lunes, 29 de enero de 2024

LAS JOYAS

 

La exposición de joyas antiguas y cajas de música alemanas del siglo XVII,XVIII y XIX, había logrado un enorme despliegue de interesados. Coleccionistas, comerciantes, policías y vigilantes privados rondaban el lugar. También ladrones de “guante blanco”, ladronzuelos y rateros.

Kitty y Franco habían viajado en diferentes medios de transporte, a horas dispares. Él, alquiló una casa antigua en las afueras de Recchè, la ciudad de las grandes subastas de arte del sur. Venían de Filipinas, por donde por “casualidad” habían “adquirido” unas piezas de 500 A.C. y donde se perdió el gran diamante “Mariposa” de 68, 47 Kilates, en un extraño color amarillo humo.

Olivia Colinner reconoció a kitty cuando pasó frente a una ventana de la casona. Ignoraban la mujer la reconocería. Había pasado once años en la misma celda. Ambas con prontuario frondoso por robo de importantes joyerías y subastas. Después fue captada por un inspector del centro de Investigación para este tipo de estafadores de alto nivel. Y necesariamente tuvo que transformar su imagen.

Una peluca azul, lentes de contacto verde jade, unas horas de cama solar y un traje de origen francés Coco Chanel, la mutó en una dama exótica y distante. Ahora debía entrar en el predio cuando más gente se aglomeraba.

Mientras tanto los centinelas contratados estaban parados estratégicamente. Con el rostro inexpresivo, con la mano sosteniendo el arma reglamentaria, con un dejo de serenidad, pasó el control. Observaba a la concurrencia. ¡Nunca se sabe cuando aparece el demonio!

Renzo Racco está nervioso, alerta, ha escuchado rumores en la calle, en el hall del hotel y en el restaurante del “Olimpo”, que merodean indeseables. La rutina no puede adueñarse de su vida que en general es tranquila.

La exposición de objetos tan valiosos lo ha puesto nervioso. Sus compañeros no creen que ocurra nada serio. Renzo, está convencido que la calma es artificial.

De repente, desde el techo se desprende Kitty con un arma láser, comenzó a caer sobre la vitrina del gran diamante “Mariposa”, pero… allí la esperaba Olivia que con el apoyo de Renzo, la arrancaron de allí, la esposaron y desaparecieron hacia la “Central” de INTERPOL.

Inexplicablemente, el diamante y varias joyas de máximo valor desaparecieron de los escaparates.

COMO SI ME OLVIDARAS CADA NOCHE

 

Para recordarme en la mañana que estamos vivos.

 

 Recuérdame que aun late mi corazón herido

 

Recuérdame que sale el sol y brilla en sus ojos la vida plena

 

Recuérdame que hay un solsticio de invierno donde duermen las hadas

 

Recuérdame, que he vivido esperando con la mirada puesta al este

 

Recuérdame que no me despertaré con alguien sin conocer su nombre

 

Porque si me olvido de ser yo misma

 

Porque si huelo al viento y no penetra el perfume de las retamas

 

Porque si me siento sobre una roca cerca del mar y no te veo

 

Porque si tus brazos escapan de mi cintura profusa de enrona

 

No seré yo. Será mi cuerpo perdido en la penumbra de la muerte.

 

No serás tú, mi consejero y amigo de milagros esperados.

 

No será la vida, ni el sol, ni los tulipanes, ni las dunas…

 

Ya seré un recuerdo en la fachada desdibujada del calendario

 

Que ha perdido su color y su hermosura. Entonces me olvidarás.

 

Cada noche me olvidarás y en la neblina seré aire, humo y nada.

LA GRECIA QUE ESTUDIÉ

 

 

El avión aterrizó en Atenas. Una ciudad plena de vida y de antigüedades. En el hotel, nos enfrascamos en un mapita que nos dieron en la aduana. Teníamos que señalar los lugares más importantes de ver, que allí son muchísimos. Mi amiga Alicia y mi hermana se acomodaron en sendas camas y yo me quedé en la más pequeña. Acomodadas las maletas, guardados los documentos y algo de nuestros ahorros para el viaje; cosa que nos salvó de un robo.

Como turistas no perdimos el tiempo y salimos a buscar esa Grecia llena de historia y modernidad que ha logrado cautivarme desde muy joven. Nos indicaron el metro y bajamos por sus escaleras de mármol con la sorpresa de encontrar un metro súper moderno, con simples explicaciones por alto parlantes que gracias a Dios entendía bien y nos llevaba a los lugares más importantes que deseábamos conocer.

Llegamos al Museo Nacional… ¡Una maravilla! Ver la cantidad de objetos valiosísimos que han recuperado los arqueólogos, joyas, vasijas, armas, esculturas. Puede una persona quedarse días para mirar esos trofeos.

Salimos y nos sentamos en una pequeña fonda donde comimos a gusto lo que nos sirvieron, platos típicos que no puedo nombrar por ignorar el idioma. De allí a la “Placa” una calle que atraviesa una zona para los ingenuos viajeros. A mi amiga le robaron la billetera allí y no se dio cuenta hasta que llegamos a un negocio donde quiso comprar agua. ¡Perdió las tarjetas y algo de dinero! Gracias a Dios yo tenía el sistema para llamar a mi país y avisé por las tarjetas, en Mendoza era plena madrugada y lo menos que me dijo quien me atendió fue: ¡Bonita! Pero no pudieron usar para comprar los cacos con las tarjetas.

A la noche supimos que en el último piso del hotel había un restaurante y cansadas de caminar, subimos a cenar allí. ¡OH, sorpresa! Era muy bueno y muy económico. Una vez servida la cena, se me ocurre voltearme y desde un ventanal me quedé anonadada. Desde allí se veía iluminado el Partenón, las Cariátides y otros monumentos. Un lujo inesperado. En la noche estrellada ver a los lejos esas obras maravillosas era un regalo de Dios.

Al día siguiente partimos en Crucero a las Islas. ¡Qué pérdida! No podíamos estar ni una hora en cada isla. Un bochorno. Me parece a mí, que no es una forma buena para viajar ese monstruo gigantesco de acero que lleva gente encerrada en pequeñísimos espacios como ganado. Sí, hay personas que me miran raro cuando digo esto; pero hasta una noche rodé hasta el suelo desde mi litera. ¡No es para mi una alegría tener un golpe en un viaje! Alquilé otra cabina por el resto del paseo, pero recuerdo con cariño, algunas imágenes de las Islas: Santorini, Patmos, Mykonos, Creta y Rodas entre otras. Poco tiempo para tanta belleza.

En una de las Islas, nos dejaron abandonadas en el lugar de encuentro. Eran tres minutos pasada la hora de la estricta rusa que nos guiaba. ¿Cómo llegar al barco? Con mi idioma italiano (Gracias profesores de italiano de mi escuela) me comuniqué con el chofer de un taxi que aceptó llevarnos a mi hermana y a mi, hasta el crucero; pero antes debía dejar un “yanqui” en un hotel. Ya veía yo que nos cobraría una fortuna…y sí, fue así, pero llegamos a tiempo de que cerraran la entrada al crucero y casi nos ponen una multa. A partir de ese día nos trataron tan mal en el bote que rogábamos llegar a Atenas y salir del encierro. ¡No hay libertad en esos transportes!

Una de las cosas más interesantes que viví fue ver las estaciones de metro que recién habían socavado; en cada rincón bajo tierra debieron detenerse para sacar obras de arte y restos arqueológicos. Cada uno de los ingresos y egresos tiene un mini museo con esas maravillas, con cientos y miles de años, son porciones de viviendas, templos y estatuas, pero dejan pensando en esa cultura que sirvió tanto a la humanidad y a la filosofía. Era muy simpático ver los popes (sacerdotes) ortodoxos, mirando los enormes televisores en cada estación, con sus largas barbas, atuendos religiosos y percibir su ingenuidad frente al mundo caótico de la ciudad cosmopolita.

Los templos ortodoxos cristianos son de una belleza inexplicable. Cuando uno ingresa sólo se oye música y cánticos gregorianos muy suaves. Permanentemente hay humo de incienso que penetra hasta el alma. Las lámparas son de una exquisitez inenarrable, y las hay por docenas en cada templo, el espíritu se transporta al Altísimo. Y yo sentí estar cerca de Dios.

En una de las Islas, nos llevaron a lomo de burro por un sendero angosto hasta encontrar unas señoras que hacen labores en lino, bordados con cintas y de una delicadeza, que da deseo de traer todo, lástima que se tiene que viajar ligera de peso y el lino, pesa demasiado. Bellos los pollinos que me trasladaron a la época de Jesús.

Los griegos son alegres y les gusta bailar, recordemos la película “Zorba, el griego”, bueno, su música suena en las calles, bares y mesones como un himno a la alegría de sus habitantes y por qué no decirlo, de todos los que llegamos a sus hermosos paisajes y teatros de los grandes filósofos. Tanto estudiamos sus historias que nos sentimos pertenecer. Tal vez los jóvenes griegos no saben lo que algunos extranjeros admiramos sus epopeyas con los “espartanos y atenienses”.

¿Sabrán lo que han transformado el mundo los filósofos que se reunían en el “Ágora” solo para meditar y dialogar? El teatro que aun se representa, "agiornados" pero con los mismos mitos y narraciones. No lo creo. Viven la realidad de hoy, del siglo XXI.

Grecia sigue siendo una gran nación.

 

jueves, 25 de enero de 2024

UN RÍO SANGRIENTO

 


            Desde las orillas fangosas, se adelantaba un grupo de animales buscando beber agua. Detrás un hombrecillo de enormes manos arrastraba una pequeña barcaza.

Somnolienta, una perra seguía dentro de la crujiente madera al dueño del rebaño. A lo lejos se veía el humo oscuro  y denso de la chimenea del tren que atravesaba ese páramo. Tal vez en ese enorme trozo de hierro estaba impresa la libertad para el pequeño campesino. Había soñado con subir al techo de un vagón y huir a la gran ciudad, pero recordó lo que le pasara a su hermano. Lo habían llevado al ejército en un ferrocarril igual a ese y después vino envuelto en la bandera verde y roja, con una sola guirnalda de flores que olían a podrido.

            Él prefería quedarse, aunque cada vez era más difícil salir con los animales a pastorear. El río, decían las ancianas era el camino más seguro para no morir, pero cuando no llovía estaba muerto.  

            Tenía llagas en los pies, llagas en las manos y llagas en el alma. Su dios, no se acordaba de su gente, estaba muerto o dormido. Un cocodrilo trató de matar uno de los animales que bebía, lo espantó con el viejo rifle de su padre. Recogió al aventurero y lo metió en la barca. Esa noche lo despellejaría y comerían carne fresca, sin tener que matar sus animales.

            Sintió el rugido de la vieja locomotora que venía del sur, un grupo de aves salió escapando con el bufido del hierro herrumbrado del tren. Arrimó la barcaza a la orilla y arrió con  mucho esfuerzo la madera vieja con el perro y el ladrón que había caído bajo el balazo certero del rifle. Silbó. Los pocos vacunos se juntaron y treparon la orilla del cenagoso río y comenzaron a seguirlo.

            De pronto algo llamó la atención del campesino. El río estaba teñido de color bermejo. Se acercó y comprobó que unos cuerpos de hombres y mujeres iban río abajo, hinchados y malolientes, los cocodrilos se arremolinaban y daban dentelladas a cada cual. Teñida de sangre las aguas iban río abajo. A lo lejos sintió el estallido de un metal mortífero. El tren que acababa  de pasar había estallado en mil trozos a lo lejos. Vendrían tiempos difíciles. Había estallado una guerra.

                                               

      -8

LA VELETA

 

                                                           “No hables mal de alguien cuya carga nunca hayas llevado a cuestas” Marion Bradley

 

                            Ludovica apeándose del caballo, se alejó hacia la mesa de hierro que presidía el jardín. Allí estaba Andrea y el señor Gilberto. Tomaban unos mates con sabor a hierbas del campo. No fue sorpresa para Andrea ver a su compañera del colegio donde pasaban medio año pupilas para aprender las materias propias de señoritas de ciudad. Ellas se reían de la torpeza de la directora, una muy miope docente alemana que ejercía con mano de acero al pequeño rebaño de muchachas. El anciano portero era el único hombre que veían y siempre cuchicheaban sobre su modo penoso de hacer las tareas.

                        Riéndose la recién llegada se tiró sobre la falda de Andrea y Gilberto le hizo una chanza que ruborizó a las dos chicas. Cuando el rato, llegó Rafaela, la ayudante de cocina, vociferando que había fuego en el “guisadero” y que Luisa, la vieja cocinera, estaba abrasada entre humo y chispas con un pavo en los brazos y apretaba con furia la comida. No quiere salir, se va a quema viva y válgame Santa Eufrasia, que yo no quiero ver nada. Salimos corriendo y nos empujó el olor a quemazón de plumas y cabello. Gilberto cerró la puerta y tapó con una manta a la anciana. Juana se quedó muda. Luego salió espantada hacia su habitación con el pavo abrazado y negro. ¡Era la comida del Día de Gracias y la primera vez que fallaba su pitanza.

                        Todos llorábamos por el fuerte olor agrio y el vapor hediondo de grasa y laurel quemado. Luego comenzamos a reír y reír por lo poco afortunado de nuestro accionar frente a la “catástrofe” ocurrida con nuestra cena. Rafaela  comenzó a limpiar y su carita siempre acalorada por los pucheros, estaba tiznada y sucia. Lloraba y murmuraba contra nosotros, que según ella, éramos malas y egoístas. Llegó papá y su vozarrón nos hizo callar a todos.

                        ¿Qué ha sucedido acá? Acaso no saben estos señoritos superar un descalabro con seriedad. Andrea y yo nos tentamos. No podíamos evitar la risa. Nuestra inexperiencia era supina y Gilberto no era el mejor bombero de la zona.

                        Luisa, al oír al patrón, subió a la cocina, siempre abrazada al pavo negro y chamuscado. Su cara era de un fantasma recién acontecido. Todos de pie frente a ella comenzamos a reír y hasta papá se llevó la mano a los bigotes para que no se le notara la hilaridad. Ese día nos llevarían a la casa de Antenor, mi tío a cenar, por lo ocurrido. El problema era la servidumbre. Cuando llegamos todos, con Luisa y Rafaela a la casa del tío, su esposa, puso el grito en el cielo.  Para ella era falta de respeto que ellas estuvieran allí. Las pobres no sabían donde esconderse. Mamá la arengó hablándole de la “caridad” y ella comenzó a maldecir a las pobres mujeres. ¡Que eran sucias, que eran tontas,  Consideraba una que arruinaban sus hermoso pisos, etc., etc.!

                        Papá habló seriamente con ella y le dijo que su gente, era muy buena gente. La tía  Rigoberta cambió como una veleta, sabía que con papá no se jugaba y las defendería como a su prole. ¡Por eso odio a la famosa tía Rigoberta y creo que todos pensamos lo mismo! ¡Es una verdadera veleta!

                                                                                 

 

MUY MACHO PERO…


 

            Miró el trapo lleno de sangre que tenía en las manos y de un tirón le quería quitar el policía. Dio un salto hacia atrás y se alejó. Vomitó. ¡Nunca había pensado que le pasaría eso a él, el mejor maquinista del ferrocarril del sur de la provincia de Buenos Aires!

            Nació para ver pasar los trenes, su casa temblaba con el pasó de cada vagón, fuera de pasajeros o de carga. Amaba el olor del humo y de los aceites que derramaban las locomotoras. Iba pasando el tiempo y le suplicó a su madre que lo dejara ir  a la escuela Técnica de “Ferroviarios”. Estudió y salió con una medalla. No era muy inteligente, pero si tenía la testarudez de un toro. Orgullosos con su título se presentó en la oficina en Paternal donde le harían unas pruebas. Salió bien pero los acomodados le ganaron de mano.

            Se “conchabó” como aprendiz de un viejo polaco que armaba camiones y grúas, para el ejército. Aprendió de ese viejo agrio que escupía cada vez que hablaba en un idioma trágico de su tierra, un sin fin de estrategias con los metales. Sabía de todo y atento memorizó mucho de lo que el anciano sabía.

             Siempre puteaba por la guerra y se dormía sentado en un sillón desvencijado que según él, era traído de Polonia. Tenía más tierra y mugre que todo el vertedero de basura.

            El hombre escuchaba una música linda, pero extraña para el muchacho que amaba el tango. Igual, un día encontró en la mesa de la cocina una carta que lo llamaba del Ferrocarril Central para comenzar como maquinista.

            Un sueño cumplido. ¡No fue fácil! Tenía a un montón de tipos envidiosos y vagos que le hacían la vida imposible. Nunca los delató, hubiera sido peor. Había una pequeña mafia apadrinada por punteros políticos y del sindicato.

            Cumplió a rajatabla con su tarea, hasta lo premiaron dándole la locomotora más nueva y la más bella. La limpiaba como a una estatua de mármol o de acero. Brillaba cuando rauda pasaba por la ruta. Siempre atento a los cambios de luces, si veía un color naranja, aminoraba caso a diez kilómetros para evitar cualquier accidente. Si era roja, frenaba y los rieles y las ruedas chirriaban como una sinfonía de terror. Era verde volaba como los pájaros libres de la pampa.

            Ese día fue un horror. Bajadas las barreras y terminado de subir todo el público, comenzó a poner la máquina a andar, llevaba a los obreros y mucamas de media provincia, en la próxima barrera baja, una joven mujer corrió y se tiro bajo “su” tren. El grito y escándalo fue feroz. La gente gritaba y se tiraban para tratar de ayudar. Unos varitas y policías echaron a todos. A él, lo tomaron de atrás para quitarle el trapo que arrancó del cuerpo de la joven mujer. ¡No! Se deshizo de las duras manos que lo sostenían y le pusieron unas esposas de acero. No dejó el trapo sangrante. Lo arrastraron hasta un celular que irradiaba luces azules y rojas como la cabeza que rodó a sus pies, de la pobre mujer. Sacaron el cuerpo y lo llevaron fuera de su vista. Lloró. Lloró mucho, nunca pensó que le podía pasar algo así. Para eso no estaba preparado. Cuando abrió entre sus manos ese trapo sangrante, comprendió que era un delantal de cocina. Metió la mano en el bolsillo y encontró un sobre, arrugado y sucio. Lo abrió y había una hoja que con letra temblorosa decía: “Marcos, no soporto más tus golpes, tus insultos y tus llegadas borracho todos los días. Estoy embarazada y seguro que no quiero que mi hijo sea como vos” adiós y que Dios te perdone.

            Ese día Roberto González, dejó de ser maquinista de ferrocarril. El “polaco” y su madre fueron los únicos que lo fueron a ver en la cárcel de Caseros, hasta que demostraron que era un suicidio.

EL MILAGRO

 


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

EL TÉ ROJO


 

            Belarmina sirvió el té a las cinco en punto como lo hacía desde que llegó a la casa. Era el aire inglés que la señora Leyla y el señor Jamelson tenían como costumbre. Pero ellos eran unos perfectos descendientes de italianos que llegaron hacía muchos tiempo en un barco de inmigrantes.

            Toda la casa era una copia de una revista de decoración y habían pagado con mucho esfuerzo que se viera como la típica vivienda de la calle londinense que soñaban.

            La vajilla era de porcelana traída en cajones desde la lejana isla, pieza por pieza, con sello y envuelta en papel de seda con un raro escudo, que copiaron como propio.

            Cortinas y tapices con marca de fábrica de Birminghan y no faltaban libros preciosamente editados y cubiertos en cuero verde con letras dorados en el idioma de la “Rubia Albion”. Ellos no podían leerlos. No hablaban una sola palabra en inglés.

            La joven mucama, sonreía afable mientras ellos en silencio, contemplando el vivero imitado de la revista de Harrods, con plantas traídas desde India y países que eran colonia de su Majestad, al salir los escuchaba que hablaban en un dialecto italiano muy difícil de entender. Se reía a carcajadas en la cocina mientras con la vajilla de cobre, hacía mucho ruido así apagaba su risa.

            Un día alguien tocó la aldaba de forma de león en la enorme puerta verde. Ella, abrió y encontró parado allí, con su bigote afilado a un caballero que le expresó ser el sirviente de Lord Mc. Girsong y que traía una nota para sus señores. Belarmina la recibió y le preguntó si esperaba respuesta a lo que el joven le dijo muy tieso que sí.

            Entró y se la entregó a su patrón. Pálido como cuerno de elefante, el pobre hombre se quedó mudo sin poder decir una sola palabra. La buena señora tomó la nota y temblando trató de leer. Estaba escrita en una preciosa letra con tinta color violeta en perfecto inglés. Ambos abochornados le alargaron la nota y le dieron las gracias y le pidieron que le dijera al hombre que tenían otra invitación ese mismo día.

            Agradecidos le mandaban una planta de rosas “Princesa de Gales”. Cuando Belarmina  regresó su patrona lloraba en la cama con sonoros sollozos y él, el señor sólo atinó a pedirle: ¡Belarmina, por favor, sírvame un Té! ¡El color era rojo por la sangre que manaba de sus muñecas!

 

 

 

EL ÁNGEL NEGRO

 

            Estamos cruzando el río con una canoa frágil que compramos con nuestros ahorros. Es pequeña y pintada de colores vivos. El río se desliza suave como un reguero de miel o aceite entre un sin fin de plantas. Hay ruidos desconocidos por la costa. ¿Serán monos o aves? No tenemos idea de dónde provienen. No le tenemos miedo. La aventura nos ha superado. Primero la avioneta se descompuso en medio del tramo que nos llevaba al puerto, luego caminamos por una ruta contraria hacia donde queríamos ir, nuestro viaje de tres días está durando trece.

            Chalo dice que ese número no hay que nombrarlo, es mufa. Yo no creo en esas cosas. Rolando que es medio místico, nos alienta con unas oraciones que parlotea a toda hora. Me cansa, pero no le digo nada porque es bueno y ayuda en todo. Seguidamente al llegar al único puerto que encontramos había sólo una canoa. Ésta que se desliza como sobre miel caliente. Gracias a Dios no estamos solos, hemos visto algunos nativos caminar por la orilla. Nos miran con su boca desdentada y nos hacen señales que no entendemos.

            Giro y un sordo ruido surge entre las frondas. Es una imagen extraña. Lo que vemos es como un enorme ángel negro con un par de alas emplumadas que se abren sobre nuestra bonita canoa. Pareciera envolvernos con sus alas de grafito brillante y garras afiladas. Clava sus grandes ojos en mí. Me toma por el hombro y me sostiene sobre el río como un juguete sin forma. Lloro con desesperación. El número trece, pienso y con un llanto de cobarde, me lanzo a gritar y a golpear con mi mano ensangrentada al Ángel Negro. Los nativos vociferan y saltan de alegría. Ahora entendemos que ellos esperaban eso. Le grito a Rolando que rece por mí. Un dolor cálido me consume mientras mis alaridos se pierden para siempre. Ellos siguen navegando huyendo de ese monstruo alado que ya sació su hambre.

 

OLORES FUERTES

 

            Observé un largo tiempo, insegura por dejarla sola. Estaba bañada en sudor. Ardía de fiebre y deliraba. Cerca de nuestra casa había caído un rayo con la fuerte tormenta que arreciaba en el campo. A varias leguas a la redonda no se oía sino el ruido de los rayos y el brillo mañoso de las nubes que chocaban enojadas con la tierra.

            Tal vez, lejos de casa había otro tipo de guerra, una real, con bombas y obuses, minas y bayonetas caladas. Pero acá en la estancia, la guerra la peleábamos con la salud de Elinor. Entré en la habitación y el fuerte perfume que despedía el extraño emplasto que le había colocado en el pecho la vieja “Palmita”, que nos ha criado desde que éramos pequeñas ya que mamá se dedica a ayudar a papá y al abuelo con la cría de animales; fue como un golpe rudo en mi pobre nariz. La lluvia parecía que deseaba desenterrar árboles y casas. El galpón cimbraba o roncaba, según la furia del viento. A lo lejos se podía ver el bosquecito de paltas y guayabas, que era arrancado de cuajo y volaba por el aire en remolino para estrellarse contra las paredes enormes de silo.

            Elinor jadeaba. Su pecho silbaba como el fuelle del viejo armonio de la iglesia anglicana del sur. Ni mamá ni el abuelo podrían regresar del pueblo donde estarían refugiados. Habían ido a depositar cierto dinero de la venta del trigo que gracias a Dios se pudo cosechar antes de esta tormenta.

            Se sintió un olor extraño que venía por los pocos espacios que quedaban libres entre los grandes ventanales que el viejo Isidro con su muchacho, el “Cabezón” habían tapado firmemente con placas de madera. Me acerqué a una hendija para espiar y vi que un rayo estaba quemando el enorme árbol de encina que adornaba la entrada de la casa. Ese era el olor. Un terror me asomó en la cara y la buena “Palmita” me dijo sin dificultad: ¡Mi niña ni que vieras a la “marimanta” justo aquí!

            No creo que un fantasma como la marimanta me asustaría tanto Palma, hay un incendio cerquita de casa. Espero que cese con la lluvia.

            El susto no nos lo va a quitar nada. Le tengo terror al fuego y ustedes lo saben, desde aquella vez que me acerqué tanto a la chimenea que se me prendió la falda de seda celeste. Elinor me miró con unos ojos abiertos que me produjo espanto. ¿Mi árbol preferido se está quemando? No te preocupes, le dije, tu frente está más caliente que tu árbol. Se quedó callada y mustia. Palma le puso paños fríos en las sienes y le mojó la ropa de cama. Eso le bajó el calor corporal. Sentimos el aldabón de la puerta e Isidro salió para abrir. El viento que entró llenó la casa de un olor fuerte a leña verde quemada.

            ¡Tranquilas dijo papá ya ha amainado la tormenta! El árbol se secará y pondremos uno nuevo, pero un poco más lejos de casa. ¡Por precaución! ¿Cómo está Elinor? Todos nos miramos… ella parada junto a Palma, se abanicaba tratando de sofocar el enorme calor que sentía. Mamá nos dijo: ¡Chicas esto, como la tormenta también pasará! Y abrazamos al abuelo que solo señalaba su botella de scotch y con seriedad comenzó a rellenar la vieja pipa con olor a chocolate.

 

 

LOS MARCADOS

 

            Mis manos vuelven a sangrar y me duelen. Mis labios cuarteados por el frío tiemblan y el aire huele a azufre. Las cenizas vuelan por todos los rincones. Algunas encendidas aun, y de una manera lenta, parecen como luciérnagas enceguecidas en la noche que corre para cubrirnos el miedo.

            El cielo está tan rojo que parece hermoso. Es como esos cuadros que solíamos admirar en París cuando fuimos al museo de Orsay. Las nubes se van poniendo negras y un pudor eléctrico nos hace unirnos cuerpo a cuerpo en el suelo áspero que ha quedado depredado con las granadas que echaron los “Otros”.  Hay restos de casas en llamas, vuelan de ventanales rotos unas cortinas que parecen los velos de las novias en los templos.

            Fulvio y Darío, se han animado. Se han parado y van a ir caminando por la vieja calle por donde vehículos volteados y rotos parecen monstruos fatigados. Regresan pálidos y aturdidos. ¡Hay cadáveres por todos lados! Corre la sangre por las orillas de las veredas. Todo está destruido. Se sienten los sollozos de algunas personas que como nosotros se refugiaron en los subtes. Hasta los perros han caído en tierra. Darío vio un gato subido a una ventana que chicoteaba con el viento.

            ¡Todo esto por una libertad que desconocemos! Si al nacer nos pusieron un chip y ya saben donde encontrarnos.

            León, Dafne y Rita, aunque se oculten bajo ese montón de escombros las van a encontrar. Los Otros son los Jefes y nosotros ya vinimos con La Marca.

            Mejor no sentamos y comencemos a orar como nos enseñaron los venerados ancianos. Pronto llegarán y seremos como ellos quieren, esclavos para trabajar para sus necesidades primarias.

            ¡Triste destino del siglo XXV!  Antes la gente no tenía el chip y era verdaderamente libre. Eso me contaron mis ancestros.

            ¡Allí vienen por nosotros! Adiós amigos míos.

 

SALTÓ AL BALCÓN

 

            Mi viejo era un héroe. Viajaba siempre al interior con la chata llena de mercadería que vendía en el campo. Con lluvia y con sol, con viento y con calma el iba por caminos internos, no por las rutas. Las rutas las usan los comerciantes grandes, los que llevan muestras. Él, no, el vendía ollas, juguetes, ropa de campo, zapatos, alpargatas, cuchillos y mil cosas que conseguía en los galpones de la aduana o en garajes escondidos de los grandes comercios.

            Dormía en la camioneta o tal vez en algún cuchitril, de esos que hay por los caminos con luces de colores y flechas que dicen “Hotel” y son de cuarta. Mi madre lo adoraba. Y nosotros, los cinco hermanos también.

            La Lidia, aprendía piano, con doña Tiburcia y cuando sentía que llegaba rezongando la chata, se sentaba en el piano y tocaba y tocaba y mi padre la miraba y lloraba. De alegría lloraba. Yo coleccionaba “El Gráfico” y él, se sentaba en un sillón destartalado en el porche y los leía y acariciaba mi cabeza. ¿Sabés como me acuerdo de mi viejo? Si me parece hoy que lo estoy viendo con la foto de Labruna y a Di Steffano a quienes admiraba tanto. Mi hermana Célica se escondía debajo de la mesa que mamá tapaba con una carpeta que tejía con hilo fino y una aguja finita, y espiaba los libros de mi hermana que iba a la escuela Normal para ser maestra. Tal vez hubiera sido mejor que nunca creciéramos.

            Un día mi papá llegó fuera de hora. Mi hermana Carlota no había ido a misa con nosotros y mamá. Él, como no tenía llave saltó por el balcón a la pieza de arriba y el mundo se vino en catarata hacia el “carajo”. El Aurelio Marín, nuestro vecino, casado con la Antonia, estaba desnudo en la cama con mi hermana.

            Papá no dijo nada, sacó una pistola que llevaba siempre por las dudas y le pegó un tiro. Tan pero tan mal que en vez de darle al “tipo” mató a la Carlota. Ya no va a ser maestra.

            Vino la policía y se lo llevó a papá y al Aurelio. ¡Pobre mi papá, nunca supo que la puerta estaba sin llave; porque de la vergüenza se colgó en la reja de la celda en la comisaría! 

 

miércoles, 24 de enero de 2024

JUDITH

 


            Habían llegado los soldados. La calle era un doloroso espectro de gente en fila que se arrastraba con los pequeños bultos que les permitían los infantes del ejército. Los gritos asustaban más que sus cuerpos jóvenes y maltratados. De ambos lados, los que como fantasmas ambulaban con la mirada perdida y los que los arreaban como ganado.

            Yo había salido de la oficina donde mi patrón me mandó a llevar papeles muy importantes, cuando me crucé con una mujer, cuya mirada desesperada, arrastraba una carriola en la que una bebé indiferente se adormecía. La estrella amarilla pegada en su raída ropita de fieltro, me acerqué. Un grito me dejó casi paralizada. Pero no era para mí. Se había caído una anciana. Aproveché y cogí a la niña, mientras la madre dejaba en mis manos un pequeño bulto con algo desconocido en ese momento. La mujer no tenía lágrimas, pero suspiró y me rogó. “Se la dejo, es suya ahora, gracias”.

            De pronto era una madre. Los pocos metros que caminé envolviendo la beba, fueron kilómetros en mis latidos locos de terror. Si me habían visto, yo sería una más en las largas colas de los sentenciados. Me escabullí por calles oscuras y grises. Las ventanas cerradas, las puertas rotas, acribilladas. Negocios apedreados y mutilados por los vándalos.

            Llegué a mi barrio, único barrio católico dentro de la zona. Más al norte están los barrios protestantes con sus templos cerrados. Nosotros participamos en las noches de algunas ceremonias, siempre escondiéndonos por las dudas que también nos atacaran.

            Me llamo María de la Misericordia. Soy sobrina del párroco español que hace más de veinte años fue trasladado desde España a Alemania. Me dicen Mani desde muy pequeña. ¿Nunca supe bien porqué!

            De repente al ingresar la vecina me miró raro, pero yo apoyé mis dedos, que tiritaban, sobre mis labios y entré cerrando la puerta de ingreso con tres llaves y cierres. Nos mueve el terror. Lo primero que hice fue calentar agua para bañar a la creatura. Eso la sedó y se durmió. Debía tener mucha hambre porque buscaba sorber sus dedos. Arranqué la estrella amarilla de su ropa, que metí en la salamandra y quemé, la escondí,  la famosa estrellita, en una hendija  que rasgué en la parte interna de la pata de la mesa de luz. Detrás de dicha estrella habían bordado el nombre de la creatura: Judith Bergman. Y la fecha de nacimiento: 18 de febrero de 1933. Entonces tenía nueve meses y medio. El frío había despoblado aun más las lúgubres calles del barrio. Comí un trozo de pan de centeno y media patata. Cada día tenía que cuidar más la comida que se nos restringía para la guerra. Esa noche dormí apenas.

 

Varias veces vinieron por el barrio buscado gente que se pudiera esconder. Una mañana, me despertaron a las patadas sobre la puerta, que gracias a Dios era fuerte. Abrí, cubriéndome con una colcha, que tomé de la sala, y me enfrenté a dos oficiales de la Gestapo, que me empujaron y comenzaron a revisar todo. Mi niña dormía y despertó llorando, la levante en brazos y acurruqué en mi pecho. Me sentaron y comenzaron a pregurtame miles de datos: ¿De quién es esta niña? ¿Cómo la había concebido si no tenía marido?... Yo avergonzándome, más por mentir que por lo que les dije, me planté y les expresé: “Hace unos meses, más ni quiero recordar la fecha, regresaba de mi trabajo y alguien me tomó de atrás, me tapó boca y ojos, me arrastró tras unos trastos y me violó”. Nueve meses después nació Dulce María, mi hija del dolor. Soy católica y jamás mataría un bebé antes de nacer. No le vi jamás el rostro al maldito que me hizo esto, pero acá soy feliz con mi hija a pesar de no saber quién fue su padre. Dulce María buscaba mi seno, como si supiera que tenía que demostrar que era mi hija. Los hombres miraron toda la casa, vieron las imágenes de Cristo y María Inmaculada, sólo uno se cuadró frente a ellos, los otros se rieron y le dijeron improperios en su idioma de cuartel. Me dieron una cartilla especial y me dieron la orden de ir todos los meses a mostrar al médico del cuartel general, a la niña. Yo me hice la señal de la cruz y la pequeña intentó imitarme, cosa que les causo mucha risa. A mí, paz.

 

Las bombas comenzaron a acercarse, por lo que nos trasladaron a la campiña. Nos instalamos por la organización de nuestra parroquia en una granja donde de ser secretaria me convertí en trabajadora de la tierra. ¡Pero no nos faltaba tanta comida y podía alimentar a mi pequeña niña! Aprendió rápido a rezar oraciones católicas. Ya me encargaría yo a su tiempo de decirle que y quién era, enseñarle los ritos y su historia, la de su pueblo. ¡Ahora no podía ya que le enseñé que era muy malo mentir y que no eran agradables las niñas y niños que preguntaban todo el día el famoso: ¿Y por qué?!

En la campiña era más fácil, pero muchos seres que huían robaban nuestras patatas y animales de granja, tuvimos que hacerles sus nidos dentro de la casa que era una verdadera fortaleza medieval. De piedra y rollizos que difícilmente se podían romper sin herramientas muy fuertes. Sólo una bomba o un obús podían agujerearla.

Un día cayó cerca de nuestra granja un avión enemigo. O amigo. En ese momento ya no sabíamos qué sucedía en nuestro mundo que estaba patas para arribas. Escuchamos de hornos para humanos. No les creíamos, después supimos tristemente que era verdad.

Una noche escuchamos que avanzaban tanques. Eran los que venían a “salvarnos”.

Por las dudas, yo escondí bien los papeles reales de Dulce María y me aferré a la pata de la mesa de luz donde tenía escondida la “estrella con su nombre y fecha de nacimiento”.

Eran americanos, según el piloto, que había caído cerca de nuestra vivienda, que hablaba inglés y alemán, nos pudo explicar  varios temas de estos sucesos.

Me ofrecieron llevarme a la ciudad, siempre con la niña. Como intérprete con los soldados prisioneros que no habían logrado escapar. ¡Pobres, eran niños de catorce y quince años!

Pasé unos meses muy laboriosos, que me dieron como regalo poder ir a vivir a los Estados Unidos de América como exiliada. ¡Acepté! Huí del horror de las verdades que se sucedieron.

Cuando Dulce María llegó a New York, entregué los verdaderos papeles que me diera su madre en ese bultito mínimo al recoger la pequeña.  Ahora se llamaba Judth Bergman. Tenía seis años y la llevé a un templo de su religión, la presenté como una heroína, pidiendo le enseñaran quién era realmente. Todos lloraban, yo también. Ella se aferraba a mi cuello y ellos entendieron que no podían separarla de mí.

Pasaron los años, ella me cuida ahora que tengo 75 años. Se casó con un buen hombre judío, que tuvo la paciencia de enseñarle a ser una verdadera judía. Tuvo cinco hijos y a una de las niñas, le puso mi nombre  aunque tuvo que discutir mucho con muchos que no la entendían, era una forma de agradecer mi amor. Cada noche viene a mi lecho, me da de comer en la boca, porque sufro una parálisis en las manos por tanto trabajar y luego de besar mi frente, como yo hacía cuando ella era pequeña, me arropa y deja una pequeña luz encendida por si la necesito. Aaron su esposo se da una vueltita por mi habitación y me espía, pero yo me hago la dormida. No puedo dormir pensando la vida que nos tocó vivir y el sufrimiento de millones de personas que por defender una Fe, murieron y mueren sin sentido. Armenios, Musulmanes, Tutsis, Utus, cristianos, gitanos, asiáticos y sacerdotes de religiones del mundo que considero, mientras miro por el ventanal las estrellas, que son santos sin estar en los altares de ningún lugar de la tierra.

CAFÉ TORTONI


Entré a un paraíso

Entré al Tortoni

En cada mesa presentí a un poeta.

¡Allí parece que “Manucho Mujica Lainez” escribe!

¡En aquella mesa está Borges!

No creo que ronden por acá tantos poetas.

Fantasmas que sonríen a mi paso…

¡Sueño con la poesía de la Storni,

sólo sueño con una sinfonía de palabras bellas!

Tal vez el murmullo se eleva buscándolos a “ellos”.

Los poetas de entonces, los inolvidables,

los genios que involucran la palabra a la vida callejera.

Al tiempo inexorable, que huye.

El Tortoni, se adormece a la madrugada

y los espíritus vuelven a rodear las mesas

y sobre el mármol de las viejas tablas

en un papel en blanco, con pluma cucharita y tinta,

escriben sueños, tangos y las historias tristes

del Buenos Aires antiguo y musical.

Entré como una espía. Entré al Tortoni.

COMO VEMOS EL MUNDO

 

Texto breve: Accidente desde un camillero y una vecina.

Aunque tardamos apenas diez minutos o menos, cuando llegamos no sabíamos cómo sacar a esa gente de debajo de las latas retorcidas. Un vecino nos ayudó con un matafuego y unas herramientas. Sacamos primero a la chica. Era joven, respiraba todavía y el doctor le hizo respiración, traqueotomía y se la llevaron. Estará en terapia. Yo me quedé ayudado por los bomberos que llegaron rápido. La lluvia era un impedimento más. Sobre el guardarrail, encontré un brazo y lo metí en hielo. Tal vez si salvábamos al chico se le podía reimplantar. El doctor Méndez hizo hace poco eso con otro pibe. Sentimos en un momento quejidos y así descubrimos en la banquina un  chico herido. Así comprendimos la causa del accidente. El muchacho de la banquina iba en bicicleta. Sí, seguro que por no atropellarlo embistieron pisaron el cordón de cemento. Había sangre por todos lados. Sacamos al de la bicicleta y vimos que tenía un tremendo golpe en la cabeza. Cuando extrajeron del coche al pobre muchacho comprendí que en vano había guardado el brazo en hielo.

 

Yo vivo acá casi sobre la avenida. Por casualidad vi todo. Salí a poner la basura en el canasto y sentí el chirrido de las gomas y el ruido al estrellarse el auto. Venían muy rápido y la ambulancia que llamé yo desde mi casa tardó como media hora. ¿Cómo se iban a salvar? Si el chico de la bici no se hace a un lado se caían junto con él a mi jardín. Deben haber tomado. Sacaron a una mujer que le faltaba un brazo, la sangre saltaba por todos lados y el enfermero lo único que hizo fue guardar el brazo en una bolsa con hielo. Los bomberos no tenían herramientas, si mi marido no les presta algunas no se cómo iban a trabajar. Es una vergüenza. Le aseguro que siempre ocurre lo mismo. Al chico de la bicicleta casi no lo asistieron por sacar al pibe muerto. Esto es un desastre. Debe ser que no les pagan bien. Mañana voy a llamar a la radio para pedir más seguridad.

 

Testigo impersonal:  Desde un Tren:

            El coche iba lentamente atravesando la zona este cuando se detuvo en el cruce de Ituzaingo. Había un accidente. Un coche quiso evitar a un ciclista y se tragó un cordón de cemento. Hubo un muerto, una joven herida que fue internada en terapia del hospital y un muchacho con traumatismo de cráneo. Los bomberos y el Sem llegaron muy rápido. Actuaron rápido pero no pudieron salvar al conductor. La lluvia impedía ver los detalles y cuando despejaron el lugar el tren prosiguió la marcha. Seguro mañana saldrá en los noticieros o diarios.

DESDE TODO EL PUEBLO:

Señor periodista lo hemos llamado para que escuche el clamor popular. Estamos cansados de accidentes en este lugar. Necesitamos que las autoridades conozcan nuestras necesidades.

_ Señor yo vivo junto al cruce de la avenida y veo un accidente cada dos o tres días. Estoy cansada de ver heridos y muertos.

_ Mire si yo no tuviera un taller con herramientas de todo tipo morirían muchos más que los que se mueren. A veces los médicos que vienen no tienen con qué sacar los heridos.

_ También hay gente que cruza las vías aunque estén las mini barreras bajas.

_ Eso cuando no están rotas y no funcionan. Ayer mismo cuando se cruzó el pibe en bicicleta y se mató el otro, yo creo que no funcionaban por eso se detuvo el tren media hora. Eso perjudica a la gente que trabaja. Yo llego tarde al trabajo por eso. Nadie me lo cree.

_ Señor periodista usted debe decirles que necesitamos que pongan luces, señales y que el servicio de ambulancia sea más efectivo. La chica casi se muere por el tiempo que tardaron. Al pibe le robaron la bicicleta. La lluvia no permitió ver quién se la llevó.

_ Mire señor usted que tiene el poder de llamar la atención de las autoridades, tiene que hacer que se enseñe a dejar el paso a las ambulancias y a los bomberos. Se ha perdido todo. Hasta la conciencia que le puede pasar a ellos también.

Y así quedan hablando sin llegar a un final porque lo que en realidad necesitan es poder cambiar la cultura social.

EL SECRETO...


            Estaba parada con mi cofia de encaje, mi delantal de lino almidonado, blanco todo como el mármol de la estatua que preside la estancia desde donde el viejo, mira con un extraño aparato las estrellas por la noche.  Siempre está insomne. Siempre me mira con ojos agudos. Su enorme sillón de terciopelo azul algo gastado en donde hunde su cuerpo afilado, es como una madriguera. Apenas me muevo sus amoratadas manos artríticas se aferran a mi pollera o al delantal. Es imposible liberarme. Deseo un resquicio para huir.  Sí, estaba parada en ese momento en que entró la vieja ama con su orinal impecable, separó la tapa y lo colocó en el cajón bajo el sillón. Yo no quería ni mirar ni respirar. El hombre sonreía mirando mi cara roja por el pudor y el asco. Oí caer el orín cantarino en la porcelana llena de flores de lis, pintadas a mano. El olor ácido penetró en mis pulmones. Luego el olor que me inundó hasta el cerebro me indicó que “monsieur” había descargado sus flacas tripas.       La mujer, su ama, llamó al ayudante, un antiguo empleado. El hombre vino arrastrando su pierna dura por la inflamación, tomó al amo y lo higienizó. Yo salí aprovechando la oportunidad. Saqué los excrementos y los dejé junto a la puerta de la habitación.

             Huí, prácticamente, hacia el jardín. Era la hora del crepúsculo  en que la casa parece más solitaria aun. Un grito agónico atravesó la casa del amo. Corrí al instante, sabía que me reclamaba. Allí estaba mi señor. Su boca desdentada sonreía a la nada. Sus ojillos con esa perpetua chispa de picardía me buscaban en la puerta. Me asomé. Me tendió sus brazos sarmentosos, donde la piel flácida caía como cortinaje viejo... Yo no soportaba su continua búsqueda entre mis polleras. Me quería tocar. Me deseaba como se desea un bocadillo frágil y sabroso. Me ponía enagua tras enagua, un calzón largo y grueso; medias de algodón altas que sujetaba con cintas que apretaba tanto que casi cortaban el flujo de mi sangre joven. Así le impedía llegar a mis nalgas. Creo que si hubiera podido me hubiera tocado hasta el fondo tibio de mi sexo. Me acerqué. No tanto como para que me perdiera sus dedos afilados en mis oscuros secretos de mujer. Tenía sólo catorce años y el miedo me paralizaba. Su risita aguda era un tormento. Lo odiaba y le temía. Necesitaba el empleo que me daba, era indispensable.

 Te prometo... sí, te prometo una fortuna si te sacas toda la ropa frente a mí... – dijo ese día. Yo me negué. Llamó al ama de llaves y le ordenó una pluma y papel. Se reía en su extravío. Luego estuvo un rato escribiendo. Yo no sé leer. Mi infancia fue dura. Las calles fueron mi cuna. Siempre trabajé. Ahora que tenía ese empleo, me sentía glorificada. Me llamó y pretendió que leyera. Le dije que no podía. Se encolerizó. Estrelló el frasco de tinta en el pavimento manchando la alfombra. Luego leyó con voz entrecortada: - Yo, Gastón de Yournette, maese corregidor del municipio de Saint Pierre Sur- Mer, lego a...

- ¿Cuál es tu nombre...ma petite...?- me preguntó titubeando. Yo creía que él conocía mi nombre. Me sorprendí tanto que le respondí. - Mi nombre monsieur es Clementine Reinal, creo que ese era el apellido de mi madre.- le expresé con temor. Me envió a buscar otro frasco con tinta. Siguió escribiendo el billete. Se agotó en el trabajo. Resoplaba y jadeaba. Su viejísimo corazón estaba medio muerto. El esfuerzo lo hizo desmayar unos instantes. Luego intentó leer...” lego a Clementine Reinal, la suma de 20.000 monedas de oro.... Pero después de tachar, volvió a leer. No, dijo, 50.000 monedas de oro, si cumple con mi pedido. En el año de 1814, y puso su sello con el lacre que chisporroteó en la lamparilla.”        

            -¿Y qué desea pedir u ordenar, además, su señoría?- pregunté desconfiada.

             -Que te quedes desnuda frente a mí hasta el final...hasta el momento de mi muerte, que está muy cerca.- dijo mirándome con astucia.

Me pareció un viejo zorro herido frente a su presa. Su ralo pelo blanco se desplomaba sobre los hombros de su paletó de cachemira negro y le prestaba un aspecto de brujo, mago o demonio. No respondí de inmediato. Me dediqué a ablandar sus cojines y almohadas de plumas mientras por mi mente febril cruzaban imágenes, sensaciones y deseos.

Entró a las 19,45 hs. en punto, como todos los días, el médico. Apenas me miró. Revisó a su señoría. Lo auscultó ceremonioso. Su pulmón silbaba cada vez que el aire nuevo invadía los oscuros alvéolos me dijo el galeno. Sufría a cada instante. Le miró los orines que guardaran en un frasco de cristal. Se quedó pensativo. El señor de Yournette observaba alternativamente el rostro del doctor y el mío. Me miraba con avidez y a él con desinterés. El papel que escribiera sobresalía del bolsillo del viejo. Lo acariciaba con impudor. Yo imaginaba cómo sería mi vida con todo ese dinero...Sonreí. Él sorprendió mi sonrisa y supo íntimamente que yo había aceptado.

            -¿Cómo está su señoría? ¿Acaso tendremos que preparar la casa de verano para que no sufra el frío húmedo de la región?- inquirió el ama que entraba en ese momento con una escudilla de caldo humeante. El médico nos miró con dolor y muy molesto por la insolencia de ella, repuso:- La casa de verano...creo que este año quedará cerrada. No es prudente mover a su señoría en este momento.- Continuó escribiendo una nota para el boticario.

            -¿Cuánto tiempo viviré? – exclamó mi amo. - ¿Llegaré a mañana? – dijo sin inmutarse y su mirada me penetró y persiguió por la habitación en semipenumbra. Encendí otra lámpara. Esperé. La mirada del ama de llaves se paseaba de un rostro al otro, con sorpresa. El anciano doctor se sentó junto a monsieur algo confuso y tomándole la mano dijo:- Mi amigo, la cuerda del reloj se está terminando...puede usted disponer..., bueno yo llamaría a un sacerdote, si así lo prefiere...- y quedó silencioso esperando una respuesta o reacción que no llegó. Luego de estrechar al anciano salió taciturno sin volverse.

El viejo me apresó la pollera y me dio el papel. - ¡Guárdalo! Será todo tuyo si cumples con mi último deseo... como ves me muero y quiero hacerlo mirando un bello cuerpo joven junto al mío. Llamó a su ayudante. Se hizo trasladar al lecho. Se acomodó y apoyó su cabeza cenicienta en los cojines que yo acomodara. - ¡Que vengan todos!- ordenó con cierta urgencia. Llegaron uno a uno los servidores. A cada cual le fue entregando joyas, papeles valiosos, dinero y objetos personales. Él nunca había tenido hijos y su mujer había muerto hacía muchísimos años.-“¡Ahora salgan todos!  ¡Me quedaré solamente con Clementine. Cuando ella los llame ya podrán disponer de mí.  Y recuerden no quiero sotanas por aquí. Yo igual estaré en la “Gloire ”!

                        Los hombres y mujeres salieron silenciosos y tristes. Apenas murmuraban entre ellos.

Ya a solas en aquella habitación silenciosa; yo, comencé a desprender los cordones de mi corsé. Luego fueron cayendo una a una mis enaguas como cáscara de fruta madura. Cuando mis muslos  mi pubis virginal y mis senos quedaron frente a él, comenzó a sonreír con una extraña alegría. Me quedé quieta. Sentía que mi piel frágil se encrespaba, un escalofrío imperceptible me ponía sonrosados los pezones erectos.  Seguramente mi rostro tornaba del rojo vivo al blanco. Sentía vergüenza y en lo más profundo el placer de saberme dueña de una pequeña fortuna El anciano gesticulaba apenas. Murmuraba palabras inconexas. Trataba de acariciarme y yo me alejaba con pequeños pasos.  Reía y se babeaba. Sus manos se estiraban tratando de poseer lo que tanto había deseado en ese tiempo. No pudo. Pronto se durmió. Hablaba entre dormido con mi figura que se helaba a pesar de la leña crepitante. Yo también soñaba.

Nunca despertó. Pasó una semana. Aparecieron como cinco parientes que se acomodaron en la gran casa. Cada uno pretendía ser el dueño de todas las tierras, casas de alquiler y hacienda del hombre. Cuando yo indiqué que tenía que cobrar su donación; se rieron hasta el delirio. Yo me quedé callada. Salí de la casa con la idea de buscar a un licenciado en leyes que me ayudase. Que hubiera permanecido desnuda frente al viejo, era un secreto que sólo conocía el ama y el ayudante del señor. Los servidores eran mi único testimonio. Los intrusos no sabían por qué yo pretendía cobrar el dinero. Con ese hecho clandestino, callado por seguridad, yo tenía algo más, que a veces ocultaba en el zapato viejo y otras en el bolsillo de aquella chaqueta poblada de agujeros que me dieran del amo. Era el pasaporte a mi futuro. Con ello tendría una vida digna de ser vivida. Me reivindicaría de los múltiples sufrimientos. Compraría una casa de campo, un carruaje, podría tener esas alhajas de oro y granate que vi en un escaparate de la ciudad hacía tiempo, vestidos de seda y encajes,  lograría tener hasta un puñado de sirvientes. Sería factible mezclarme con gente distinta a la que acostumbro a frecuentar...

  Llegué con un abogado y mi papel a la vieja casa. Nadie creía que eso fuera legítimo. No querían darme mi parte. Yo, en forma silenciosa y firme seguí peleando. Mandaron mis papeles a la capital. El técnico grafólogo cobró demasiado, pero probó ante el juez, que el papel era un legado auténtico.                                             

                   Monsieur : señor

Ma petit : mi pequeña

Gloire : gloria

UN BOSQUE LLENO SUEÑOS

 

                        Me duelen las manos. También la espalda. Hace una larga semana que trabajo sin descanso para cumplirle. Quiero pero no puedo. Sí, quiero completar todo el pedido que recibió Joaquín de esa gente. Es una nueva casa de comida, hotel, casino y albergue. Es nueva y única. La construyeron en la ladera Este. Es muy linda. Está construida en una zona hermosa de la región. La más bella. Tiene un sabor salvaje. Esa tierra húmeda, la fina llovizna de unas nubes que como velo de novia se deposita o se apoya en las largas columnas de pinos, arrayanes y piceas. Es un regalo fortuito que regala el amanecer de los días de otoño. El sol está cansado de moverse por el bosque como novio enamorado de los duendes del pinar. ¡El olor a resina y polen! Las cabañas son hermosas, las comenzaron a construir en primavera, el mismo día de nuestro encuentro. Yo iba con mi bicicleta por el sendero buscando setas frescas. ¡Nos encantan “revueltas con cebolla finamente picada en juliana, huevos y queso parmesano, con una pizca de sal y pimienta, una cucharada de salsa inglesa y vino jerez”! Bien, como decía, me movía por esos rincones que conozco desde pequeña, esos que recorría con el abuelo Marco, y él, me iba regalando cuentos, recetas y recuerdos. Bueno, iba por allí y nos encontramos. Parecía un astronauta recién aterrizado de un planeta lejano. Era como de otra galaxia. Fresco, alegre y vivo. Sí, como mi bosque de cuento. Me gustó, así rápidamente, con su sencilla forma de pedirme la receta de los hongos. Aparte, desconfiado, creyó que eran venenosos. Yo le gusté, seguro, porque me comenzó a contar su vida.  Parecía como si me conociera de toda la vida. Me senté en un tronco caído, junto a un árbol lleno de pájaros. La madera podrida en parte, albergaba un sin fin de pequeños seres vivos como su vital risa contagiosa. Su mirada clara se movía, deslizándose por mi rostro, que sudoroso y sucio, aparentaba no haberlo lavado en meses. Los pinos, piceas, abetos y abedules, eran el marco perfecto a ese encuentro informal y romántico.

                        Casi me olvidé para qué había venido al bosque. Si él, no mira el reloj y da un salto, seguimos hablando en el crepúsculo que le había puesto una mortaja violeta a los rayos rojizos del sol. Joaquín se despidió, me ayudó a trepar a mi bicicleta y partí. Cuando llegué a casa me encontré en la penumbra más cerrada, corrí con la mitad de hongos acostumbrado. Llegué a la cabaña y caí sólida en el banco rústico de mi pequeña cocina. Pensé cómo haría una cena sin la cantidad de setas frecuentes y decidí hacerlas en la receta del abuelo:”con miga de pan mojada en leche, salsa blanca o bechamel, perejil y ajíes rojos y verdes. Así armé un budín que mezclado con dos huevos y nuez moscada”, alcanzó para los cuatro. Papá quedó feliz, cuando le conté que había conocido a Joaquín, el muchacho del bosque, pues lo trató en el pueblo y conversó mucho. Le pareció muy simpático y además era alfarero. Papá dice siempre que hay oficios santos: carpintero, alfarero, boticario y labrador. No quiere a los carteros, tal vez porque un cartero siempre le trajo las noticias tristes. Mamá en cambio es más desconfiada. Casi no habló. Mi casa es la típica casa de campo con olor a fogón caliente, levadura, ajo y vino. El abuelo nos enseñó a hacer el pan. Él guardaba un trocito de masa para levar y se levantaba a la madrugada para hornear. Cuando estaba todo listo se acostaba y al comenzar el día con un enorme tazón de leche tibia recién ordeñada de Chichí, la vaca, comíamos una rebanada de pan caliente con manteca que mamá batía a mano en un bol y dulce de grosellas que hago todos los años. ¡Qué rico era desayunar así, con el amor del abuelo! Hoy lo recuerdo y se me hace un nudo acá, justo aquí en la garganta. Bien sucedió que a los dos días sentí el ruido de un motor por el camino de casa. Era Joaquín que me invitaba a trabajar con él. La camioneta destartalada y muy ruidosa se escuchaba de lejos. Atrás traía un horno para cocer cerámica y un sin fin de moldes de yeso y herramientas. Me entusiasmó su seguridad. Sus ganas. El dueño del complejo hotelero le había encargado toda la vajilla especial con sabor, color y forma de nuestro rincón lejano. Me intrigó su exaltación y sus sueños. Era muy creativo. El perfume ácido de la arcilla me entraba a los pulmones como una saeta inesperada. Acepté. Yo nunca había hecho alfarería. Pero como amo cocinar imaginé que era como hacer un pastel de berenjenas. Ese que me enseñó el abuelo. “Se pelan cinco berenjenas medianas y se hierven con sal. En una sartén se re fritan en aceite de oliva con dos dientes de ajo; los dos tomates picados en daditos, dos cebollas en juliana, dos pimientos y un puñado de hongos recién cosechados que se filetean. Se pisan con un tenedor las berenjenas ya blandas y se agrega el  menjunje, con pan rallado, una tasa de queso rayado, dos huevos y mucho perejil. Se hornea veinte minutos y ¡paf!: un pastel para re-chuparse los dedos. Si las berenjenas son algo amargas se le agrega a la pasta una cucharadita de azúcar”. Así era hacer todos esos recipientes de arcilla. Con un gran amor y buen gusto. Yo le agrego además los gnomos del bosque pintados y hasta los muérdagos y ardillas. Cada pequeño plato, escudilla, taza, fuente, tiene un pedacito de mi bosque. Es su espíritu ingenuo y personal, el que creó la chispa de este mundo mágico que hemos hecho juntos. Creo que me he enamorado de Joaquín y él de mí. Estoy cansada pero tengo que hornear todas las piezas en bizcocho de arcilla. Las pintaremos juntos y cuando amanezca y cuando inauguren la casa de la colina, cada persona se asomará un instante a nuestro mundo.

                        Realmente me falta esa chispa para encenderle a cada jarra una señal con el fuego de la creación aderezándole un pequeño trozo de monte perfumado de bellotas y musgo. Debo recuperarme. Joaquín duerme junto al horno un rato esperando el pequeño milagro de amor cotidiano. Mis manos lloran arcilla y falta una buena parte de los platos y adornos para terminar la tarea. Anoche, antes de quedarse dormido, Joaquín me dijo que estaremos juntos para toda la vida y me dio el anillo de boda de su madre. El amor ha llegado a mi vida en forma inesperada. Estoy conciente que es extraña la forma de nuestra relación pero espero. Mañana será un festival de sueños cumplidos. Toda la vajilla terminada, la inauguración de la posada de la montaña y el anuncio de mi boda.

 

                                                              

LA DIOSA SE ENCOLERIZA Y ME ENTREGA A LOS SACERDOTES

           

            Me demoro limpiando la peluca de mi señora. Ella descansa en el lecho de juncos. Un sacerdote – médico viene a traer en un alfanje un ungüento de almizcle y leche de búfala para el dolor de su cara. Yo me inclino, tengo miedo que la diosa Anubis me deje sin habla. Soy una esclava que encontró mi ama en el soco de Menfis. Allí, pequeñita como era me habían abandonado en una cesta de papiros. Ella me trajo río arriba por el Nilo sagrado y me enseñó todo lo que sé.

            El Señor magnánimo, el gran Ra, me está adornando el cabello con sus colores de oro. Mi señora dice que algún dios o un sacerdote tendrá que hacer algo conmigo. Soy diferente. Al nacer tenía alas en mi espalda y fueron creciendo tal que ahora debo volar en lugar de caminar. Por las tardes cuando el gran señor Amon Ra, se extingue en el desierto vago por las altas columnas de los templos bajo la atenta mirada de los sacerdotes que me odian. No quieren una mujer con alas. Yo toco poco a mi señora. Ella dice que cuando paso mis manos ásperas por sus carnes azuladas propia de los nubios, siente que el aire se enrarece. Yo soy una esclava servicial. Con sólo mirar al desierto levanto una nube de arena y enseguida aparecen ibis en largas colas de cocodrilos voladores. Llegan a la orilla del río y se quedan ofrendando lotos y rosas a mi ama. La diosa Hathor,  siempre se las arregla para que yo no pueda acercarme a los hombres. Ella es muy celosa y los brujos del templo la incitan contra mí. En el templete del dios Osiris, he hecho miles de ofrendas. Incluso he viajado hasta la orilla del mar para llevar ofrendas. Cuando pasaba en la tarde volando, los camellos salían trotando y se perdían tras los altos médanos. Las caravanas se quedaban desorganizadas y los mercaderes aterrados miraban mis alas y caían postrados ante mi presencia, pero yo los tranquilizaba sacando con mis manos agua de unas piedras y dejando un nuevo pozo con agua para ellos. Entonces no comprendo por qué  el sacerdote- médico me quiere encerrar en una pequeña pirámide para que se cure mi señora. Si ella me deja, le saco esa muela que tiene enferma y seguro que se cura y su cara vuelve a ser la más bella de todo Tebas y por qué no, de todo Egipto.

            El aire de la tumba se está enrareciendo. Mis alas se están desplumando. Caen una a una las hermosas plumas color celeste plateado que las cubren. Cuando abran dentro de varios siglos este lugar, no comprenderán qué clase de gente enterró viva a una mujer alada.