lunes, 26 de agosto de 2019

LOS SAQUEADORES




            El viejo Cantalicio Valdez pertenecía al suelo agreste desde niño. Muchos años transitados en la tierra árida y ventosa del secano lo había cincelado como a la corteza de los árboles el viento. Patagonia gélida y maldita. Para algunos una suerte de bravía esperanza de dinero, para otros el castigo infringido por la vida.
            Su mujer, lo había abandonado hacía muchos años. Cuando llegaron los gringos e impusieron sus leyes. Eran los que compraban tierras que pertenecían a los aborígenes y al país. Nadie iba a quejarse por lo que veía el Cantalicio. Primero llegaban carromatos con maderas y troncos hachuelados finamente desde la lejana isla. El viento alejaba los obreros ingleses que apenas se distanciaban hacia la ciudad los patrones, se iban al sur y escapaban con algún barco pesquero a su patria maldita. ¡Maldita, sí, por quedarse con las tierras de pastoreo de su ganado! Él tenía algunas ovejitas y guanacos que le daban lana para vender y comprar yerba, tabaco para la pipa y harina. Los rubios de ojos de hielo, levantaron un palacio. Llegaban en el ferrocarril muebles y trapos que ponían en cada rincón del edificio. Trajeron animales, ovejas buenas de cara negra, que duplicaban en lana a sus pobres bichos. Ellos hablaban muy mal “la castilla”, casi peor que él, que a veces a pesar de tener pocas palabras, no sabía el nombre de ciertas cosas.
            Un día vio venir a su cabaña a un “rubio” pipa en mano y con cara sonriente, el muy cretino. Golpeó. Él, no le contestó. Volvió a golpear, con fuerza bruta esta vez y salió. Escupió al suelo un salivazo oscuro como su ira. El hombre lo miró de arriba abajo. Le habló como pudo. Necesito contratarlo para el campo. Yo no. Sí, usted. Es el mejor por acá. Un Valdez nunca trabaja para otros. Le pagaremos muy bien. No. Sí, le pagaremos tres veces lo que usted gana en un año, por mes. La puta que lo parió. Bueno, está muy lejos y yo lo necesito en la casa y la majada. Veré. Lo espero. No mucho. Lo espero. Le dejó una carabina y un morral con dinero. Volaban los billetes cuando lo abrió.
            Se metió al rancho. La rabia le carcomía el alma. ¿Qué voy a hacer? La plata lo sedujo, nunca había visto tanta. Nunca.
            Dejó pasar dos semanas y caminó tres veces alrededor de la casa. Golpeó con furia. Apareció una mujer flaca como una espina, rubia como el trigo y fea como el demonio. Sin palabras lo hizo ingresar a un recinto cubierto de pinturas con caras de hombres y mujeres igual de feas que la fulana. Apareció el “rubio”. Le tendió la mano. El no lo tocó. Pensó en mandinga. Este debe ser hijos de Lucifer, por eso es tan blanco tan colorado y tiene ojos de pescado. El hombre le mostró la cocina, allí había una negra linda, criolla, que apenas lo vio se sonrió mostrando su boca desdentada. ¡Linda hembra para el catre! Siguió al patrón. Al entrar al galpón vio máquinas raras, nuevas, brillantes y aperos de cuero fino, monturas y mil herramientas que lo dejaron boquiabierto  ¡Una preciosura! Salió hablando entre dientes. Tenía que ayudar con el campo, con la tropilla de caballos y las majadas de ovejas. Luego con la esquila. Le pagarían bien.
            Pasó el tiempo y se emparejó con la “Negra”, la cocinera. ¡Esa era buena junta! Ya no tenía tanta bronca. Los patrones habían cumplido con la paga y le habían dado muchas cosas traídas desde Inglaterra. Ropa y botas, montura y aparejos. Unas ovejas cara negra que no eran de las mejores pero para él, eran hermosas. Las apareó con las suyas y tuvo más animales. La “Negra” hilaba y tejía en un telar indígena. Los ponchos salían de sus manos como flores de primavera. Cocinaba rico y con poco, pero hacía unos dulces con las frutas que plantaron los patrones que hacían relamerse los bigotes.
            Cantalicio se había encorvado. Le dolían las piernas y los huesos. Pero todavía trabajaba en la casa.
            Un día llegaron los hombres del ejército. Había una leva de jóvenes para una huelga en el norte. Los llevaron en tren. Había una revolución y a él, no le iba ni le venía, pero vio que los ingleses, llenaban cajones con libros y cuadros que habían comprado en su tierra, muebles y hasta las luces de las grandes lágrimas de vidrio que brillaban en las habitaciones, las cargaban en el tren para sacarlas del país. Vino un comandante con unos emisarios del gobierno que traían papeles para impedir que se llevaran esos valores pero… las libras de oro pasaron a sus manos y se fueron “chitón” en boca. Y la casa quedó desolada como el páramo. El patrón vino con la flaca y lo abrazó, se iban a su tierra. Se llevaban todo. Todo. Y Cantalicio tuvo que quedarse solo a cuidado de la casa que se había envejecido. Se parecía a él y la  Negra, que ya no podía con sus dedos endurecidos por el agua dura y el trabajo enorme de tantos años de trajinar la vida.
            Cantalicio, se quedó esperando. Nadie venía. Un día apareció un apoderado de la ciudad. Los echó a los dos, que volvieron a su rancho. El nuevo dueño, era atropellador y grosero, un vil pedante usurpador de la tierra. Vendió las majadas y las tropillas y sembró centeno. Pero no preguntó y se quedó sin nada para cosechar.
            En un ataque de furia, los obreros que había contratado, prendieron fuego a todo con él tipo adentro. Desde muy lejos se veía el cielo rojo por las llamas. Cantalicio lloró y la Negra, lo abrazó y se quedó con medio cuerpo dormido. Nunca se atrevió a ir para ver lo que había quedado. Al tiempo se lo llevó la “Hembra de Afilada daga”. Quedó allí, en su campito junto a su Negra.  
            Dicen que en las noches de luna llena, se lo ve al Cantalicio, merodear por las ruinas de la casa quemada

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