Nací mujer y poco útil. Era ese puñado de carne que se
aferraba a unos brazos que no podían darme nada. El techo era de oro, igual que
las pitanzas. Todo estaba estrictamente pensado para no ser cualquiera, era un
estuche de terciopelo vacío. Esa era mi casa. Mis noches a solas en la cama
enorme, con sábanas de seda. Y yo, sola. Yo, nadie. Yo esperando una palabra de
pájaros ruidosos en el silencio mortal de la habitación enorme.
Las estrellas sollozaban mi miedo. La luna escondía mi
espera. La nieve cubría el árbol junto a mi ventana impecable de vidrios
olvidados.
Desdibujo la imagen de mi madre que no entendía mi corazón.
Me agrede su falta de comprensión. Era estricta y laboriosa. Poco amiga de
mimos y cariños.
Convoco los recuerdos de mis noches sin cuentos, de mi
regreso, sola, desde la escuela. Escapo de las palabras que hoy no me reconocen,
me aterroriza su ignorancia de mí.
Entierro el pecado de mi infancia triste, de mi falta de
belleza.
Parto hacia un mar inútil de aguas cálidas donde un ramo de
calas entierra un tiempo de amargura.
Hoy soy la mano activa de sueños y locuras. Estoy
escarbando en la alfarería del barro de la vida. Busco el sabor del verano, el
color del agua que baja por la acequia, el olor del silencio y me persigno. Soy,
una emigrante de la pena. Una alegoría de los sueños. Una esperanza de risas
que se atreven escapar de mi pecho, como gaviotas en las lejanas playas.
Esperando estoy, conocer el mañana. Perder como las orugas
su cáscara vacía y transformarme en mariposa de alas nacaradas. Brillar con el
rocío. Ser mujer aceptada. Útil, elocuente. Ser abrazada.
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