viernes, 26 de julio de 2024

LAMENTOS

  

            Yo caminaba desorientado en las calles de esa ciudad hostil donde caí como un pájaro despistado. Caminé. Caminé muchas cuadras entre elevados edificios de cristal y metal que relumbraban con las luces del crepúsculo. Me asombraba ver algunos gorriones picoteando entre las frías lajas grises que cubrían las veredas.

            Ese yo, era un trashumante. Perdido. Incómodo. Desolado. No conocía a nadie. Todo me parecía más tenebroso en realidad. Mis pasos retumbaban en la soledad de las calles. Todas las puertas cerradas, ventanas que ocultaban la visión del interior de las viviendas y negocios.

            A lo lejos observé unas luces. Apresuré el paso. Tengo que llegar antes de que se apaguen. Parece que en esta ciudad todo se duerme y esconde a las diecinueve en punto. Casi corrí en el último tramo. Llegué justo cuando un hombre de color se aproximaba desde adentro para sacar unos carteles con el precio de la comida y del café.

            Una amplia sonrisa me invitó a ingresar al pequeño bar y restaurante. Había parroquianos trasnochadores. Un puñado conspicuo de gente que seguro había trabajado todo el día en esas enormes moles de cemento, vidrio y soledad. Me senté junto a la barra. Me acercó, el moreno, una copa de cerveza con espuma muy blanca. Luego me dejó una pequeña carpeta con dibujos y palabras en ese idioma que me significaba un escándalo de ignorancia. No hablaba esa lengua. Miré ansioso los dibujos y señalé un plato que me hizo salivar de deseo. Descubrí que tenía un hambre atroz. Lo puso frente a mi cuerpo tembloroso y sonrió. Comí ansioso. Me relamía con cada mordisco que echaba al sándwich y sorbía mi amarga brillante cerveza ambarina.

            Todos se fueron saliendo y me dejaron solo por unos momentos. Saqué de mi chaqueta un atado de billetes y pagué. Cuando salí, sentí como cerraba las puertas metálicas con ese  chasquido del abandono indeclinable de la noche. Afuera había un viento helado. Caminé. Seguí buscando dónde acomodar mi cuerpo, que lentamente se iba enfriando. En una esquina vi un cartel. “Se alquilan habitaciones por noche o se manas”. El lugar se veía más que modesto. Era un cuchitril con desparpajo de “Hotel”. Insólito. Al ingresar sonó una chicharra y apareció un viejo de origen paquistaní o indio. Su turbante anaranjado dejaba surcos de gratitud entre pliegue y pliegue. Vi en un cartel los precios. Por hora, día y por semana. Pagué por dos días y me dio una llave herrumbrada, antigua como su historia inverosímil. ¿Qué lo había traído a esa ciudad tan enorme y desolada? Tal vez igual que yo, un dolor del alma o escapando de la muerte.

            Yo, que supe tener una bella casa con ciertas comodidades, un auto nuevo que me envidiaban mis colegas, yacía en esa pocilga como si hubiera hurtado un banco. Me quise bañar. Unas gotas infames de agua helada caían de un caño sobre una bañera mugrienta que se afanaba en ser una ducha. Igual, no tuve más que hacerme de coraje y me mojé refregando mi cuerpo aterido con un pedazo de jabón usado, que habían apoyado en hueco de la pared. Me sequé con algo parecido a una toalla. El decolor era rojizo. Me puse la misma ropa interior que traía y me arropé en una cama cuyo colchón temblaba más que yo.

            Me dormí entre los sonidos extraños que provenían de cierta zona del hospedaje. Había un ruido monótono de una máquina de fabricar algún objeto. Soñé. Desperté varias veces y volví a dormir. Un portazo me dejó sin aliento. No era en mi habitación. Me incorporé y al no sentir sino el rítmico sonido de la máquina, me adormecí nuevamente. Debo haber dormido un día entero.

            Lamenté no haber retirado mi equipaje de la cinta en el aeropuerto. Allí, sabía que me detendrían. Yo transportaba muchos objetos prohibidos. Solo había logrado sacar mi mochila con mi pasaporte y dinero. Logré hacer un buen cambio del que traía por el de este país que es estricto y cuyas leyes son muy claras. Sí, yo venía huyendo de un grupo deshonesto de colegas, que habían traicionado a la empresa y robado una importante cantidad de material original, de un arreglo comercial. Me querían matar. Yo le avisé a uno de los socios principales y este me traicionó a su vez. Sabían que había sido yo. Lamentos, tengo solo lamentos. Pero tarde o temprano estaríamos todos tras las rejas en la cárcel.

            Me vestí y salí a buscar un lugar donde comer. Cerca de la puerta había una patrulla policial. Buscaban a alguien. Yo caminé. Caminé y caminé. Mi cabeza daba mil vueltas sobre si no era yo al que buscaban. Lamento no haber sacado mi mochila del “hotel”. Vi que sacaban una mujer herida de una casa pegada a mi refugio. No la miré.

            Sentí el olor de la sangre que dejó una especie de camino en la vereda. Gota a gota. Se iba alejando hacia la nada. Me imaginé que era yo el que estaba herido. Pero no, todavía no. Tal vez más tarde. O mañana. O nunca.

            Saqué de mi chaqueta un papel. Allí había escrito un número de un supuesto amigo de mi mujer. Al llegar a la esquina, vi un bar pequeño. Entré. Pedí un café y una tostada. Escuché a dos personas hablar mi lengua. Me acerqué. Me miraron con desprecio, claro, parezco un pordiosero. Les dije que en el aeropuerto, al salir me habían robado. Se lamentaron. ¡Eso suele pasar! ¿Qué necesitas? Un teléfono.  Me señalaron uno detrás de una máquina de golosinas. Uno de los tipos me pasó dos monedas. Le agradecí. Marqué el número y esperé. Solo escuche: “Lo lamento, usted se ha comunicado con Wanda, pero estoy en California y regreso en un mes”. Corté la llamada. Salí agradeciendo a los parroquianos que me habían ayudado.  

            Caminé desorientado por las calles atestadas de gente que iba y venía de oficinas o a sus trabajos. No me puedo seguir lamentando. Voy a tener que ir a rescatar mis maletas y buscar un lugar digno para vivir. De nada me sirve seguir lamentando mi sinceridad y mi honradez. Hoy es ayer. Hoy es mañana. Sigo caminando y ahora busco un taxi para ir al aeropuerto. Ahí veré como me las arreglo para superar mi estupidez.  

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