viernes, 22 de septiembre de 2017

LA BODA



          Entró Purita corriendo con una pequeña caja y se la entregó a Paulina que terminaba con los últimos detalles del traje de María del Pilar .Las  manos nerviosas de ambas parecían pichones prontos a volar. Golpearon suavemente a la puerta  y entró Don  Pedro  con su estampa de hombre ilustre en ese chaqué de negro y grises azulados, que lo hacían más noble aún de lo que era él en la vida cotidiana. Brillaban los botones de diamante  y la corbata de seda. María del Pilar lo miró con inmenso amor de hija agradecida. Él, le entregó también una pequeña caja que abrió presurosa y feliz. Un collar de oro y zafiros irrumpieron en el terciopelo blanco, ella no pudo quedarse quieta y abrazó nuevamente a su amado padre. Sabía que esa alhaja estaba en la familia desde siempre. Sacó de la otra cajita una sutil coronilla de nardos, rositas blancas minúsculas, azahares y helechitos que le daba un pequeño toque de color, le pidió al  padre que se la colocara en la cabeza junto con el velo que le daba un aspecto casi fantasmal, pero con el hermoso traje  que envolvía su cuerpo en seda y encaje, el porte era de una venus. Ya estaba casi lista. Saldría  de allí rumbo a la capilla del convento Del Divino Amor donde esperaba el hombre que su corazón había elegido apenas conoció.
            Don Pedro cerró los ojos porque unas atrevidas lágrimas trataban de escapar de allí sin su consentimiento y mancharían su ropa.

            Cuando llegaron las monjas del Divino Amor al pueblo, con sus hábitos color rosa y  velos de nupciales,  con silencio total y permanente penitencia y rezos, había nevado en pleno verano, dejando en todo el pueblito, la sensación de singularidad, asombro y desconcierto. ¿Acaso significaba alguna premonición? Tal vez sirvió para que muchos lugareños revisaran su vida y se prometieran cambios que luego olvidaron.
            Pasado el tiempo fueron llegando muchachas de los pueblos vecinos que se atrevieron al silencio y a la contemplación.                      
            Recuerdo que en esa época  la abadesa era la Madre  Natalia, una frágil mujercita que por su porte más parecía una niña que la superiora, conductora y líder, de más de treinta mujeres religiosas. Una noche de  agotadora tormenta, rumorosa y afligente, cuando sólo quedaban las hermanas guardianas rezando en la capilla; comenzó a sonar insistentemente la campana del torno, por el que la gente del pueblo se comunicaba con las monjas, sin palabras ni rostros para contemplar. Rompía en la noche la monotonía de los sonidos, el ruido de la campanilla era persistente y la abadesa pidió a la hermana Buen Pastor que con la hermana Resurrección, bajaran a ver qué sucedía allá . Cuando llegaron agitadas y asustadas por lo inusual del suceso, encontraron un pequeño bultito, que tomaron apresuradamente creyendo que eran comestibles de algún penitente  trasnochado. Corrieron al refectorio donde estaban esperando silenciosas las otras religiosas...,¡cuál fue la sorpresa cuando a la luz vieron que allí había un pequeño bebé que gesticulaba  ya casi sin fuerzas de tanto llorar! La abadesa se sentó intimidada, nunca se imaginó que algo así sucedería en esas paredes.
             Yo había sido la hermana mayor de 17 niños, que habían amado, alegrado y desgastado hasta lo más íntimo la capacidad  de criar  a un pequeño más. Apenas le vi, mi impulso fue tomarlo en las manos y darle calor al cuerpecito.     
            Sor Natalia me miró y en su suave pero firme mirada me amonestó. Di un paso atrás. Habló...¡Hacía por lo menos  cinco años que no escuchábamos una voz humana!
 -Hermanas...No sabemos si es niña o niño. Si así fuera debemos, no sé, llevarlo a otro sitio. Yo con una mirada inquisitiva pedí autorización para ver al bebé. Ella aprobó mi gesto. Recuerdo las bellas prendas de encaje, seda y suave lana que envolvían aquella bebita. Desprendí los pañales y con alegría vimos que era una bella niña. Sana y hermosa como un capullo. Un suavísimo murmullo de alegría y de estupor  salió de las mudas gargantas de las hermanas que con sus hábitos mal compuestos habían llegado al recinto,  rompiendo las reglas. Esa pequeña no era hija de una rústica , de una mujer imposibilitada de criarla por pobreza y hambre. Era portadora seguramente de una historia misteriosa que allí no se podía develar por ser una abadía de contemplativas.
            La superiora me la entregó con amor y suave ternura. No me dio ninguna indicación. Ella siempre sabia, sabía que yo conocía como sacarla adelante.

            Isidro estaba eufórico. Sus dos mejores amigos habían llegado con sus flamantes chaqués. Lo chanceaban, jugando con sus nervios a flor de piel, estaba allí con una complacencia infinita.
Sus padres se habían regocijado con la noticia del noviazgo y la idea de la boda. Recordó el día que conoció a María del Pilar, en casa de José. La vio y le pareció que la conocía de siempre. Ella trató de no demostrar su enorme interés en ese chico, recién llegado al pueblo desde un lugar algo distante del sitio donde fue criada y educada. Pero fue muy fugaz la resistencia . Conversaron hasta la madrugada y se enamoraron. Eran la pareja perfecta, era lógico que pronto surgiera la idea  de estar juntos para siempre.
            Isidro miró que por la nave central llegaban amigos de las dos familias. Allí estaba Isabella, su compañera de facultad, artífice de muchas de sus buenas notas en filosofía. El rector de su colegio el Reverendo Iñaqui Berrechea, con sus compañeros  de mayor confianza. La esposa de su médico de cabecera fallecido hacía un año en triste accidente de automóvil. Cada vez llegaba más gente. En un costado tras las rejas, las monjas seguían impávidas rezando. Algo lo sacó de ese cuadro. Entraba por uno de los lados de la nave central Monseñor Callejas. Lo saludó con su acostumbrada sonrisa y siguió caminando  hasta la sacristía donde debía ponerse la ropa para la ceremonia.
            Entre las personas que entraron, había una figura a quien nadie puso mucha atención, pero que yo detrás de mi velo y con los ojos hinchado por las lágrimas, advertí con una extraña sensación de pánico. Estaba vestida de un frío tono gris azulado, y llevaba su rostro completamente cubierto con un espeso velo del mismo tono. Con silenciosos y disimulados movimientos, vi que se acercó cuanto pudo a la actual Abadesa, quien se agachó ante su insistencia en el llamado e implorando la escuchara. Las palabras debían ser terribles porque de la garganta de mi superiora salió un sonido gutural de horror y se desmayó. Rápidamente fue sostenida por varias novicias y por un momento,  sólo atinó  a pedir que quería hablar con Monseñor.
            Isidro muy sorprendido comenzó a escuchar que el organista tocaba los salmos que habían elegido con Maripí, como él le decía en la intimidad, y ella como una aparición del paraíso ya venía del brazo de su padre por la nave central. Bellas rosas blancas temblaban entre sus manos  emocionadas. Un brevísimo diálogo se produjo entre el monje y la abadesa. El hombre desfigurado, pálido y decidido  se plantó frente a los jóvenes que ya  se habían tomado de las manos para ocupar su lugar en los reclinatorios delante del altar mayor, los observó detenidamente y con voz firme dijo:
-¡Vosotros tenéis un impedimento atroz  que os impide ser esposos! - ¡Dios ha querido que fuera en este momento que supierais esta tremenda verdad...,vosotros dos sois  hermanos de sangre, vuestra madre ha revelado hace unos minutos la singular y desconcertante verdad...!
            La pequeña María del Pilar cayó desmayada en brazos de quien pudo ser su esposo amantísimo y era allí su hermano. Lágrimas de desconsuelo arrebató las suaves facciones de Isidro y lentamente su cabello de un tenue color castaño se fue tornando grisáceo, como envejecido. Se sentó con ella entre los brazos, nada comprendía. ¿Esos que él llamaba padres, quienes eran ? ¿Esa mujer que había llegado a destruir su vida, dónde estaba ?
            La iglesia fue quedando lentamente vacía. Murmullos de pena y confusión dejaban a ese pequeño grupo de personas, atados a una misteriosa verdad, que, ¿ nunca podrían desentrañar?
           
            Las novicias y las monjitas se inclinaron como era su rutina frente al Jesús del Divino Amor para rogar por esos jóvenes cuyas vidas estaban entrando en un túnel de enigmático y oscuro laberinto .
            Lejos de allí en un salón de una mansión una mujer solitaria lloraba amargamente. Por segunda vez había traicionado a sus hijos y los había abandonado con igual cobardía que el día que nacieron. Para ella ya era tarde. Salió al salón donde estaban las armas de caza de su esposo, lenta, lentamente caminó  y se perdió en la tiniebla, se perdió con su verdad.

                                                          

                                                           20 de febrero de 1997 Mendoza



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