viernes, 15 de marzo de 2024

EL CARROMATO

 


            El pueblo es pequeño. Los pocos habitantes que merodean son los viejos y niños. Ellos son como juguetes de madera, hacen movimientos sin pensar. Parecen títeres de un enorme teatrillo de feria.

            Pero hoy día llegó por la calle principal un carromato pintado de mil colores. Un altavoz pregona la suerte de recibir nuestro pueblo un circo. Mágico por supuesto. Por la ventana del costado aparece la cabeza de una muñeca maquillada como las de cartón, que pintan en las propagandas de chocolate. Es una niña. ¿Es una joven o una mujer madura que parece una nena? Mueve las manos y ríe. Su sonrisa es estúpida porque está sola y un gigantón maneja el carro como si las pobres bestias, mulas viejas y hambrientas, fueran caballos de alzada y belleza sin par, la carota obliga a llamar a los pocos transeúntes del poblado.

Tras el carromato, un sin fin de niños ociosos corren contorsionando sus cuerpos y deformando sus movimientos al compás de la música que aturde. Los ancianos miran sorprendidos y asustados. Don Renato sale del bar, lugar que abandona en contadas circunstancias, porque es viudo y solo; y allí están todos los amigos. Emerge como si de pronto surgiera de la tierra un edificio. Sus ojos que generalmente están semicerrados por la soledad, parecen ahora, dos tizones de fuego. Se me acerca y me grita.- ¡Milton corre a llamar a tu tío Alfredo! ¡Está en el molino! Dile que es urgente que venga.- Se seca la frente.

            Y yo corro. Transpirando veo que mi tío, se seca las manos húmedas en el faldón del delantal de lino. Mira hacia la calle principal con ojos desmesurados, abiertos como la piedra del molino. No me responde. Sabe, al verme llegar, que tiene que ir al pueblo. Yo regreso tranquilo, corto una vara de sauce y voy marcando en el polvo un reguero de tristeza y melancolía. Necesito pensar. ¿Qué pasa? ¿Acaso el carromato trae alguna novedad verdadera?

            En un baldío se detiene el carretón. Desengancha las mulas y les pone un balde con agua fresca de la acequia y un saco con pasto. La mujer baja y trae consigo un banco  y una hamaca donde apoya su cuerpo cansado y mal vestido. Sólo el rostro y la pechera es verdadera, lo demás son hilachas vetustas y feas. La boca pintada con carmín trasunta amargura y pena.

            El hombre, que es enorme en tamaño, acarrea un poste y lo planta con mucha dificultad en medio del baldío. Luego, va colocando unos ganchos, bien profundo en la tierra. La mujer trae del escaso habitáculo un poco de pan negro y queso, y comen sentados, sudando por el calor húmedo del medio día. Él tiene los zapatos rotos. Ella descalza, con unos pies menudos como pájaros heridos.

Apenas hablan. La música cubre el silencio de los dos. Luego de un breve descanso, saca el cajón con dos perros que saltan desesperados por la libertad obtenida. Mudos los niños observan a la pareja. Ya no corren ni gesticulan.

Llegan lentamente Don Renato y el tío Alfredo. Ambos quedan parados y los miran. Un trueno de las gargantas sale al unísono. ¡Giancarlo! ¡Luciana! Se quedan suspendidos en un tiempo infinito de indiscutible reyerta. ¿Dónde han estado? ¿Por qué no han escrito o han mandado un mensaje?

La mirada triste de la mujer penetra en mi cuerpo frágil y se acerca. Me toca el pelo, que llevo desmadejado sobre los hombros flacos. Me quiere besar la frente, me espanto y doy un traspié. Me sostiene una mano fuerte, es el tal Giancarlo. –Hijo, ¡como has crecido!- me deja y corro la lado del tío que me ha criado.

-Son tu padre y tu madre, Milton, no tengas miedo.- vacilante me acerco y los miro. Ese par de payasos son mi estirpe de príncipes ambulantes. Un puñado de locos indeseables. Me avergüenzo de ellos. Salgo con mi vara marcando una raya en el polvo, me alejo alterado. Tengo catorce años y nunca supe que tenía padres. Y menos ese ramo de ortigas, espinas y sin perfume a cordura. Tan sólo fatales monigotes. Con forma de mujer y hombre. ¡Mis padres!

Los soñé hermosos y valientes. Ahora en mi alma una lágrima se transforma en acero y cae por mi pecho. Odio a ese par de desdichados. Me alejo hasta el molino y parapetado, apretando las rodillas sobre el pecho, espero escuchar cuando el carromato emprenda la huída hacia el pasado o el precipicio de la muerte.

Quiero soñar con una madre hermosa y un padre heroico y fuerte, pero llenos de garbo, encanto y alegría. Se oculta el poncho violeta del ocaso y quedo dormido sin oír cuando se aleja por el camino polvoriento ese vetusto carromato.

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