lunes, 15 de enero de 2024

UN BARCO A LA DERIVA


            Ramón Plates, dueño del bote “Nadia” instaló los ganchos con redes esa mañana. Las jaulas para recoger las centollas en la zona sur del océano, que ese año parecía generoso en su cantidad y tamaño. El Gervasio Robles, había regresado con una cargamento digno de los mejores mercados. Llamó a sus ayudantes. Eran quince; hombres rudos y dignos de ese mar próspero, que entregaba su vientre preñado de vida.

            Fueron llegando con una bolsa de lona que por la sal de muchas cosechas, que parecían de madera, colgadas a las espaldas como único posesión. El olor a sal y pescado penetraba su piel dejando huellas indelebles. El servicio meteorológico había aclarado que todo estaría calmo esa semana. Había que apresurarse.

            El motor estaba recién revisado y se le había cambiado alguna que otra pieza para que fuera más seguro. Zarparon a la madrugada, a lo lejos se veía el cielo rojizo con un sol aplanado en el horizonte. El oleaje los hacía danzar como siempre adormeciendo a los robustos navegantes. Rumbo al sur, rumbo a las gélidas aguas del atlántico. El amanecer fue tranquilo y los hombres se movieron por la cubierta respetando los gritos del Jefe, que les pedía controlar los aparejos del puente.

            Un mundo de gaviotas y petreles los seguía. Y al estar vacíos las cámaras frigoríficas, la línea de flotación estaba menos sumergida. Pronto se llenarían y si la buena suerte los acompañaba llegarían a puerto, cargados y bien hundidos en las aguas.

            El viejo “Onrieta” se acomodó con una caña en la popa. Hacía unos meses que no comía un buen “Bonito” fresco y el cocinero los preparaba exquisitos. Los que estaban en timonera interior, se reían del hombre. ¡Este es un pescador que será pescado! y reían con sus temores típicos de los hombres de mar. Porque el mar es muy déspota, caprichoso y a veces malvado.

            Pasados tres largos días, el tiempo comenzó a cambiar. Desde el radio, los mensajes eran tranquilizadores, pero por las dudas, Ramón Plates, tomó la decisión de agregar más cables en las básculas, grúas y jaulas. El trabajo estaba hecho y bajaron la zona de obra viva, dejando sus literas bien soportadas.

            Al quinto día, las olas hacían bailar el barco de estribor a babor y a veces el “púlpito” desaparecía en las aguas y aparecía la popa elevada como una chimenea. Juan Artemio, uno de los más jóvenes, sacó de su bolsa una imagen de la “Virgen Stella Maris”, cosa que produjo una protesta general. Mufa. Mala suerte. Toda clase de chanzas y palabrotas brotaban de las gargantas que se calmaban con unas botellas de buen ron y ginebra. La tripulación comenzó a echar las jaulas en el lugar establecido y a esperar que las grúas, comenzaran a hacer su tarea. Llovía a cántaros y bramaba el mar transformando el barco en una cascarita de papel en la noche. Los truenos y relámpagos, iluminaban a los rudos varones. El agua comenzó a tapar el “casillaje” y la cubierta. Tambaleaban las jaulas y cuando elevaban alguna, preñadas de centollas un grito gutural de triunfo se desparramaba por el barco. Se iba llenando la panza del barco. Pero la tormenta era cada vez más dura.

            Esa madrugada Adriano Reano sintió un crujido electrizante en la zona de “espejo”, algo se había desgajado. Salió corriendo de su cabina y otros, ya, le seguían; sí, el mar se cobraba una suerte de venganza. La plancha que recubría el “espejo” que era de un material nuevo de alto contenido de material plástico, se había desgajado y una hendidura profunda hacía agua. Comenzó a llenarse la zona de “obra muerta” y don Ramón, dio la orden de soltar las centollas al mar. Una maniobra brusca los dejó bamboleando y rolando. ¡Todo se transformó en un aquelarre! Bravío el océano se  cobraba la represalia contra ese barco que lo desafiaba. Los rayos caían despiadados sobre el Nadia, que trataba de salvarse de las embestidas del mar. Reano y Onrieta, lanzaron un bote salvavidas al agua, los que pudieron con sus chalecos saltaron y comenzaron a remar.

            Arriba, en la timonera interior, don Ramón peleaba contra los ataques del diluvio que lo apedreaba con olas gigantes. Desde el minúsculo bote salvavidas, vieron como un amoroso Nadia, se iba hundiendo entre murallas de agua helada, reservándose al quien amaba su nave y despreciaba el aluvión de agua salobre que lo llevaría a las entrañas del mar del sur.

            A la mañana siguiente, a la deriva, sobre aguas quietas y silentes un pequeño grupo dejaba que algún otro pesquero los encontrara para regresar con sus familias y emprender en otro viaje la cosecha que los hombres esperan para comprar y vender las mágicas entrañas de los mares del Sur: las centollas.   

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