lunes, 18 de marzo de 2024

AYER

 


Agito el pañuelo haciendo señas. Nadie, aparentemente, me ve. Los enormes abedules cubren con las hojas la visión de la casa. O bien, la indiferencia y el temor, impiden acercarse a los misericordiosos.

Comenzó el fuego hace veinte minutos. Una densa humareda se eleva entre el follaje. Pero ni el griterío de los loros y graznidos de los cuervos, atraen a nadie. El camino tiene una curva allí y quienes transitan no pueden dejar de aminorar la velocidad. Saben que seguro se estrellarán contra una pared de piedra. A pesar de eso, me parece que pasan acelerando.

Miss Leyla Doguerty yace laxa en su silla de ruedas. Junto al pilar pétreo donde dejan la escasísima correspondencia. Alguna vez, el buen Johan la acerca hasta la misma casa, y de paso, toma un balón de oscuro ale, que preparamos. Pero, hoy nadie se detiene. Nadie.

Hace tiempo que se retiró y no actúa. Su huída al campo reafirma la idea de la densa personalidad de la mujer.

Ha sido un año fatal. Malas lluvias. Mala cosecha. No consigo gente para trabajar el valle. Todos han viajado a la gran ciudad, en busca de libras fáciles. Incluso, miss Georgina Hustlei, nuestra enfermera, siempre empeñada en hablar de manera maligna contra la capital, partió ayer al amanecer.

Nosotras imposible. Miss Leyla, no tiene salud en la campiña. Creo que menos aún la tendría trasponiendo el límite de tierra laboreada hacia Londres. Envolverse en la vorágine del tránsito. Hemos quedado solas, los vehículos atraviesan el pueblo por la carretera rumbo a los condados vecinos. Nadie se detiene.

Ayer, el prefecto me comunicó que las tuberías se saturarían por la falta de consumidores. Abrí los grifos desparramando el agua por el terreno, incluso, al poco ganado que nos queda, lo dejé vagando por los campos en medio del lodazal.

 Observo a mi señora y la veo desorbitada. El pánico marca su rostro. Jamás deja de mirar el fuego que lo consume todo. Estamos solas.

Se ha enrarecido el aire. Un rumor de cristales rotos se congrega cerca de la enorme casa. Siento el gemido insidioso de los galgos. Tironean la escasa tela de las polleras de mi ama, que en llamas, se dispone a abrasarse. Sigo haciendo señas y me voy disgregando en cenizas que vuelan junto a los pajonales levemente inmóviles. He traspasado el tiempo. Alguien viene. Se detiene un automóvil. El conductor. con esfuerzo, trata de alejar el fuego. Ya se consumen el joven y su hermoso auto.

Hemos entrado en una enorme zona de penumbra. Pero de entre los escasos residuos, emerge una Miss Leyla Dogherty, juvenil y robusta. Camina contra el aire desentonando con la furia del fuego, que se va desvaneciendo en el poniente.

 

 

 

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