“En el vinagre está todo el mal
humor del vino”: Ramón Gómez de
Octavia Solanillas era viuda. Tres años usó un luto
riguroso por el difunto esposo. Don Tiburcio De Los Monteverdes y Matera, era
el dueño de los viñedos mejor cuidados de todo “Cuesta del Águila”. Sus cepas
de uvas eran el lujo de la comarca.
Octavia, se casó con Tiburcio apenas cumplió
dieciséis años y él, regresó de la milicia. Ambos eran unos “cachorros”
juguetones que de no ser por el padre del muchacho, no habría trabajado con el
ahínco que le fue inculcando con amor a las viñas, su progenitor. Ella era una
jovencita que despertaba el asombro por su candidez y belleza. Rubia y de piel
blanquísima, debía usar unos enormes sombreros cuando atravesaba los caminos
entre las vides. Él, era un mozo bravo de carácter, tierno como niño con
Octavia y duro con los mozalbetes que ayudaba en las hileras.
Del matrimonio nacieron ocho hermoso niños. Tres
mujeres y cinco varones. A medida que pasaban los años, el cuerpo de Octavia
fue cambiando, su humor también y tuvo que luchar con una casa permanentemente
llena de servidumbre que buscaba un duro para vivir, pero que traían varios
problemas de convivencia. La mujer que le ayudaba con los hijos, era muy pueril
e ignorante, por lo que les hablaba a los niños de fantasmas y aparecidos, de
seres inexistentes que ella creía ver y conocer, que aterrorizaba a los más
pequeños. Sin embargo era muy hábil para vestirlos, bañarlos y darles de comer.
Era rubicunda, gruesa de caderas, ancha de espaldas y su piel enrojecida por el
sol.
Octavia, lamentó el día que se fue. Estaba embarazada
y esperaba su propio hijo de uno de los “chabales” que le merodeaban siempre al
anochecer. La mujer que la reemplazó era diferente. Fría, áspera y de voz
chillona. Los chicos le tenían miedo. Se llamaba Gabina y era de una comarca
vecina. Seca, silenciosa y observadora, no opinaba, hacía. Nunca preguntaba si
estaba bien o mal lo que les enseñaba a los muchachos. El mayor ya tenía
catorce años cuando murió su padre. Y sintió la obligación de sustituirlo en
los viñedos.
Las niñas eran muy dóciles, no así Fermín el segundo
de los varones, que odiaba hacer tareas de campo y soñaba con huir de la casa.
¡Quiero ir a la “mili” para no estar encerrado en este lugar de cerdos y olor a
mosto! Grandes discusiones con su hermano y su madre, que envuelta en un dolor
inexplicable, solo se ocupaba de monitorear el crecimiento de las niñas. Otro
problema con Gabina que se interponía a mimos y “bobadas” que según la mujer,
harían que nunca fueran mujeres dignas de casarse y tener una familia.
En Cuesta del Águila, había un par de terratenientes
que querían adosar los viñedos a sus plantaciones. Miraban con ansiedad los
pasos a seguir de ese grupo tan cerrado de la familia. Trataban de acercarse a
la viuda, para ofrecerle un compromiso y atesorar más viñedos. Ella, no se daba
por aludida. Un día tras varios intentos, logró un vecino que aceptara asistir
a una reunión de empresarios foráneos. No sabía que en eso había una trampa.
Le presentaron a un alto ejecutivo de una gran cadena
de hoteles que compraban vino para hoteles de Europa. Tenía un carácter fuerte
y displicente. Parecía no estar muy interesado en nada. Pero por su fuero
íntimo, era obsesivo y despiadado. Lo quería todo. Octavia Solanillas, aun de
luto, era muy apetecible. Apenas había cumplido los cuarenta y un años, ese
verano. Y su piel estaba radiante, fresca aun y sus cabellos de un largo
asombroso, reflejaban los rayos dorados del sol. Él, la quiso para sí. Con sus
ocho hijos y por supuesto con todos sus viñedos y bodega.
Se refugió en un hotel lujoso de la ciudad, pero con
su automóvil levantaba el polvo de los caminos atravesando los campos. Venía
muy seguido a la finca y siempre traía algún dulce para los más pequeños. Se
hizo habitué e imprescindible para Rafael y Fermín. Sus acertados consejos
siempre se adelantaban a sus preguntas y necesidades juveniles. Felicitas, lo
adoraba. Para su cumpleaños de catorce le trajo un enorme regalo en una caja de
color rosas con lazos de organdí blanco y dorado. Ella estaba fascinada. Él, la
comenzó a mirar más que a su madre, quien se había quitado el luto y lucía
hermosa.
¡Pero la jovencita era una joya digna de la mirada
astuta y avariciosa del hombre! El, tenía alrededor de cuarenta y ocho años y
disimulaba unas canas incipientes. Octavia no había advertido las lisonjas y
murmullos que le provocaban rubor a Felicitas. Gabina sí. Lo seguía como un
águila, poniendo el oído alerta. ¡Ese hombre no le gustaba! Era provocador y
astuto.
Esa semana
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