María de la Cruz se sentó en el piso de
su rancho. El frío le ingresó por el cuerpo hasta los huesos. Un helado furor
de pellejo suelto, de tendones rígidos por la artrosis de las manos y los
brazos, de sangre lenta que calienta apenas su cuerpo de mujer laboriosa y
maltratada.
La voz de su hombre se introducía
como viento helado por las hendijas de su piel y tristeza. Había completado
unos trabajos que él, llevaría a la feria. Esa bendita feria donde su ex novio
siempre se paraba en la esquina a observarla, luego llegaban los golpes e
insultos de su marido. Cuando era una niña, de largas trenzas negras que su
Abuela ataba con pompones de lana de colores, ella era una pequeña estrella
juguetona y alegre que merodeaba por los corrales abrazando las ovejas recién
nacidas, o las llamas recién paridas, o potrillos y camadas de perros que sin
nombre entregaban en la feria a quien quisiera tenerlos.
Un día llegó el Artemio. Era grande.
Su mujer había muerto hacía un tiempo y su padre la entregó como se da una oveja.
Y allá fue con su atadito de ropa y sandalias, con sus lágrimas y su miedo.
Su cachorro la seguía, pero el
hombre lo pateó y salió volando con quejidos lastimeros. Quedó quieto y
sangrando. Su corazón de niña, se endureció de pronto. Ruca. Piedra. Hielo.
Nunca más pudo reírse como lo hacía antes.
Su madre se acercó una mañana y vio
a su hija tejiendo en el piso de tierra apelmazada de la casucha. Una olla
grande borboteaba en el fuego. Cocinaba y lloraba. Tejía y lloraba. Dormía y
lloraba. Los viejos telares lloraban con ella.
Pero llegó el Artemio y la trató de
loca, de inútil, de sinvergüenza. Y la madre lloró como ella. No pudo regresar
y el padre, alcohólico y enfermo, se reía, se rió hasta que un día cayó sobre
el catre con un paro cardíaco.
María de la Cruz se fue en silencio por
la calle polvorienta. Llevaba entre sus manos ateridas y deformes una manta de
alpaca para su madre anciana. Se abrazaron y sin una sola palabra supieron que
jamás regresaría a la casa del Artemio. Todavía buscaban a quien le quiera dar
una puñalada en la feria. Por maula y resentido. Ladrón de poca monta.
Y una mañana de cálido verano, con
la suave brisa escucharon el quejido de un sabueso. Era el Artemio que vino a
morir en la puerta del rancho. Tenía unas costillas rotas y arrastraba un resto
de tripa por la tierra.
¿Qué
te pasó Artemio? Acercó el oído a la boca hedionda y escuchó: “Fue el maldito
perro que te siguió toda la vida.” Y se dejó silenciar en un suspiro de odio.
María de
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