jueves, 22 de agosto de 2019

ADELA Y EL ALFARERO




Adela logró su divorcio con mucha dificultad. Cuando conoció a Bernardino, el corazón le dio un brinco. Ese era el “hombre” de su sueño. Cada noche soñaba con un hombre fuerte y brillante, dispuesto a la risa fácil, al juego ligero y a la buena mesa.
Repetitivo, regresaba cada noche, después de su unión, con la mirada hueca, rojiza y profunda. Un demonio hermoso, sensual y algo violento. Habían comprado una casa antigua de arquitectura colonial, de murallas gruesas de piedra. Los ventanales enrejados dejaban que el sol, la brisa y los murmullos callejeros ingresaran prepotentes entre sus barrotes de hierro forjado.
Bernardo era alfarero. Construyó un espacio junto al aljibe donde sus manos jugaban con artificio en la suave greda, dando mil formas en el antiguo torno de madera y granito.
Al principio el calor y pasión amortiguó su machismo que fue una brisa suave cuando el amor rondaba al alba del romance y luego con el tiempo se convirtió en un huracán de ira. Los besos tornaron en mordiscos rabiosos, en humillación y violaciones repetidas.
La soledad del atardecer, permitió a La mujer reencontrarse consigo y sus ojos violeta, se posaban  con mirada triste en los jarrones, botijas y cuencos que él, le dejó, antes de irse para siempre.
Junto al torno, quedó una daga afilada manchada de sangre oscura y pegajosa.

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