Estamos cruzando el río con una
canoa frágil que compramos con nuestros ahorros. Es pequeña y pintada de
colores vivos. El río se desliza suave como un reguero de miel o aceite entre
un sin fin de plantas. Hay ruidos desconocidos por la costa. ¿Serán monos o
aves? No tenemos idea de dónde provienen. No le tenemos miedo. La aventura nos
ha superado. Primero la avioneta se descompuso en medio del tramo que nos
llevaba al puerto, luego caminamos por una ruta contraria hacia donde queríamos
ir, nuestro viaje de tres días está durando trece.
Chalo dice que ese número no hay que
nombrarlo, es mufa. Yo no creo en esas cosas. Rolando que es medio místico, nos
alienta con unas oraciones que parlotea a toda hora. Me cansa, pero no le digo
nada porque es bueno y ayuda en todo. Seguidamente al llegar al único puerto
que encontramos había sólo una canoa. Ésta que se desliza como sobre miel
caliente. Gracias a Dios no estamos solos, hemos visto algunos nativos caminar
por la orilla. Nos miran con su boca desdentada y nos hacen señales que no
entendemos.
Giro y un sordo ruido surge entre
las frondas. Es una imagen extraña. Lo que vemos es como un enorme ángel negro
con un par de alas emplumadas que se abren sobre nuestra bonita canoa.
Pareciera envolvernos con sus alas de grafito brillante y garras afiladas. Clava
sus grandes ojos en mí. Me toma por el hombro y me sostiene sobre el río como
un juguete sin forma. Lloro con desesperación. El número trece, pienso y con un
llanto de cobarde, me lanzo a gritar y a golpear con mi mano ensangrentada al
Ángel Negro. Los nativos vociferan y saltan de alegría. Ahora entendemos que
ellos esperaban eso. Le grito a Rolando que rece por mí. Un dolor cálido me
consume mientras mis alaridos se pierden para siempre. Ellos siguen navegando
huyendo de ese monstruo alado que ya sació su hambre.
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