Observé un largo tiempo, insegura
por dejarla sola. Estaba bañada en sudor. Ardía de fiebre y deliraba. Cerca de
nuestra casa había caído un rayo con la fuerte tormenta que arreciaba en el
campo. A varias leguas a la redonda no se oía sino el ruido de los rayos y el
brillo mañoso de las nubes que chocaban enojadas con la tierra.
Tal vez, lejos de casa había otro
tipo de guerra, una real, con bombas y obuses, minas y bayonetas caladas. Pero
acá en la estancia, la guerra la peleábamos con la salud de Elinor. Entré en la
habitación y el fuerte perfume que despedía el extraño emplasto que le había
colocado en el pecho la vieja “Palmita”, que nos ha criado desde que éramos
pequeñas ya que mamá se dedica a ayudar a papá y al abuelo con la cría de
animales; fue como un golpe rudo en mi pobre nariz. La lluvia parecía que
deseaba desenterrar árboles y casas. El galpón cimbraba o roncaba, según la
furia del viento. A lo lejos se podía ver el bosquecito de paltas y guayabas,
que era arrancado de cuajo y volaba por el aire en remolino para estrellarse
contra las paredes enormes de silo.
Elinor jadeaba. Su pecho silbaba como
el fuelle del viejo armonio de la iglesia anglicana del sur. Ni mamá ni el
abuelo podrían regresar del pueblo donde estarían refugiados. Habían ido a
depositar cierto dinero de la venta del trigo que gracias a Dios se pudo
cosechar antes de esta tormenta.
Se sintió un olor extraño que venía
por los pocos espacios que quedaban libres entre los grandes ventanales que el
viejo Isidro con su muchacho, el “Cabezón” habían tapado firmemente con placas
de madera. Me acerqué a una hendija para espiar y vi que un rayo estaba
quemando el enorme árbol de encina que adornaba la entrada de la casa. Ese era
el olor. Un terror me asomó en la cara y la buena “Palmita” me dijo sin
dificultad: ¡Mi niña ni que vieras a la “marimanta” justo aquí!
No creo que un fantasma como la
marimanta me asustaría tanto Palma, hay un incendio cerquita de casa. Espero
que cese con la lluvia.
El susto no nos lo va a quitar nada.
Le tengo terror al fuego y ustedes lo saben, desde aquella vez que me acerqué
tanto a la chimenea que se me prendió la falda de seda celeste. Elinor me miró
con unos ojos abiertos que me produjo espanto. ¿Mi árbol preferido se está
quemando? No te preocupes, le dije, tu frente está más caliente que tu árbol.
Se quedó callada y mustia. Palma le puso paños fríos en las sienes y le mojó la
ropa de cama. Eso le bajó el calor corporal. Sentimos el aldabón de la puerta e
Isidro salió para abrir. El viento que entró llenó la casa de un olor fuerte a
leña verde quemada.
¡Tranquilas dijo papá ya ha amainado
la tormenta! El árbol se secará y pondremos uno nuevo, pero un poco más lejos
de casa. ¡Por precaución! ¿Cómo está Elinor? Todos nos miramos… ella parada
junto a Palma, se abanicaba tratando de sofocar el enorme calor que sentía. Mamá
nos dijo: ¡Chicas esto, como la tormenta también pasará! Y abrazamos al abuelo
que solo señalaba su botella de scotch y con seriedad comenzó a rellenar la
vieja pipa con olor a chocolate.
LOS MARCADOS
Mis manos vuelven a sangrar y me
duelen. Mis labios cuarteados por el frío tiemblan y el aire huele a azufre.
Las cenizas vuelan por todos los rincones. Algunas encendidas aun, y de una
manera lenta, parecen como luciérnagas enceguecidas en la noche que corre para
cubrirnos el miedo.
El cielo está tan rojo que parece hermoso.
Es como esos cuadros que solíamos admirar en París cuando fuimos al museo de
Orsay. Las nubes se van poniendo negras y un pudor eléctrico nos hace unirnos cuerpo
a cuerpo en el suelo áspero que ha quedado depredado con las granadas que
echaron los “Otros”. Hay restos de casas
en llamas, vuelan de ventanales rotos unas cortinas que parecen los velos de
las novias en los templos.
Fulvio y Darío, se han animado. Se
han parado y van a ir caminando por la vieja calle por donde vehículos volteados
y rotos parecen monstruos fatigados. Regresan pálidos y aturdidos. ¡Hay
cadáveres por todos lados! Corre la sangre por las orillas de las veredas. Todo
está destruido. Se sienten los sollozos de algunas personas que como nosotros se
refugiaron en los subtes. Hasta los perros han caído en tierra. Darío vio un
gato subido a una ventana que chicoteaba con el viento.
¡Todo esto por una libertad que
desconocemos! Si al nacer nos pusieron un chip y ya saben donde encontrarnos.
León, Dafne y Rita, aunque se
oculten bajo ese montón de escombros las van a encontrar. Los Otros son los
Jefes y nosotros ya vinimos con
Mejor no sentamos y comencemos a
orar como nos enseñaron los venerados ancianos. Pronto llegarán y seremos como
ellos quieren, esclavos para trabajar para sus necesidades primarias.
¡Triste destino del siglo XXV! Antes la gente no tenía el chip y era
verdaderamente libre. Eso me contaron mis ancestros.
¡Allí vienen por nosotros! Adiós
amigos míos.
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