Habían
llegado los soldados. La calle era un doloroso espectro de gente en fila que se
arrastraba con los pequeños bultos que les permitían los infantes del ejército.
Los gritos asustaban más que sus cuerpos jóvenes y maltratados. De ambos lados,
los que como fantasmas ambulaban con la mirada perdida y los que los arreaban
como ganado.
Yo había
salido de la oficina donde mi patrón me mandó a llevar papeles muy importantes,
cuando me crucé con una mujer, cuya mirada desesperada, arrastraba una carriola
en la que una bebé indiferente se adormecía. La estrella amarilla pegada en su
raída ropita de fieltro, me acerqué. Un grito me dejó casi paralizada. Pero no
era para mí. Se había caído una anciana. Aproveché y cogí a la niña, mientras
la madre dejaba en mis manos un pequeño bulto con algo desconocido en ese
momento. La mujer no tenía lágrimas, pero suspiró y me rogó. “Se la dejo, es suya ahora, gracias”.
De pronto era una madre. Los
pocos metros que caminé envolviendo la beba, fueron kilómetros en mis latidos
locos de terror. Si me habían visto, yo sería una más en las largas colas de
los sentenciados. Me escabullí por calles oscuras y grises. Las ventanas
cerradas, las puertas rotas, acribilladas. Negocios apedreados y mutilados por
los vándalos.
Llegué a mi
barrio, único barrio católico dentro de la zona. Más al norte están los barrios
protestantes con sus templos cerrados. Nosotros participamos en las noches de
algunas ceremonias, siempre escondiéndonos por las dudas que también nos atacaran.
Me llamo
María de la Misericordia. Soy
sobrina del párroco español que hace más de veinte años fue trasladado desde España
a Alemania. Me dicen Mani desde muy pequeña. ¿Nunca supe bien porqué!
De repente
al ingresar la vecina me miró raro, pero yo apoyé mis dedos, que tiritaban,
sobre mis labios y entré cerrando la puerta de ingreso con tres llaves y
cierres. Nos mueve el terror. Lo primero que hice fue calentar agua para bañar
a la creatura. Eso la sedó y se durmió. Debía tener mucha hambre porque buscaba
sorber sus dedos. Arranqué la estrella amarilla de su ropa, que metí en la salamandra
y quemé, la escondí, la famosa
estrellita, en una hendija que rasgué en
la parte interna de la pata de la mesa de luz. Detrás de dicha estrella habían
bordado el nombre de la creatura: Judith Bergman. Y la fecha de nacimiento: 18
de febrero de 1933. Entonces tenía nueve meses y medio. El frío había
despoblado aun más las lúgubres calles del barrio. Comí un trozo de pan de
centeno y media patata. Cada día tenía que cuidar más la comida que se nos
restringía para la guerra. Esa noche dormí apenas.
Varias veces vinieron por el barrio buscado gente que se
pudiera esconder. Una mañana, me despertaron a las patadas sobre la puerta, que
gracias a Dios era fuerte. Abrí, cubriéndome con una colcha, que tomé de la
sala, y me enfrenté a dos oficiales de la Gestapo, que me empujaron y comenzaron a revisar
todo. Mi niña dormía y despertó llorando, la levante en brazos y acurruqué en
mi pecho. Me sentaron y comenzaron a pregurtame miles de datos: ¿De quién es
esta niña? ¿Cómo la había concebido si no tenía marido?... Yo avergonzándome,
más por mentir que por lo que les dije, me planté y les expresé: “Hace unos
meses, más ni quiero recordar la fecha, regresaba de mi trabajo y alguien me
tomó de atrás, me tapó boca y ojos, me arrastró tras unos trastos y me violó”.
Nueve meses después nació Dulce María, mi hija del dolor. Soy católica y jamás mataría
un bebé antes de nacer. No le vi jamás el rostro al maldito que me hizo esto,
pero acá soy feliz con mi hija a pesar de no saber quién fue su padre. Dulce
María buscaba mi seno, como si supiera que tenía que demostrar que era mi hija.
Los hombres miraron toda la casa, vieron las imágenes de Cristo y María
Inmaculada, sólo uno se cuadró frente a ellos, los otros se rieron y le dijeron
improperios en su idioma de cuartel. Me dieron una cartilla especial y me
dieron la orden de ir todos los meses a mostrar al médico del cuartel general,
a la niña. Yo me hice la señal de la cruz y la pequeña intentó imitarme, cosa
que les causo mucha risa. A mí, paz.
Las bombas comenzaron a acercarse, por lo que nos
trasladaron a la campiña. Nos instalamos por la organización de nuestra
parroquia en una granja donde de ser secretaria me convertí en trabajadora de la
tierra. ¡Pero no nos faltaba tanta comida y podía alimentar a mi pequeña niña!
Aprendió rápido a rezar oraciones católicas. Ya me encargaría yo a su tiempo de
decirle que y quién era, enseñarle los ritos y su historia, la de su pueblo.
¡Ahora no podía ya que le enseñé que era muy malo mentir y que no eran
agradables las niñas y niños que preguntaban todo el día el famoso: ¿Y por
qué?!
En la campiña era más fácil, pero muchos seres que huían
robaban nuestras patatas y animales de granja, tuvimos que hacerles sus nidos
dentro de la casa que era una verdadera fortaleza medieval. De piedra y
rollizos que difícilmente se podían romper sin herramientas muy fuertes. Sólo
una bomba o un obús podían agujerearla.
Un día cayó cerca de nuestra granja un avión enemigo. O
amigo. En ese momento ya no sabíamos qué sucedía en nuestro mundo que estaba
patas para arribas. Escuchamos de hornos para humanos. No les creíamos, después
supimos tristemente que era verdad.
Una noche escuchamos que avanzaban tanques. Eran los que venían
a “salvarnos”.
Por las dudas, yo escondí bien los papeles reales de Dulce
María y me aferré a la pata de la mesa de luz donde tenía escondida la
“estrella con su nombre y fecha de nacimiento”.
Eran americanos, según el piloto, que había caído cerca de
nuestra vivienda, que hablaba inglés y alemán, nos pudo explicar varios temas de estos sucesos.
Me ofrecieron llevarme a la ciudad, siempre con la niña.
Como intérprete con los soldados prisioneros que no habían logrado escapar.
¡Pobres, eran niños de catorce y quince años!
Pasé unos meses muy laboriosos, que me dieron como regalo
poder ir a vivir a los Estados Unidos de América como exiliada. ¡Acepté! Huí
del horror de las verdades que se sucedieron.
Cuando Dulce María llegó a New York, entregué los verdaderos
papeles que me diera su madre en ese bultito mínimo al recoger la pequeña. Ahora se llamaba Judth Bergman. Tenía seis
años y la llevé a un templo de su religión, la presenté como una heroína,
pidiendo le enseñaran quién era realmente. Todos lloraban, yo también. Ella se
aferraba a mi cuello y ellos entendieron que no podían separarla de mí.
Pasaron los años, ella me cuida ahora que tengo 75 años. Se
casó con un buen hombre judío, que tuvo la paciencia de enseñarle a ser una
verdadera judía. Tuvo cinco hijos y a una de las niñas, le puso mi nombre aunque tuvo que discutir mucho con muchos que
no la entendían, era una forma de agradecer mi amor. Cada noche viene a mi
lecho, me da de comer en la boca, porque sufro una parálisis en las manos por tanto
trabajar y luego de besar mi frente, como yo hacía cuando ella era pequeña, me
arropa y deja una pequeña luz encendida por si la necesito. Aaron su esposo se
da una vueltita por mi habitación y me espía, pero yo me hago la dormida. No
puedo dormir pensando la vida que nos tocó vivir y el sufrimiento de millones
de personas que por defender una Fe, murieron y mueren sin sentido. Armenios,
Musulmanes, Tutsis, Utus, cristianos, gitanos, asiáticos y sacerdotes de
religiones del mundo que considero, mientras miro por el ventanal las
estrellas, que son santos sin estar en los altares de ningún lugar de la
tierra.