lunes, 4 de septiembre de 2017

CUENTO ANTIGUO

1-
            Ya está lista. La lavé. La peiné. La envolví en su manta de paño con los colores que dispuso el anciano Isai Natuba. Eso fue hace como cien años. Nadie lo conoció. Ahora, todos piensan que nunca existió. Pero todos nos movemos al ritmo, que desde su fantasmagoría, él, imprime en nuestras vidas. Ya la pueden exponer para el canto y las ceremonias. Ella es
            Amarinda Bella, la mujer mejor cuidada en la ciudad, después de la primera dama, que vive en una casa alejada de su pueblo. Acaba de morir, sin embargo, una extraordinaria mujer. Mi abuela. Amarinda Natuba.
 Hablar de la legítima esposa del “Señor” Don Felisardo Lastenes Gómez Romero, eterno presidente de la República es imposible. Nadie la ve desde hace muchísimo tiempo. Es como un fantasma de tanto no ser vista, es como si sólo por nombrarla tuviera existencia real. En verdad de la dama nadie sabe nada. Nadie conoce el nombre de la señora presidente. Sólo anda por ahí una foto que según dicen es de mil novecientos treinta y tres. ¿Quién sabe? Tal vez sea cierto y existe. Ella era una hermosa actriz de cine en Paravará. Pero nadie habla de eso. El pueblo se calla. Yo también. Esa otra es la “Desconocida”. Ésta, mi abuela, era la novia visible del caballero. Pero todos miraban hacia el costado cuando el “jefe” la sacaba a pasear con su largo cabello negro cayéndole sobre los claros senos opulentos y sudorosos. En el auto rojo que brillaba al sol o a la luz de la luna llena, sobresalían los ojos de la mujer más codiciada de la región.
            La mortaja la hizo la señorita Libia. Le acerqué el antiguo dibujo trazado con mano ágil de Isai Natuba, que amarillea en el aparador de caoba y palisandro. Lo trajo en uno de sus viajes, según contaba Amarinda. Costó encontrar esos colores brillantes, la textura en los paños y telas. Lograr, en pocas horas, bordados con todos los signos que están escritos en un idioma que ninguno de esta enorme familia entiende. Debe ser algún lenguaje esotérico. Isai Natuba era negro y su sangre, dicen, era más fuerte que la de un buey. La señorita Libia, sabe muchas cosas, pero sólo bordó cuidando en cada puntada, no distorsionar el mensaje. Si llegaba completo, ellos, los ancestros recibirán sin ninguna duda a la querida y bella Amarinda. Los espíritus son como los ángeles, se conocen entre ellos. Nosotros apenas vislumbramos a quien está frente a nosotros. Ellos en el otro espacio, el de los muertos, se miran y saben hasta el nombre y de dónde viene ese difunto. Por eso hay que ponérselo todo. Hasta los zarcillos de piedras de coral azul que usaba en el día que el caballero la robó. La sábana que guardaba con su sangre. Las trenzas que le cortó esa madrugada y los calzones de lienzo, amarillentos, por los años transcurridos. Además de la mortaja que bordó la señorita Libia, todo debe ser ubicado junto a ella.
            Ya llegaron varios llorones. Traen flores de jazmines y jacarandá. Van formando corolas entre cruzadas. Por todos los rincones hay jofainas con agua clara bendecida por el “viejo barbudo” vestido de blanco que nos mira con extrañeza. Y nosotros a él. Pero cada uno en lo suyo. Él con su Dios y nosotros con nuestros mandatos familiares. No hay discusión.
            Un mestizo acaba de entrar con una enorme corona en forma de corazón, hecha con diamelas, en nombre del dictador. Toda la gente, espantada, se hace humo. Yo y el “viejo barbudo”, nos quedamos aquí, quietos, mudos. Agradezco con dos palabras o una, tal vez, el miedo no me deja recordar. El anciano, comienza a echar agua bendita y a ahumar con incienso a la muerta. Amarinda, se hubiera levantado para tirar por el alcantarillado esa blonda del dictador. Pero no puede. Yo no me atrevo y el monje tampoco. Ya fue preso muchas veces por hablar de las cosas malas que sabe del dictador. Lo apalearon. Casi lo matan, si no fuera por el mestizaje de los barrios pobres, ya estaría como muchos perdido en la selva.
            Suena la campana de ingreso a la hora del estado de “sitio” como dicen. Ya nadie puede andar por la calle, aunque sea un festejo de mortal en camino al infierno o al paraíso. Ahora nos quedaremos solas. Amarinda y yo, su nieta.


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