miércoles, 3 de julio de 2024

ESA MISIÓN

 

                                               La dulzura, cuando es sincera es una fuerza invencible. Marco Aurelio

 

 

La bomba había estallado hacía unos minutos. Trepidaba el piso y caían los trozos de mampostería sobre el suelo. Humeaba la ciudad y las sirenas de arreciaban en la horrible Londres. Todos estaban destrozados. Caían como estiletes las esquirlas sobre los pocos edificios que aun quedaban en pie.

Despertó sofocada y transpirada. ¡Había sido el sueño que se reiteraba cada noche! El tiempo no podía borrar el recuerdo de su niñez. Y su miedo. Ni su horror. Sí, sonaba una sirena a lo lejos, pero era de una ambulancia que seguro protegería a alguien dolorido y enfermo.

Salió del lecho con dificultad, los años habían hecho su tarea en el cuerpo y los recuerdos se empeñaban en convivir con su historia actual. Londres estaba totalmente reconstruido y bello. Por doquier se veían personas caminando animadamente por las calles, atiborrando las tiendas y a jóvenes que se amaban libremente en los cafés y las confiterías.

Se vistió pacientemente. Encendió la cocina eléctrica y puso a hervir agua para el té. Unas tostadas humeaban en la vieja tostadora, y sacó de la heladera queso y dulce de la alacena. Partió unos huevos y los cocinó revueltos, parecían suaves y cremosos. Recordó el hambre que habían pasado cuando era niña. ¡Sin sal Elisabeth! Le pareció escuchar la voz de su padre que había dejado el refugio para ingresar con sus muletas en lo que quedaba de su antigua casa. Cerró los ojos. Miró por el ventanal del departamento que siendo pequeño, era su tesoro. Alumbraba el sol. Pálido y esquivo.

Después de la guerra, el gobierno había apurado la reconstrucción y la reina había abierto las arcas para ayudar a sus súbditos. Aquella que era tan joven y que tenía que restaurar Inglaterra.

Se sentó y desayunó como lo hacía cada mañana. Había muchos ruidos de los vecinos que ya conocía desde que la llamaron y le entregaron ese rincón hermoso. Ella tenía pocas cosas. En el mercado negro se conseguía todo. ¡Pero algunos objetos eran inalcanzables! ¿Serían robados o fruto de la desesperación de los que quedaban vivos?

Era soltera. Creció con las estrecheces de pos guerra. Recordaba la voz de una radio que solía sentir de algún afortunado en la que la voz del primer ministro Churchil, les hablaba con serenidad. Era, para ella, una niña de diez años, duro, áspero pero con cierta dulzura que conmovía a los ciudadanos. Recordó el olor de las maderas quemadas que usaban a falta de carbón su madre y su abuela, para cocinar un pan de cebada. El olor del café de achicoria y el de las papas, que conseguían de los mercaderes que solían traer del campo, allá lejos de la ciudad.

Descalza buscó en la puerta el periódico. Allí, como las alas de ave moribunda estaban las hojas dobladas, que le dejaba el vecino cuando terminaba de leerlo. Era un canje. Ella le daba de comer a su gato mientras iba a su oficina y él, compartía las noticias en tinta negra y desigual. Abrió en la página central. Allí, generalmente el editor, dejaba un lugar para los sueños de las tontas mujeres que creían en el amor y los sueños.

¡Sus sueños que había cancelado, hacía muchos años en su vida, la esperanza! Soltera. Pensionada, recibía unas libras que con el ejercicio de toda una vida de trabajo y ahorro, la dejaban vivir con dignidad. Estiró sobre el mantel a cuadros rojo y blanco, las hojas. Leyó. Sus gafas ya estaban obsoletas, a veces usaba una lupa, que compró en un mercadillo de cosas usadas del tiempo de pos guerra. Se enfrascó en un comentario sabroso sobre un nuevo libro de un autor francés que hacía temblar a las mojigatas y anticuadas. ¡Elisabeth tienes que abrir tu corazón y tu cabeza para entender a esta generación!

No quería quedarse en el pasado. Era demasiado doloroso. ¡Amar, había amado! Lástima que se había enamorado de su jefe que estaba felizmente casado con una hermosa mujer extranjera. Y ni la miraba. Ella lo adoraba de lejos. Seguía sus pasos y se deleitaba en observar su ropa, sus sombreros y sus ojos de un color negro azabache. Si la llamaba, se ruborizaba como niña. Él, le daba las órdenes sin mirarla. El perfume del tabaco y lavanda, envolvía su escritorio.

Un día ella entró en "Harrods" y compró un frasco de perfume de lavanda. Lo llevó con ternura hasta su dormitorio y cada noche, dejaba unas gotas en la almohada. ¡Ese día gastó nueve libras... un derroche inaudito en su vida estructurada!

Pasó el tiempo, apenas diez años y el jefe, fue trasladado a otra oficina. No lo vio más. Él, saludó calurosamente y antes de partir la llamó: - ¡Elisabeth, le voy a pedir un favor... ayude al nuevo jefe que me remplazará en el cargo!  Sólo usted es lo suficientemente conocedora de este trabajo, es eficiente y he valorado mucho su dedicación, por eso mi esposa y yo le queremos dar un regalo. Y le puso en las manos un bello pañuelo de seda china de color celeste. Casi se desmaya. Le temblaron las piernas y su rostro se transformó en una catarata de lágrimas. ¡Estaba muy emocionada! El dio media vuelta y salió sin decir nada más.  Ella paralizada, con el corazón roto y alocado, dio algunos pasos y tuvo que sentarse. 

Una compañera, se acercó y la abrazó. Sabía que ella lo amaba en silencio. Y que había logrado ser reconocida en su trabajo. Pero ella, salió de la oficina, tomó el tren y llegó a su departamento y abrazada al hermoso pañuelo lloró. Lloró hasta que se quedó dormida, agotada por el dolor y cayó en cuenta que él, la había notado, tal vez, hasta la había querido un poco.

En el diario había una noticia estremecedora... un país de medio oriente estaba en guerra y dejó de morder las tostadas y cerró el periódico. Se vistió y fue a caminar por la avenida. Pensando cuánto horror viviría esa pobre gente en esa contienda. Un auto se detuvo y una mano le hizo un llamado: ¿Puede decirme dónde queda Picadilly Street? Lo miró asombrada... era la imagen de su ex jefe. Los mismos ojos negros y la sonrisa. Tartamudeó. Siga por esta avenida y doble en Mery Street. Llegará sin dificultad. Detrás iba un anciano que miraba al infinito. ¡Tal vez, tal vez fuera su amado!

¿Cuál será mi misión en esta vida? Su cuerpo ya cansado, se negaba a seguir caminando y al cruzar la calle, no vio que se acercaba un autobús... quedó tendida sobre el pavimento.

 

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