El incendio había atrapado todo. Las bestias
huían en los estrechos espacios por donde podían colarse. El nefasto humo agrio,
invadía el pequeño bosquecito de la isla.
Añosos los pinos crepitaban como hijos
huérfanos en duelo. Los pastizales como látigos de lava hirviente, castigaban a
las indefensas alimañas del monte isleño, que se freían con el fluido resinoso
que chorreaba. Borboteaba fluido de los troncos casi calcinados en lenguas sangrientas.
El hombre había quedado encerrado entre las llamas, abrazado a la amante. Sus
cuerpos para siempre aferrados y traspasados de pasión.
De pronto, el cielo compadecido gimió. Llovió
con furia, apagando lentamente el siniestro aniquilador. Un fantasmal habitante
de las inmensidades celestes fue extinguiendo uno a uno los pabilos de un gigantesco
candelabro. La luz entrometida iluminó a
la pareja sensualmente detenida en el tiempo. Carbonizados. Dos almas en pena
caminan por el bosque en días de tormenta.
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