de la casa, no habían despertado inquietud a nuestro estupor adolescente cuando inició el prolongado viaje de la muerte, al encuentro de papá. No sabíamos cuánto se podían extrañar.
                        Virtudes, aceleró su partida con el malhumor de la soltería inapelable. Quedamos como las aves huérfanas en la tempestuosa soledad de una mocedad incómoda e inútil. Solas en la vieja casa paterna, Teresa y yo, sin saber qué hacer para mantenernos.
                        Pero pasó un hecho inenarrable... había salido a escuchar mi ópera favorita cuando tropecé con un apuesto hombre maduro que me habló con la soltura que le daban sus años. Valentín, era uno de los tenores que pertenecían a la comedia operística.  Me dio una clase de música, tema que yo amaba. Me enamoré de inmediato de es ehombre apuesto, de finos modales masculino y fuerte. Venía él a casa con ternura y sorpresa por nuestra soledad y cariño. Yo había descubierto el amor.
                        Con Teresa, él, creó una corriente de simpatía, macerada en el interés de ambos por los libros con historias de terror. Mi hermana comenzó a transformarse. Se ensimismaba, estaba extraña, silenciosa a veces, locuaz hasta lo impertinente otras, brillaba u opacaba. Era insoportable. La casa parecía vacía, sola yo con mi amor y los recuerdos. Buscaba a esa hermana que solía sentarse en el piano interpretando a Schubert, Strauss o Chopín , pero encontraba una mujer inmóvil que libro en mano permanecía quieta. La rutina me alejaba de los sueños. Merodeaban palabras de papá, mamá y Virtudes, compañeros amables de todo tiempo, a pesar de que no tenía sus queridas presencias. Si hablaba con Teresa no obtenía respuesta, pronto se marchó sin decir a dónde. Era invierno y Valentín había partido con su “trupp” de ópera a otros países. ¡Estaba tan sola!
                        El sol azotaba las enredaderas de la terraza. Un ruido escandaloso de pájaros envolvía la tarde. La lluvia fina empapaba la tierra que despedía perfume de romero y barro. Mi tristeza desplegaba harapos en las cornisas de la casa empastando todo con mis desdichas.
                        Era invierno en mi corazón. Estaba sentada junto a mi soledad en la sala. De pronto, sonó la campanilla de la puerta que daba a la calle del puerto, acudí al instante al insistente sonido. Abrí desmesuradamente los ojos, sorprendida. Ahí parada, sonriente, estaba Teresa con Valentín, tomados de la mano. Valijas y baúles los rodeaban por todos lados.

                                                           

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