¡Al paredón, al paredón, la oligarquía al paredón! ¡Matar o morir, eso es el fin! ¡Yo quiero que me paguen mucho más!...
Los gritos salían de la boca del subterráneo. Una marea humana febril y humeante, portando carteles enrollados, banderas con consignas y pancartas rojas y negras, atropellaba a los pocos sufridos pasajeros del mismo transporte; el subterráneo.
Pedro corrió a bajar las persianas metálicas del negocio. Hacía entre diez y doce días, otra manifestación parecida, le rompió y robó todo. La mercadería que con tanto sacrificio había conseguido. Esta vez, quedó inexpugnable el ingreso al negocio. Ingresó por una pequeña puerta abierta en la época de la revolución y que le permitía salir al palier del edificio de la calle Andrade, y cruzó al edificio de la calle Zapata. Lo esperaba Julián el portero. Le entregó una canasta con la compra que hiciera a la mañana temprano en el mercadito de los chinos. Julián le señaló un bulto pequeño que la señora del portero le advirtió era para la del 5º A. Ramira, la esposa del portero, sonriendo satisfecha se hizo cargo de repartir las cartas, mensajes y todas las cosas del edificio.
Para Pedro, otro día perdido de trabajo y venta, en un país tan grande y hermoso, así destruido por la infamia de unos pocos y codiciosos seudo políticos.
Pedro recordó su tierra, cuando a los siete años, huérfano
de la guerra civil, fue embarcado por
Recordó su Molin'das Rey, destruido por un puñado de necios. Su padre "Rojo", su abuelo franquista, y en el medio toda una familia dividida y la mayoría muerta o por las balas o por el hambre. La muerte por todos lados. Subió, entonces a una camioneta y partió con su pequeño bulto con lo poco que traía, a la provincia, al interior de esa ciudad enorme. Ningún lugar, ahora, es tranquilo, pensó y escuchó al padrino: "¡Debo evitar los peajes, estos tíos, hasta te cobran el aire, joder!"
Vio una olla popular y más gente quemando neumáticos. En la guerra eso no pasaba, se quemaban los muertos. "Bestias de contaminación". Pobres diablos, si ya no hay dónde trabajar, no te dejan. Hay paro, paro como en mi tierra lo hubo entonces. ¿Saldremos de esto? Pensó en su padrino, muerto ya, con su cuerpo rechoncho trabajando en mil tareas hasta comprar la fonda. La señorita Delfina Angocarreño, dueña de una manzana, le dio una enorme ayuda económica y moral. Ella era o se creía una aristócrata, heredera de una enorme fortuna. Bonita, pero desgastada por la soledad y los años; le había permitido comprar parte de su herencia. Ella no podía hacerse cargo de una fonda.
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