lunes, 5 de agosto de 2019

ANTIGUOS TELARES



            María de la Cruz se sentó en el piso de su rancho. El frío le ingresó por el cuerpo hasta los huesos. Un helado furor de pellejo suelto, de tendones rígidos por la artrosis de las manos y los brazos, de sangre lenta que calienta apenas su cuerpo de mujer laboriosa y maltratada.
            La voz de su hombre se introducía como viento helado por las hendijas de su piel y tristeza. Había completado unos trabajos que él, llevaría a la feria. Esa bendita feria donde su ex novio siempre se paraba en la esquina a observarla, luego llegaban los golpes e insultos de su marido. Cuando era una niña, de largas trenzas negras que su Abuela ataba con pompones de lana de colores, ella era una pequeña estrella juguetona y alegre que merodeaba por los corrales abrazando las ovejas recién nacidas, o las llamas recién paridas, o potrillos y camadas de perros que sin nombre entregaban en la feria a quien quisiera tenerlos.
            Un día llegó el Artemio. Era grande. Su mujer había muerto hacía un tiempo y su padre la entregó como se da una oveja. Y allá fue con su atadito de ropa y sandalias, con sus lágrimas y su miedo.
            Su cachorro la seguía, pero el hombre lo pateó y salió volando con quejidos lastimeros. Quedó quieto y sangrando. Su corazón de niña, se endureció de pronto. Ruca. Piedra. Hielo. Nunca más pudo reírse como lo hacía antes.
            Su madre se acercó una mañana y vio a su hija tejiendo en el piso de tierra apelmazada de la casucha. Una olla grande borboteaba en el fuego. Cocinaba y lloraba. Tejía y lloraba. Dormía y lloraba. Los viejos telares lloraban con ella.
            Pero llegó el Artemio y la trató de loca, de inútil, de sinvergüenza. Y la madre lloró como ella. No pudo regresar y el padre, alcohólico y enfermo, se reía, se rió hasta que un día cayó sobre el catre con un paro cardíaco.
            María de la Cruz se fue en silencio por la calle polvorienta. Llevaba entre sus manos ateridas y deformes una manta de alpaca para su madre anciana. Se abrazaron y sin una sola palabra supieron que jamás regresaría a la casa del Artemio. Todavía buscaban a quien le quiera dar una puñalada en la feria. Por maula y resentido. Ladrón de poca monta.
            Y una mañana de cálido verano, con la suave brisa escucharon el quejido de un sabueso. Era el Artemio que vino a morir en la puerta del rancho. Tenía unas costillas rotas y arrastraba un resto de tripa por la tierra.
            ¿Qué te pasó Artemio? Acercó el oído a la boca hedionda y escuchó: “Fue el maldito perro que te siguió toda la vida.” Y se dejó silenciar en un suspiro de odio. María de la Cruz, le cerró lentamente los párpados, lo cubrió con una manta blanca que terminaba de tejer y llamó a un compadre para que lo llevaran. Sola, ahora, seguiría tejiendo con colores de fiesta y alegría. Se terminaron los golpes y la furia. A sus pies, el animal tantas veces pateado

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