lunes, 1 de enero de 2024

UNA VIDA EN PELIGRO


 

            Javiera encontró a su madre por primera vez en el piso. La tocó sobresaltada. ¿Estará muerta? No. Respiraba apenas, tenía los ojos abiertos y la mirada perdida. Balbuceaba palabras ininteligibles. La arrastró como pudo y la subió al sofá de la salita. La casa, desmadrada y arruinada, recibía ese cuerpo en un estado calamitoso.

            Buscó una toalla y la mojó, le pasó por el rostro y el cuerpo. Había vomitado una sustancia blancuzca. ¿Qué ha hecho mamá? Buscó y rebuscó entre los bártulos de su madre. Ella, que trabajaba en la fábrica once horas diarias, llevaba dos bultos. Uno con ropa limpia y otra con sus documentos. ¿Para qué llevaba los papeles del juzgado?

            La observó angustiada. Se había dormido. La cobijó con la colcha que había tejido la abuela Cornelia. ¡Cómo la extrañaba! Había muerto con un ataque cerebral hacía dos años y eso derrumbó a su madre. Aparte, claro de saber que su compañero, el tan especial candidato, se había ido con una de las mozas de la cantina de la fábrica. ¡Adiós a la esperanza de una pasión ardorosa y segura!

            Ella, tenía que irse urgente a su clase de artes dramáticas, en el templo de unos jóvenes evangélicos que habían llegado el año anterior al pueblo. Su gran esperanza era ser actriz y por eso, no le importó aparentar interesarse en los pensamientos de ese puñado de valientes misioneros. No creía en nada, la abuela le hablaba de un dios que no estaba en claro si era bueno o malo.

            Si ese ser hubiera sido bueno, su vida sería hermosa y hasta ese momento era horrible. Había pasado de casa en casa, de pueblo en pueblo, hasta que la abuela Cornelia les invitó a vivir con ella. Su viejo “amante”, ya con muchos años encima y muchos achaques, había partido al cementerio y no iba a volver. ¡Pobre Cornelia, sin ese apoyo económico, necesitó de su hija!

            Se colocó el impermeable y salió corriendo hasta llegar a la garita donde paraba el autobús. Antes de cerrar la puerta, le echó una mirada a su madre y esta profería entre dientes palabras inconexas. Salió igual. Regresaría en pocas horas.

            Ya el viento había hecho estragos en los árboles y caía una lluvia en chubasco, que le hacían saltar como canguro, los grandes charcos de las calles. Arribó y encontró a su madre despierta. La miraba asombrada y Javiera, trató de interrogarla; pero la esquivó y le sirvió un plato de sopa caliente. Advirtió que le temblaban las manos y un poquito el cuerpo. No habló. Su silencio la retrotrajo a los días en que había cambios de humor en la mujer.

            Pasó unos días y una noche al regresar de una reunión con sus compañeras, encontró a la madre inyectándose algo en un brazo. ¿Qué es eso mamá? Una mirada rotunda de ira, le clavó en el pálido rostro. ¡No te importa! Ya había visto ella, a unos muchachos de la calle inyectarse. ¡Pero su madre! No, eso no podía estar pasando.

            Se propuso seguirla. Así por un callejón siniestro, vio que le entregaban unos infelices, un paquete pequeño, y ella les entregaba un billete. Hubo una discusión. Querían más. Le dieron una cachetada. Ella intervino. ¡Ojo con mi madre, no la toquen!

Javiera recibió un golpe por la espalda que la derribó y si no fuera porque sintieron un auto que se detenía con luces altas alumbrando, quién sabe qué hubiera sucedido.

            Caminaron muy rápido, casi diría luego Javiera, corrieron. Al llegar a la casa fue inútil esconder la verdad. Su madre era adicta. ¿Qué podía hacer? Sus dieciocho años, no le permitían tomar una decisión, buscaría ayuda en los jóvenes de teatro. Ellos tal vez, podían saber algo sobre el tema.

            El trabajo de su madre, se había visto comprometido. Una mañana regresó a las diez con una cara de horror. ¡Estoy suspendida! Estos cretinos, dicen que estoy haciendo todo mal. Los voy a denunciar, ya verán el juicio que les voy a hacer.

            ¡Mamá, es tu adicción! Ellos ven lo que no ves. Ven, mírate en el espejo. La llevó casi a la rastra, mírate madre. ¡Esa no es la Teresa que yo conozco! Y se miró. El rostro demacrado, despeinada y con unas ojeras que endurecían su mirada. Oscuridad, tristeza y miedo. Eso vio su madre y atrás Jerónima sosteniendo su talle con fuerza, porque se iba deslizando sobre sus piernas hasta caer sobre las duras tablas del piso. Lloraban y se abrazaron como dos niños perdidos en la penumbra. La ayudó a recostarse. Le trajo una limonada y le preguntó mil cosas. ¿Por qué mamá, porqué? Y un mutismo la hizo desistir. La dejó sola, llorando, gimiendo y salió de la alcoba, rogando a su abuela que le ayudara a resolver el problema.

            Cuando al atardecer, salió hacia el centro donde estaban practicando una obra de Miller, sintió que la seguían. Un auto negro le pisaba los talones. Ella se detenía, el auto se detenía, ella apresuraba el paso, el auto provocaba un ruido de motor. Entró corriendo. ¡Alguien me está siguiendo! Ayuda. Los allí presente le clavaron la mirada y se acercaron. ¿Qué te sucede? Me acosan. No se quién puede ser, juro que soy buena gente.

            Vicente salió a mirar fuera del recinto, con una mezcla de miedo y de curiosidad. No vio nada extraño. ¡Javiera, estás soñando! Vamos a practicar, ponte tu ropa, ya que debes estar vestida como para la presentación. Ella se puso la peluca roja, los grandes lentes de carey y un sacón largo con pelerina. Julio apareció con un chambergo, bigotes postizos y gabardina. Ernestina parecía una jovencita de catorce años. Comenzaron el ensayo. De pronto sintieron que golpeaban en la puerta principal. Vicente se acercó por una ventanilla y observó un par de coches policiales. Abrió y encontró dos hombres. Eran de la comisaría cercana.

            ¡Buscamos a la Señorita Javiera Wenzell! Ya la llamo, pasen. Se acercó Javiera, pero por las prendas teatrales, los hombres se miraron y la desconocieron. ¿Es usted? ¡Bueno, sí, pero estamos de ensayo por lo que mi personaje debe estar así vestida! Necesitamos hablar con usted. ¿Puede salir y acompañarnos? ¿No puede ser más tarde, preguntó Vicente, soy el que dirige la obra y…? ¡No, debe ser ahora!

            Javiera, se sacó la peluca y los lentes, y siguió a los policías. La interrogaron sobre su madre y sus amistades. No preguntaron por la gente de teatro. Hicieron hincapié en el problema en el viejo callejón sombrío, donde le habían pegado los vendedores de drogas. Ella habló con franqueza. Estaba muy asustada.

            ¡Su madre está en peligro! Y usted también. Sus vidas son para esa gente una amenaza y saben que sin querer usted los mostró esa noche. Cuídese. Vuelva a su casa y encierre a esa pobre mujer. Javiera lloraba desconcertada.

            Su vida en peligro y tenía que solucionar lo del trabajo de su madre. Fue a la fábrica y explicó al gerente que ayudaría a su progenitora a superar la adicción. Llamaron a unas obreras que estaban en las máquinas cercanas a la que manipulaba Teresa. Hablaron con dolor unas y con ira otras. Ella nos pone en situaciones muy complicadas. Aceptaron volver a llamar a su madre, bajo la condición que asumiera su enfermedad y cumpliera con un tratamiento.

            Javiera se comprometió. La llevó un especialista que conocían en el grupo de teatro. La médica que la atendió comenzó por buscar la raíz de sus problemas. Descubrió una infancia difícil, su embarazo como madre soltera, la falta de apoyo de la familia. Y un sin fin de roturas en su historia. Teresa, era una víctima que arrastraba una mochila de frustraciones y amarguras. El tratamiento era monitoreado por un sicólogo de la fábrica.

            La muchachita, siguió acompañada por el grupo de teatro. El estreno fue hermoso. Un puñado de gente los apoyó y la obra quedó espléndida. Pero nada es transparente en la vida. Javiera descubrió que nunca sería una actriz famosa, su grupo era doméstico, simple y no atraía a los críticos de los medios.

            Le dieron la opción de seguir estudiando en un centro comunal de la ciudad. Cuando le pidieron sus papeles, encontraron el grave problema de la madre y desistieron. Había perdido una hermosa oportunidad. No dijo nada. Se anotó en la academia de letras, allí aprendería a crear guiones de cine y teatro. Eso la entusiasmó y a su madre también. Por varios meses Teresa estaba limpia. Sus análisis, que le obligaban hacer en la fábrica eran excelentes.

            Unas semanas después, el auto la detuvo y le dieron una triste noticia; habían visto a su madre en el callejón. ¡Le preguntaron si ella sería capaz de ser testigo ante el juez contra los malvados que arruinaban la vida de la gente con la venta de drogas! Ella asintió. Pero será un secreto.

            No sabía que otros la habían seguido y vieron cuando hablaba con los policías. Además Vicente que solía acompañarla unas cuadras hasta el sitio del autobús, advirtió que esos no eran los mismos agentes especiales que habían hablado primero con Javiera. Se quedó pensando. Tendría que advertirle a la muchacha.

            En la fábrica, se aseguraron que Teresa, estuviera sobria. El sicólogo, compartía la esperanza, pero sabía que tenía mucha dificultad para superar sus traumas. La hija, continuaba estudiando y como joven, era muy honesta. Tenía los miedos propios de la situación.

            Una tarde recibió una llamada con unas palabras amenazadoras. ¡Te mataremos! ¡Serás nuestra presa! Los cazadores de ingenuos adictos, estaban furiosos con esa hija tan comprometida. Si pudieran le darían una lección. La inyectarían en el autobús o en un baño si usaba el de la academia. Allí, ellos tenían gente infiltrada y vendían. Ella hacía un verdadero derroche contra el tráfico. Los perjudicaba. ¡Idiota! Era dinero fácil!

            La iban a voltear. Pero siempre estaba ese famoso Vicente cerca. ¡No sabían! ¡No imaginaban! El director era un señuelo. La conspiración falló dos veces.

            Finalmente desistieron con ella. Y buscaron otra forma. Cuando ella no estuviera en su casa o acompañando a su madre en la fábrica, harían lo suyo.

            Cuando abrió la puerta, que estaba violada con una barreta, encontró a Teresa en un charco de sangre. ¡La muerte había llegado primero!

  

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