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Ya está lista. La
lavé. La peiné. La envolví en su manta de paño con los colores que dispuso el
anciano Isai Natuba. Eso fue hace como cien años. Nadie lo conoció. Ahora,
todos piensan que nunca existió. Pero todos nos movemos al ritmo, que desde su
fantasmagoría, él, imprime en nuestras vidas. Ya la pueden exponer para el
canto y las ceremonias. Ella es
Amarinda Bella,
la mujer mejor cuidada en la ciudad, después de la primera dama, que vive en
una casa alejada de su pueblo. Acaba de morir, sin embargo, una extraordinaria
mujer. Mi abuela. Amarinda Natuba.
Hablar de la legítima
esposa del “Señor” Don Felisardo Lastenes Gómez Romero, eterno presidente de la República es imposible.
Nadie la ve desde hace muchísimo tiempo. Es como un fantasma de tanto no ser
vista, es como si sólo por nombrarla tuviera existencia real. En verdad de la
dama nadie sabe nada. Nadie conoce el nombre de la señora presidente. Sólo anda
por ahí una foto que según dicen es de mil novecientos treinta y tres. ¿Quién
sabe? Tal vez sea cierto y existe. Ella era una hermosa actriz de cine en Paravará.
Pero nadie habla de eso. El pueblo se calla. Yo también. Esa otra es la
“Desconocida”. Ésta, mi abuela, era la novia visible del caballero. Pero todos
miraban hacia el costado cuando el “jefe” la sacaba a pasear con su largo
cabello negro cayéndole sobre los claros senos opulentos y sudorosos. En el
auto rojo que brillaba al sol o a la luz de la luna llena, sobresalían los ojos
de la mujer más codiciada de la región.
La mortaja la
hizo la señorita Libia. Le acerqué el antiguo dibujo trazado con mano ágil de
Isai Natuba, que amarillea en el aparador de caoba y palisandro. Lo trajo en
uno de sus viajes, según contaba Amarinda. Costó encontrar esos colores
brillantes, la textura en los paños y telas. Lograr, en pocas horas, bordados
con todos los signos que están escritos en un idioma que ninguno de esta enorme
familia entiende. Debe ser algún lenguaje esotérico. Isai Natuba era negro y su
sangre, dicen, era más fuerte que la de un buey. La señorita Libia, sabe muchas
cosas, pero sólo bordó cuidando en cada puntada, no distorsionar el mensaje. Si
llegaba completo, ellos, los ancestros recibirán sin ninguna duda a la querida
y bella Amarinda. Los espíritus son como los ángeles, se conocen entre ellos.
Nosotros apenas vislumbramos a quien está frente a nosotros. Ellos en el otro
espacio, el de los muertos, se miran y saben hasta el nombre y de dónde viene
ese difunto. Por eso hay que ponérselo todo. Hasta los zarcillos de piedras de
coral azul que usaba en el día que el caballero la robó. La sábana que guardaba
con su sangre. Las trenzas que le cortó esa madrugada y los calzones de lienzo,
amarillentos, por los años transcurridos. Además de la mortaja que bordó la
señorita Libia, todo debe ser ubicado junto a ella.
Ya llegaron
varios llorones. Traen flores de jazmines y jacarandá. Van formando corolas
entre cruzadas. Por todos los rincones hay jofainas con agua clara bendecida
por el “viejo barbudo” vestido de blanco que nos mira con extrañeza. Y nosotros
a él. Pero cada uno en lo suyo. Él con su Dios y nosotros con nuestros mandatos
familiares. No hay discusión.
Un mestizo acaba
de entrar con una enorme corona en forma de corazón, hecha con diamelas, en
nombre del dictador. Toda la gente, espantada, se hace humo. Yo y el “viejo
barbudo”, nos quedamos aquí, quietos, mudos. Agradezco con dos palabras o una,
tal vez, el miedo no me deja recordar. El anciano, comienza a echar agua
bendita y a ahumar con incienso a la muerta. Amarinda, se hubiera levantado
para tirar por el alcantarillado esa blonda del dictador. Pero no puede. Yo no
me atrevo y el monje tampoco. Ya fue preso muchas veces por hablar de las cosas
malas que sabe del dictador. Lo apalearon. Casi lo matan, si no fuera por el
mestizaje de los barrios pobres, ya estaría como muchos perdido en la selva.
Suena la campana
de ingreso a la hora del estado de “sitio” como dicen. Ya nadie puede andar por
la calle, aunque sea un festejo de mortal en camino al infierno o al paraíso.
Ahora nos quedaremos solas. Amarinda y yo, su nieta.
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