EL REGALO DE ABRIL
Llegó una
tarde corriendo por el pasillo de la casa. Estaba eufórico, había hecho tres
goles con sus zapatillas nuevas. Los otros chicos lo habían rodeado alabando su
buen juego en la cancha de la plaza. Bueno, de lo que quedaba de la plaza.
Comenzaba el frío y el sol ya no alentaba a salir en las tardes y los ruidos de
las metrallas tampoco. La ciudad de Alepo estaba cerca y la guerra se
avecinaba, por eso su abuelo le había comprado zapatillas nuevas por si tenían
que huir. Esa noche sintieron las orugas de los tanques, los gritos y no
pudieron encender luces ni siquiera para orar.
Un pequeño
atado de ropa y su libro de rezos era todo lo que se podía llevar. El abuelo le
acariciaba la cabeza y le abrigaba el cuerpo que ya mostraba un poco desnutrido
por falta de alimentos. ¡Así es la discordia que amenazaba su país! Su padre se
había ido con los del ejército regular y no sabían nada de él. Su madre
lloraba, pero se las ingeniaba para hacerles la vida agradable. El techo estaba
roto y caían algunas cañas hacia el suelo, pero aun había ese hermoso perfume a
hogar.
Rachid
abrazó sus pocas pertenencias y se acercó al anciano. Su madre alzó a Mussi, la
pequeña de seis años y salieron despacio por la parte de atrás de la casa.
Llevaban muy pocas cosas. Las pocas joyas de la boda de Maymuna las escondió
entre sus ropas que ya no tenían ese color negro noche de antaño. El velo le
ocultaba el rostro y sus bellos ojos no se veían. Pero una mirada enrojecida
abrazaba los párpados. El abuelo iba adelante como indicando por donde debían
pasar. El niño se acordó de su pelota y quiso regresar pero una mano fuerte se
lo impidió. Era de su tía Alifa. Allí también estaban sus primos. ¡Qué mala
suerte, eran estúpidos y siempre discutían por todo! Pero estaban pálidos y
callados. Terror. Eso los mantenía callados y serios.
Un
estruendo y prácticamente desapareció la casa. El fuego como mordedura de
serpiente había consumido las paredes de barro y caña. Estaba desatada la
contienda en el pueblo.
Caminaron
entre escombros en silencio. Las manos apretadas por los mayores y el aire
irrespirable. Les dolía la garganta por el polvo y el humo que envolvía todo.
Al amanecer
se escondieron en una granja abandonada. Habían caminado un siglo para los
niños agotados. El miedo acorralaba. A lo lejos se veían columnas de humos. Al
regresar la oscuridad, caminaron nuevamente hacia el oeste, tenían que llegar a
Turquía. Aunque ya el anciano estaba muy débil y los niños llorisqueaban.
Maymuna,
les repartió unos trozos de pita con queso de cabra, un trago de agua que se
iba acabando fue lo que los animó un poco. Vieron que otras familias también
escapaban por el campo. Algunos trataban de llevar sus ovejas o cabras. Pero se
hacía muy difícil. Ellos iban ligeros de trastos. Los dejaban atrás muy pronto.
Fueron días
largos y dolorosos. Dejaron al abuelo que siguiera con su fuerza debilitada.
Acompasaron el paso a su paso lento. Una mañana avistaron una colina donde se
veía la frontera, la libertad estaba cerca. Sin embargo en silencio observaron
a los mayores que miraban con mucha desconfianza la muralla de piedra que
separaba su tierra con Turquía. Allí seguro habían puesto trampas.
Esperó el
abuelo las sombras y se fue acercando lentamente entre las hierbas y los matorrales.
Vio a unos hombres que colgaban de un poste, otros estaban en la tierra
sembrados como semillas sangrientas. Se detuvo y esperó. Unas mujeres que se
acercaron al paredón lograron trepar y desaparecieron. Con su bastón les hizo
una seña. Avanzaron y llegaron junto a la pared de piedra. Primero emergió el
anciano, ya estaba jugado, si le herían era su destino. Luego subió a los niños
uno a uno y finalmente las dos mujeres. Unos soldados que no hablaban su idioma
les recibieron los pequeños bultos. Y les hablaron serios sobre algo que no
entendían. Maymuna entregó dos cadenas de oro por los niños y un brazalete por
ella y el anciano. Su cuñada hizo algo parecido. Los soldados las subieron a un
camión y despacharon hacia el valle donde estaban los refugiados. Allí fueron
acogidos por unas mujeres que no llevaban chador y se cubrían el cabello con
pañuelos. Sonó la hora de oración y todos se tendieron para rezar. ¡Alá,
misericordioso los había llevado a un buen lugar!
Esa fue la
primera noche que durmieron bien. A la mañana, a Rachid le indicaron que tenía
que seguir al maestro. Llevó su Corán y entró en una carpa acondicionada para
los muchachos. Las niñas estaban separadas.
Pasaron
días y meses. En abril, una bella señora le regaló un lindo gatito. Le pidió
que lo cuidara y así la ayudaba con su tarea diaria. Cuando llegó a la carpa su
madre lo regañó. ¿Cómo harás con la comida? El niño no había pensado en eso.
¡Mamá este animalito será un buen musulmán y comerá lo que consiga! La persona
que se atrevió a darte este animal, no pensó en nuestras necesidades. Rachid,
suspiró y regresó a buscar a la dama. Era una médica que sabía que los niños
necesitan tener una mascota cuando pierden tantas cosas lindas en la niñez. Le
prometió que le daría una ración para el felino, y lo acarició con ternura. Era
una bella doctora extranjera. Rachid, corrió feliz por el pasillo entre las
carpas del refugio con su gato que ronroneaba con gusto entre sus delgados
brazos infantiles.
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